Pero allí en Rangún Molly se rio

‘Grand tour’, de Miguel Gomes, es un viaje por el sudeste asiático que quizá esté sugiriendo que el tiempo se está disolviendo.
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La protagonista de la película Grand Tour de Miguel Gomes, que se acaba de estrenar en España después de haber ganado el premio a la mejor dirección en el festival de Cannes de 2024, tiene una manera de reírse muy particular. A lo largo de la película se da una superposición de tiempos, con vistas del presente que se deslizan en la historia medular, ambientada en 1918. 

A veces la convivencia de tiempos diferentes tiene un significado en sí. Quizá se nos esté sugiriendo que el tiempo, en este estadio de la evolución, se está disolviendo. La percepción humana del tiempo es de tal naturaleza que solamente en momentos contados podemos sumergirnos en un tiempo no lineal, vivir los hechos como simultáneos, toparnos con las consecuencias antes que con las causas. Que el cine pueda ponernos en contacto con esa aparente distorsión de la realidad puede hablarnos de las facultades de ilusionista del cine en un mundo de lo más impermeable, o también, quién sabe, pueda quizá operar sobre la naturaleza misma de la realidad, transformándola, sugiriendo unas potencias que, gracias a ser primero imaginadas, más tarde acaben llegando a ser acto. O quizá pase que la narración ya no se detiene en esos convencionalismos del realismo, porque estamos en una época de tendencia desmesurada, bizantina, barroca. O puede ser que durante el montaje decidieran echar mano de material no previsto que se ha quedado ahí por razones extraestéticas, que han acabado por ser estéticas y luego y en consecuencia por añadirle un sentido a la película. Y de todos modos, la disolución del tiempo a veces se nos propone en términos de tiempo lineal dislocado, cuando debe de ser otra cosa y presentarse de otra guisa. Probablemente percibamos de refilón muchos más fenómenos que como no sabemos cómo se llaman, o como no hablamos de ellos, no acabamos de incorporar a nuestra vida cotidiana. La riqueza es también saber cómo disfrutarla.

El caso es que la protagonista, Molly, interpretada por Crista Alfaiate, emite una especie de pedorreta al fruncir los labios cada vez que se ríe. Es una manera de caracterización del personaje muy eficaz, sorprendente la primera vez y que acaba por resultar simpática. Y si es sorprendente y simpática, en parte, es porque la situación en la que se encuentra y las cosas que provocan en ella la risa no parecen lo que se dice muy divertidas. Entre otras cosas, esta es una película de aventuras, y Molly va en persecución de su prometido, que va cambiando de ciudad, de un punto a otro del sudeste asiático, cada vez que recibe un telegrama en que ella le anuncia su llegada, hasta que la escapada se convierte en una ratonera para todos. Molly también se echa a reír en circunstancias incómodas o cuando parecería más conveniente cierta circunspección para conseguir información o provocar un comportamiento determinado en los demás. El tic parece casi impostado, una manía que o bien una ha aprendido de pequeña por mímesis, porque se la ha visto hacer a alguien a quien admiraba y no ha podido quitarse luego el hábito ni aun cuando el payaso ya haya muerto, y ni aun cuando le adviertan por enésima vez que una señorita no debe cultivar gestos grotescos como ese o no se casará, o que bien es un rasgo genético, como en aquella película de bebés cruzados al nacer que se llamaba La vida es un largo río tranquilo y en la que el hijo que nunca había visto a su padre biológico tenía el tic de elevar un hombro hacia la oreja cada vez que se ponía nervioso. 

Lo que resulta chocante de esa risa es que ya hemos entendido que estábamos en 1918, y hemos visto que la película es en blanco y negro; el efecto es como el de las fotos antiguas en las que los modelos aparecen riéndose, o haciendo el ganso, haciendo cosas que suponemos nuestras, que no tienen la solemnidad de los medallones. Entonces la risa es como un conducto abierto a lo que estuvo vivo en el pasado. Otro efecto de sacudida del tiempo como si fuera un mantel al que se le quitan las migas de los años, aunque más tenue, lo provoca la visión de la trabilla trasera de los pantalones del pretendiente de Molly, cuando en un momento de la fiesta que ha organizado en su hacienda para alegrar a su amada, quizá convenciéndose por fin de que nunca la conquistará, se mete en la casa dejando atrás la reunión y a sus invitados y lo vemos de espaldas mientras sube las escaleras del porche. Una trabilla que llevaban los pantalones de lino de entonces, porque fue entonces cuando el personaje se dirigió hacia el fondo del cuadro dándonos la espalda. La trabilla nos da un agarre para trasladarnos hasta el lado del mundo en que el tiempo no es una imposición del realismo.

Por su encanto de exotismo antiguo, Grand Tour recuerda a otra ensoñadora película reciente, En la alcoba del sultán, de Javier Rebollo. En su parpadeo desde la pantalla, la película emite una luz que te sumerge en un estado como opiáceo (un personaje que lamenta tener que volverse a Londres dice que un occidental nunca comprenderá lo asiático, mientras se dispone a fumarse una de sus siete pipas diarias). 

Poco antes de ver la película, estábamos en un grupo de tres, y ella dijo que se encontraba algo perdida. Y él dijo echo de menos, me da envida, no sé como decirlo, la época en que me encontraba perdido. No parecía una nostalgia masoquista, entendimos que hablaba de un tipo de bruma que sentimos a veces y que algunas películas llegan a fotografiar tomando las brumas del río Bang Pakong como modelo. 


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