Stop praying… God’s too busy
La explotación sigue caminos retorcidos. Cuando una celebridad vive en una neblina de excesos que no sabe de responsabilidades ni mañanas, se activa una cuenta regresiva: los días de fama y popularidad se recortan en función de la intensidad de la decadencia. Se establece un contrato no escrito con los medios de comunicación: a cambio de mantener a la estrella en cuestión en los titulares –y vigente entre el público que le da estatus y recursos–, la prensa es libre de vigilar todos sus movimientos sin necesidad de justificarse con molestos malabarismos retóricos que equiparen la capitalización del morbo con la libertad de expresión. Más allá de contadísimas excepciones (el renacimiento de Robert Downey Jr., por ejemplo), el vampirismo se prolonga hasta que el famoso muere o deja de ser de interés para un público hambriento de estímulos nuevos (remember Corey Haim!). Una vez que se accede a la dinámica, la celebridad renuncia a toda intimidad: vive en público. Mantener privacidad en la caída nulificaría la posibilidad de transformar la decadencia en dólares. La fama es un proxeneta inconmovible. La estrella dista de ser una víctima: mientras haya flashes y atención, ¿a quién le importa ser una puta? Esta lógica de exhibicionismo nihilista, desenfadado y libre es uno de los puntos de partida de Notes on Charlie Sheen and the End of Empire, ensayo de 2011 en el que Bret Easton Ellis –autor de Less than Zero, American Psycho e Imperial Bedrooms– reflexiona sobre el momento que vive Estados Unidos y buena parte de la aldea global. La tesis de Ellis es que la nación estadounidense vive en las ruinas de su imperio, como los británicos lo hicieron el siglo xix, por lo que impera una actitud bravucona e indolente, en las antípodas de cualquier postura moral. En el mundo postimperial, no importa qué tan bajo pueda caer alguien, siempre y cuando se mantenga vigente. El ridículo es la razón de ser de la celebridad postimperial, tal como lo demostró hace un par de años la crisis drogadicta de Charlie Sheen.
El ensayo de Ellis es divertido y estimulante, pero dista de ser original. En una entrevista realizada por Roger Ebert en 1997, el crítico, guionista y realizador Paul Schrader ya definía la diferencia entre las épocas imperial y postimperial, sólo que bajo otra terminología: el heroísmo existencialista versus el heroísmo irónico:
“El héroe (o antihéroe) existencialista está angustiado por su existencia, la perspectiva de vivir sin una dimensión moral lo aflige y trastorna; el héroe irónico no se hace esas preguntas, habita un mundo donde nada importa y todo es susceptible de ser entrecomillado como un gesto burlón. El héroe existencialista empezó con Dostoevski, siguió con Camus y Sartre, y probablemente está en sus estertores. El héroe irónico, en cambio, está en su apogeo, vive en el cine marcado por Tarantino. Son personajes que te hacen guiños todo el tiempo, que no buscan nada, para los que todo es juego y representación. El héroe existencialista se pregunta: ¿debo existir?; el héroe irónico responde: ¿acaso importa? Son universos antagónicos.”
Schrader, de 67 años y formación calvinista, es uno de los existencialistas emblemáticos del cine: como analista cinematográfico, es la pluma detrás de algunos de los textos más celebrados en la historia de la crítica (disponibles en su sitio: paulschrader.org) y autor de Transcendental Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer, libro básico para entender la búsqueda de lo metafísico en la pantalla; como escritor, es responsable de los guiones de las obras más convulsas de Martin Scorsese: Taxi Driver, Toro salvaje, La última tentación de Cristo y Bringing Out the Dead; como director, es autor de Hardcore, Mishima, Aflicción y Light Sleeper. Visto de manera obtusa, Schrader debería desconfiar de Ellis, creador de Patrick Bateman, uno de los héroes irónicos más populares de la literatura estadounidense; visto con atención, ambas personalidades confluyen en por lo menos tres puntos: primero, si bien formuladas desde trincheras distintas, los dos poseen lecturas similares del zeitgeist estadounidense; segundo, tanto Schrader como Ellis experimentaron problemas con las drogas y desdoblan una simpatía evidente por los bajos fondos; tercero, ambos se encuentran profundamente molestos con una industria cultural que no reconoce voces independientes e incómodas. No sorprende, entonces, que ambos decidieran editorializar su descontento con The Canyons, quizá el objeto fílmico más incomprendido en lo que va de esta década.
