Minority Report (2002), y Catch Me If You Can (2002) hacían pensar que, en adelante, Steven Spielberg se ocuparía de temas diferentes a los que habían caracterizado su obra hasta entonces, y que lo haría mediante estrategias también diferentes. Si bien las películas de marras dejaban entrever preocupaciones de orden moral e intereses sobre la filiación y la paternidad ventilados desde el thriller y el drama, el cambio y los riesgos nunca llegaron: desde siempre ha quedado claro que lo suyo, lo verdaderamente suyo, son las aventuras, el cine bélico… y el melodrama. Así lo prueban los dos largometrajes que estrenó el año anterior: The Adventures of Tintin y War Horse. La primera es una afortunada sucesión de peripecias protagonizadas por Tintin, el héroe de las historietas de Hergé; de la segunda puede decirse otro tanto. O casi.
La acción de War Horse inicia en bucólicos paisajes ingleses, en Devon. Por allá asistimos al parto de un potrillo que, tiempo después, es subastado y comprado a un precio exagerado por un granjero. Éste recibe la reprobación de su esposa, pero su hijo Albert se entusiasma y, para conservarlo, se ofrece a entrenarlo. Tiempo después el caballo, bautizado como Joey, va consiguiendo un espacio en la granja y en la comunidad, pero la mala fortuna de su dueño y la inminencia de la guerra –la primera guerra mundial– hacen inevitable su venta. Lo compra un militar, y entonces Joey va a la guerra, donde vive batallas de los dos lados y tiene una temporada feliz con unos lugareños. Albert, por su parte, luego de enterarse que el militar que lo compró ha muerto, se enlista y viaja al frente. Entonces, no sé por qué, Saving Private Ryan (1998) me vino a la mente.
Spielberg lleva a la pantalla un guión del británico Lee Hall (Billy Elliot) y el neozelandés Richard Curtis (Notting Hill) que se inspira en una novela del también británico Michael Morpurgo. El asunto emula, hasta cierto punto, las aventuras de la cinta de animación Spirit: Stallion of the Cimarron (2002) de Kelly Asbury y Lorna Cook: si bien es cierto que las historias son diferentes, así como el tiempo y el espacio en que transcurren, la amistad que surge entre el hombre y el equino condiciona el curso de los eventos y es el tema abordado en ambos casos. War Horse ofrece a Spielberg el pretexto para volver a los terrenos que tanto le gustan, los de la guerra. Y aunque la caballería que avanza con espada por delante y por la planicie no es la imagen más común para ilustrar la primera guerra mundial, el cineasta abre los episodios bélicos justamente con ésta; más adelante vendrán las trincheras, el lodo, las explosiones, el drama de soldados y caballos. El registro de la guerra es, otra vez, eficiente (el norteamericano confirma su habilidad para capturar la emoción de la acción): entre bombazos que explotan por aquí y por allá podemos hacernos más que una idea sobre el drama que se vive en el frente, con todo y que Spielberg apuesta excepcionalmente por tomar distancia de los protagonistas y filma más bien planos abiertos. En todo caso, lo mejor del registro con la cámara está en Joey, cuya inteligencia y sensibilidad es apoyada por emplazamientos provechosos, mientras su potencia es construida por medio de numerosos travels que son un verdadero portento. Gracias a esto se pueden pasar por alto algunos episodios que se mueven al borde de lo inverosímil, como el episodio en que Joey se ofrece a hacer el trabajo rudo que un congénere no puede hacer, o el regreso a prácticas que se antojan anacrónicas, como el hecho de que franceses y alemanes hablen en inglés.
Como el de Spirit, el caballo de War Horse pasa por el filtro de la antropomorfización (una práctica habitual para el cine de animación) y es un emblema de la dignidad. Pero aquí también encarna una metáfora y hasta una ironía: en algún momento, Joey queda atrapado en alambre de púas a medio camino entre las trincheras de alemanes y aliados; entonces es liberado por un soldado de cada bando: el equino hace posible el equipo entre los enemigos, el diálogo y la cooperación entre los que se enfrentaban minutos antes –y seguirán haciéndolo minutos después. Pasajes como éste son subrayados por la música de John Williams, que se deja escuchar, sin falta, apenas una situación alberga cierta emoción. La irrupción constante de la música y los acercamientos que la cámara hace a los personajes en los grandes momentos (y en los grandes días, pues Albert y los suyos consideran que hay días grandes en medio de días normales) a menudo se suman y así hacen presente la sensiblería que cabe en la tradición del melodrama y que se ve con frecuencia en el cine de Spielberg.
War Horse es una colorida fábula “a la antigüita” y en algunos momentos arroja dosis valiosas de emoción, pero no es una cinta particularmente extraordinaria. Si bien sigue el relato en tres actos, no consigue la progresión que caracteriza y se espera de esta estructura: entre las vicisitudes de Joey y las de los humanos, el relato se dispersa –y se alarga, pues las dos horas y media se sienten interminables–, y no se termina por desarrollar ninguno de los temas propuestos, como son, la sobrevivencia de uno y otros, la permanencia del nexo afectivo; menos aún hay una reflexión profunda sobre las contrariedades de la guerra. (Al final de una batalla el reguero de cadáveres de caballos y jinetes puede leerse como una condenación de la violencia, pero difícilmente se sostiene, pues como dice Wim Wenders, “una película de guerra siempre es una película a favor de la guerra”.) De igual forma no terminan de fundirse el tono realista con el que se presenta la guerra con el casi fantástico que se emplea para seguir a Joey: parecen varias películas unidas más por la voluntad que por la dramaturgia.