“Es absurdo pedirle a alguien [que se sabe filmado] que no mire hacia la cámara”, dice Chris Marker en su espléndida Sans soleil. Uno diría que es igual de ingenuo ver un documental sin preguntarse cómo influyó la cámara en sus sujetos. Algunos directores niegan esta influencia: creen que señalarla es dudar de la autenticidad de su obra. Todo lo contrario. Justo por ser un objeto intrusivo y magnético, una cámara de cine puede tener el efecto de suero de la verdad.
No hay documental que demuestre esto con la contundencia de The act of killing (El acto de matar, 2012). Estrambótica, alucinante y brutal, surgió cuando el director Joshua Oppenheimer le propuso a un grupo de personas que reconstruyeran sus recuerdos en escenas que él filmaría. Dichos recuerdos apuntaban a la masacre cometida en Indonesia en 1965 contra afiliados al partido comunista, etnias chinas y cualquiera asociado con la izquierda. La llevaron a cabo grupos paramilitares y gánsteres que torturaban y asesinaban a cualquier sospechoso de oponerse a la nueva dictadura, que sigue ocupando el poder. Los ejecutores de las matanzas caminan libremente por las calles de Indonesia. Es a ellos a quienes Oppenheimer animó a recrear su pasado.
The act of killing se centra en Anwar Congo, exjefe de una cuadrilla sangrienta y, tan solo él, responsable de unas mil muertes. Ahora un viejo sonriente, Anwar se reúne con el también gánster Herman, una mole sudorosa que irradia sadismo. Con entusiasmo infantil, Anwar y Herman llevan a Oppenheimer a las locaciones originales de sus torturas, eligen su vestuario y reúnen sus props. Juntos recorren las calles en busca de los hombres, mujeres y niños que habrán de interpretar a las víctimas. Los “extras” aceptan gustosos y estallan en risas cuando Herman les muestra cómo fingir terror y suplicar por sus vidas. Saben que ambos hombres fueron verdugos reales, y los admiran por ello. A todos los matones se les ve como una mezcla de celebridades y héroes.
Sigue lo más extraño. Anwar y compañía quieren que sus escenas imiten géneros de cine –de gánsteres (claro), westerns y musicales–. No es una simple ocurrencia sino un homenaje al cine de Hollywood que, dicen, alegró sus vidas. En la época del genocidio iban a ver películas de, por ejemplo, Elvis Presley. Eso les subía el ánimo y les permitía matar “alegremente”. Solían estrangular con un alambre delgado, lo que impedía que la víctima se defendiera. Un método “limpio” que, dicen, aprendieron de las películas.
Cada escena de The act of killing es más surreal que la anterior. Aun así, Oppenheimer obtiene un desenlace de tragedia clásica. En Anwar comienza a emerger una especie de conciencia moral: habla de pesadillas y, a diferencia de Herman, deja de regocijarse con el recuerdo de sus aventuras. Justo antes de lo que sería su anagnórisis, expresa un deseo más allá de lo comprensible: pide que le muestren una escena donde él interpretó el rol de estrangulado y llama a sus nietos para que la vean junto con él. Con un par de niños sobre su regazo, el viejo se conmueve con su propio sufrimiento falso y le dice a Oppenheimer que puede sentir lo que sintieron aquellos a quienes torturó. El director lo corrige. Las víctimas reales, le dice, sufrieron mucho más. Al escuchar esto, Anwar parece despertar de un sueño. “¿He pecado?”, pregunta angustiado. Cuando vuelve a visitar una locación de tortura, las arcadas no lo dejan hablar.
Las fantasías psicópatas de los protagonistas de The act of killing dieron lugar a una de las cintas más fascinantes del género. La crueldad kitsch de las viñetas de Anwar y Herman redimensiona la noción de “maquinaria de sueños”, frase con la que Hollywood se autocelebra cada vez que puede.
El documental de Oppenheimer también es una admisión pública de un tema tabú en Indonesia, tema que desarrollará en la secuela The look of silence (La mirada del silencio, 2014). Mucho más acusatoria, tiene como protagonista a Adi, hermano menor de Ramli, uno de los hombres asesinados en el 65. En la primera secuencia, lo vemos frente a una pantalla mirando uno de los testimonios filmados por Oppenheimer. En él, los verdugos de Ramli describen con verborrea maniaca cómo desmembraron su cuerpo y lo arrojaron a un río.
Como otras miles, la familia de Adi convive a diario con los asesinos de sus parientes. No deben revelar el parentesco, ya que esto los convertiría en parias. The look of silence desafía este código: la cámara de Oppenheimer filma los encuentros del protagonista con los responsables de la muerte de Ramli. El hecho de que Adi sea oftalmólogo da lugar a una escena invaluable: mientras ajusta su foróptero en los ojos de su paciente –un exsicario– le pregunta cuál era la utilidad de “rebanar” varias veces a sus víctimas. El viejo enfurece con sus preguntas “demasiado profundas”, no sin antes señalar qué lentes lo hacen ver mejor. Al parecer, en ciertos casos es preferible no recobrar la visión. Ninguno de los confrontados expresa algo remotamente parecido al arrepentimiento. Quizá algo comprensible en el caso de los matones –la mayoría seniles y, desde entonces, perturbados– es aterrador cuando se observa en sus descendientes. Reaccionan con indiferencia, acusan a Adi de vengativo y le reprochan el mal gusto de revivir lo que “ya pasó”. Él los escucha sereno y los mira en silencio, cosa que los incomoda y los lleva a defenderse aún más. La pasividad de Adi tiene el efecto de esa cámara que, en muchos documentales, extrae confesiones, fantasías y miedos.
Menos espectacular que The act of killing, su secuela contiene piezas centrales del rompecabezas. Como el lavado de cerebros, desde entonces hasta hoy. Una secuencia de The look of silence transcurre en un salón de clases donde un maestro describe a los niños la “crueldad” de los comunistas. La escena explica la obsesión de los gánsteres de la primera película con “sacar la verdad al mundo” y demostrar que ellos eran los verdaderamente crueles. No toleran que el sadismo se atribuya a alguien más.
Si The act of killing apenas sugiere el rol de Estados Unidos en el genocidio del 65, The look of silence no deja dudas. “Hicimos esto porque América nos enseñó a odiar a los comunistas”, dice el jefe del escuadrón Río Serpiente, donde fue arrojado Ramli. De paso, pide que se les premie con un viaje a ese país.
Culpar al cine violento de Hollywood de los actos de un sociópata es reduccionista y miope. Aun así, el respaldo estadounidense y la manipulación ideológica documentados en The look of silence vuelven aún más inquietante la apropiación que hacen los gánsteres de arquetipos del cine de géneros. Como muestra, una escena: Anwar Congo montado a caballo, rodeado de otros cowboys. Su misión es violar a la “perra comunista” que interpreta el inefable Herman. Ya lo dijo antes Anwar: siempre quiso ser John Wayne. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.