Más que una broma
Hablar de The Canyons sin referirse a la génesis y filmación del proyecto –a su intención y morbo– equivaldría a acotar sus posibilidades de interpretación. La película nace de la frustración de no poder hacer cine. La primera colaboración entre Ellis y Schrader iba a ser Bait, una farsa de horror en la que el protagonista se vengaba de un grupo de jóvenes ricos tirándolos a los tiburones. El punto era hacer algo explosivo que fuera un hit de taquilla. A unas semanas de comenzar la filmación, la cinta se cayó por falta de presupuesto. Schrader reviró y le propuso a Ellis un lance guerrillero: filmar una cinta de bajo presupuesto sobre “personas bonitas haciendo cosas malas” situada en interiores con actores desconocidos, reclutados en su mayoría por internet. Una parte del financiamiento provendría de sus bolsillos y otra la obtendrían a través de Kickstarter, la plataforma de fondeo online, donde consiguieron 159 mil dólares. En paralelo, Ellis escribió en su cuenta de Twitter que el personaje principal del guión, Christian, estaba basado en el aspecto de James Deen, un actor porno, quien se mostró interesado en participar. Schrader, por su parte, reclutó a Lindsay Lohan, quien salto de la oferta de un rol secundario a ocupar el principal a cambio de un porcentaje de la cinta.
El coctel final, por sí mismo, sonaba delirante, como un tráiler falso pensado para Saturday Night Live: “la actriz más irresponsable de Hollywood y el actor porno del momento actuarán en un thriller erótico escrito por el autor de American Psycho”. Pero como Schrader explica en una charla con Film Comment (Julio 2013), el concepto tenía más sentido mientras más absurdo sonaba:
“Si asumíamos que estábamos haciendo arte con la basura que nos quedó, la idea resultaba coherente: una película fondeada en internet, con un actor proveniente de la cultura porno, con una celebridad en desgracia, escrita por un autor criticado y dirigida por mí sonaba como un producto genuinamente postimperial. Todos los pasivos de Lindsay y James se convirtieron en activos. Me dejó de importar que la gente la considerara un chiste”.
En ese sentido, si bien predispuso a una buena parte del público general a percibirla como basura, el comentado reportaje del New York Times que narraba las locuras de Lohan en la filmación (Here Is What Happens When You Cast Lindsay Lohan in Your Movie, 10 de enero de 2013) contribuyó a generar más publicidad para la película. Las negativas de Lindsay a grabar desnuda, sus cambios de temperamento, el aparente uso de drogas, los extremos delirantes a los que se llegó para convencerla de no abandonar el set, todo terminó por atraer la atención de un sector de voyeurs que deseaban ver las locuras descritas en el texto. Las desventajas, de nuevo, se tornaron en ventajas. Schrader estableció desde el principio que The Canyons era un trabajo para ser exhibido como pago por evento. Se estrenaría en algunas salas, pero el objetivo era saltarse el modelo tradicional que los había marginado y ganar dinero:
“Hicimos las cuentas y reparamos en que teníamos cuatro subgrupos: la gente que estaba interesada en Lindsay, cuatro millones de seguidores en Twitter; la gente que estaba interesada en James, medio millón; la gente que estaba interesada en Brett, 250 mil; y la gente que estaba interesada en mí. Hay miles que pueden filmar una película de bajo presupuesto. Ese no es el problema. La cuestión es conseguir que esas cintas logren tener un público. Los cuatro pudimos construir juntos esa audiencia.”
El observador observado
The Canyons abre con las ruinas del imperio. Durante la secuencia inicial de créditos, así como a manera de cortinillas a lo largo de la película, vemos cómo las salas de cine que constituían el orgullo estadounidense son ahora edificios abandonados, testimonios tristes de glorias añejas. La imagen es poderosa; la alegoría, clara: las producciones que antes se erigían como el eje central de la cultura han desparecido. Lo que queda es esto, la película que observamos: un trabajo barato diseñado para Video on Demand (VOD) cuyo frente de promoción es la decadencia y desnudez de su actriz principal. Las imágenes de los cines devastados remiten al blanco y negro fantasmagórico de The Last Picture Show (1971), de Peter Bogdanovich. The Canyons, al igual que el ficticio pueblo texano de Anarene, es un lugar donde habita gente consumida por la desesperación de saber que no va a ninguna parte.
The Canyons no es un trabajo al que le interese contar una historia con fuerza dramática. Acceder a la cinta bajo esa expectativa, como lo ha hecho la mayoría de los cada vez más despistados críticos de Estados Unidos, es simplemente perder el punto. El propósito de Ellis y Schrader no es emocionar, por lo menos no en el sentido usual del término, sino de establecer una plataforma que les permita maldecir el “estado de las cosas”. The Canyons ha sido atacada por ser una pieza gélida, incómoda y vulgar. No sólo lo es, sino que desea serlo. Estamos frente a una cinta que reniega de su narrativa desde que terminan los créditos iniciales, cuando los personajes principales miran directamente al espectador mientras hablan con desgano de sus vidas sexuales en el icónico Chateau Marmont. La ruptura de la cuarta pared dimensiona la representación. Los papeles cambian: los observados se convierten de súbito en voyeurs del morbo del público. La secuencia describe cómo Christian, productor hollywoodense de películas de bajo presupuesto, consigue compañeros sexuales para Tara vía una app en su smartphone. La reacción escandalizada de la otra pareja se siente falsa, remota, inexistente. La cámara se pasea por la barra para mostrarnos otras charlas, las cuales son tan vacías como la que aún escuchamos. El pasaje es agudo y desconcertante, el centro de la película.
Una vez en casa, Tara le pregunta a su novio por qué le gusta que otras personas los observen mientras cogen. “Me gusta ver cómo la gente ve lo que no puede tener”, responde Christian. Es la clase de línea cruel que esperamos de Bret, pero también funciona como un comentario de Schrader sobre nuestras expectativas como espectadores. Lejos de la calentura con la que se vendió, todo en The Canyons es impersonal. La fotografía, limpia y espaciosa, captura con perfección la asepsia del mundo angelino de Ellis. La cámara, sin embargo, parece moverse en contra de la lascivia drogada que caracteriza a Less than Zero o Imperial Bedrooms. Paul, el existencialista, se impone sobre Bret, el irónico. Los close ups no apuntan al cuerpo desnudo de Lohan, sino a los gadgets que graban la orgia. Schrader nos muestra la carne que pagamos por ver, pero evita que nos enajenemos por lo que sucede en pantalla. El recurso brechtiano dibuja el discurso: el sexo es anestesia para el hartazgo, o como sucede al final del relato, una manifestación violenta de dominio orientada a envilecer al otro. “Nadie tiene ya una vida privada”, comenta Christian. En la era de la transparencia, como bien sabe Tara y la actriz que la interpreta, no hay mística posible, sólo ignominia.
¿Adiós al cine?
“Dime algo. ¿Te gustan las películas? ¿Realmente te gustan? ¿Cuándo fue la última vez que viste una película en una sala? ¿Cuál fue la última cinta que significó algo para ti? No sé, quizá simplemente ya no sean lo mío”.– Tara en The Canyons
La frialdad en la exposición no implica carencia de turbulencias. Al contrario: más allá de sus superficies muertas, The Canyons está cargada de odio, no sólo hacia el establishment que conspira contra cualquier cinta cuyas preocupaciones no sean superhéroes o secuelas, sino hacia la perdida de fe en el poder transformador del cine. Desterrado de los presupuestos sustanciales, Schrader –ideólogo trascendental, autor de uno de los guiones más celebrados de la historia (Taxi Driver), director de dos obras maestras (Aflicción y Light Sleeper) y varias cintas referenciales– está ahora forzado a vivir en la periferia de Hollywood, al lado de personajes como Christian y Tara. No es casual que Christian sea productor de videohomes de explotación; así es, a fin de cuentas, como se vendió The Canyons. En el marco de la presentación de la cinta en la pasada edición del Festival de Venecia, Schrader declaró que había sido un preso de las locuras de Lindsay durante varios meses. Quizá, pero Lohan y sus disparates también fueron usados al máximo por los productores para comercializar la película. Como sucede con los paparazzi y las celebridades que acosan, la explotación fue mutua. Paul también vampirizó a Lindsay, quizá más que ella a él.
A contracorriente de las cintas esenciales de su obra, donde el protagonista experimenta una toma de conciencia e intenta hacer lo correcto (a veces con consecuencias trágicas, como en Aflicción), no hay redención en The Canyons. Tampoco hay un hundimiento infernal (Autofocus). Los personajes siguen con sus vidas, conscientes de su lenta descomposición. A estas alturas, como bien apunta Mark Cousins en un artículo publicado en el número de septiembre de Sight and Sound, Schrader podría interpretar el papel de leyenda, ser grande e inalcanzable, renunciar con dignidad y ocupar el lugar de honor que le corresponde en la historia del cine. Hacerse a un lado, pues. Pero no, ha decidido quedarse con nosotros para divertirse con los juguetes del postimperio, como lo demuestra su participación en Venezia 70 Future Reloaded, una serie de cortos realizados a propósito del 70 aniversario del festival que funcionan como editoriales en forma y fondo del estado actual de la cinematografía.
Aún no se sabe exactamente cuánto dinero ha recaudado The Canyons, pero los indicadores de iTunes y VOD ya la declaran un éxito modesto. Tanta atención mediática ha ayudado a Schrader a encontrar presupuesto para una nueva película, protagonizada por otro “perdedor” de Hollywood, Nicolas Cage. El proyecto, irónicamente, iba a ser dirigido en un principio por Nicolas Winding Refn (discípulo de la estética neón sublimada en American Gigolo y Light Sleeper). Ahora es suyo. “Fui al casino, aposté todo a rojo y gané”, comentó en Venecia un orgulloso Paul a propósito de The Canyons. ¿Quién podría argumentar lo contrario?
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.