Rise of the Planet of the Apes

Sin ser una obra maestra, la cinta de Rupert Wyatt resulta una muy agradable sorpresa en esta temporada veraniega.
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Librémonos primero del asunto de si este texto contiene o no contiene spoilers. Todos los stills que aparecen aquí están tomados de tráilers de Rise of the Planet of the Apes (el 2 y el 3). Vale la pena ver el segundo, que es además una pieza de cinematografía emocionantísima.

Entonces –considerando que esto es una precuela y que, bueno, el planeta termina siendo de los simios–: ningún lector verá en este post nada que no haya visto ya en la publicidad de la película.

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Rise of the Planet of the Apestiene más problemas que virtudes pero acaso sus problemas son relativamente pequeños y sus virtudes –tres– muy grandes. El problema más serio: es una película roma. Es de una tibieza casi completa, de una corrección política y religiosa que impide cualquier asomo de mordacidad. Desaprovecha todas las oportunidades que tiene de cargarse de significados. Will Rodman (James Franco) encabeza un equipo de científicos genetistas y neurólogos en busca de una cura para el mal de Alzheimer. (El padre de Will padece esa enfermedad.) Se encuentran justo al borde de un gran salto gracias a experimentos practicados en simios, y la junta directiva y de financiamiento está casi firmando los cheques para la experimentación en humanos (“One shot is all I need!” dice Will, para que confiemos en que los escritores leyeron el manual Guión Hollywoodense I), cuando la simia que mejor ha respondido al tratamiento y muestra en sus ojos el brillo de la inteligencia humana –la llaman Bright Eyes– enloquece y muere a manos del personal. El proyecto se cancela y todos los especímenes del laboratorio son sacrificados. Salvo uno, el hijo de Bright Eyes: un bebé que nadie tiene el corazón de matar. Will adopta a ese changuito y lo llama César. Ese es el simio que, adulto hiperevolucionado, se alzará contra los humanos.

Ese resumen, creo, deja ver las oportunidades perdidas. Los antagonismos raciales en la supuesta “América post-racial” o la rapacidad de las farmacéuticas son asuntos que venían peladitos y en la boca para que la película les soltara la tarascada. Y no lo hace. (Podría descalificarse esta crítica con el argumento de que sólo podemos juzgar una película por lo que está en ella, no por lo que le falta. Tal vez, pero Rise se inserta intencionalmente en una pequeña y ceñidísima tradición, la de El planeta de los simios, no sólo como precuela sino con referencias internas –ejemplo: el nombre del propio chango protagónico–: es, por decisión propia, un elemento de un conjunto. Y ese conjunto sí incluye mordacidad o agudeza, cuando menos en el Planeta original de 1968, en Escape del planeta del 71 y en Conquista del planeta de 1972.)

Ese problema es macro. En pequeño hay otros: caminos que no llevan a ningún lado –el ominoso segundo simio, que se deslava para reaparecer, supongo, en la inevitable secuela–, intentos de muy entrecomillada “comedia” –¿por qué “traducir” con errores gramaticales el lenguaje de signos si orangután y chimpancé se entienden a la perfección?–, redundancias –¿es necesario que la novia de Will repita cosas como “This is wrong” o “Some things aren’t meant to be changed” si toda la película es una variación sobre ese asunto?–, personajes trazados con brocha gorda –el celador: caricatura de una caricatura…

Pero.

Hay tres virtudes en Rise que arrastran y casi obliteran los reparos. Primero: esta es probablemente la primera vez que el cine ha logrado enlazar a la perfección animación y acción de carne y hueso: no hay fisuras, no hay un hilo visible en el ensamble: simios y hombres son tan simios y hombres como en la vida real, salvo que en esta película ninguno de los simios –y probablemente algún ser humano: la belleza ambarina de Frieda Pinto bien podría pertenecer a la sobrehumanidad– “existe”: todos han sido creados a través de motion-capture y convertidos en CGI.

Segundo, y esto es casi una consecuencia de lo anterior: la actuación de Andy Serkis como César. Ningún chango, ningún perro, pocos humanos habían actuado así. Es una actuación cargada de matices. En un hermoso plano secuencia lo vemos recorrer su casa, y todo su cuerpo es información atlética. Aún “cachorro”, puede transmitir un raro gozo de estar vivo:

Luego, puede transmitir una tristeza muy humana –todos la padecemos: la de saber que somos incomprendidos, que el mundo nos es ajeno:

En su encarcelamiento, su mirada puede delatar la semilla de violencia que guarda en los recovecos de sí mismo. Nunca se habían visto cosas como estas:

Tercero: el director Rupert Wyatt tiene a la mano una riquísima paleta de recursos narrativos. Sabe plantar motivos y sabe después cosecharlos –el brillo en la mirada, por ejemplo, que aparece ya en la primera secuencia y da sus mejores recompensas al principio del alzamiento–. Sabe economizar. Los primeros minutos de la película están contados con envidiable rapidez: árboles, vuelo de pájaros, una persecución de unos segundos, un machete, ojos de changos capturados. Son dos o tres minutos que exigen nuestra atención y la recompensan instantánea, jugosamente. (Todo el primer “acto” de Rise es de una gran economía: 24 minutos 40 segundos, 374 tomas: cada toma, en promedio, 3.9 segundos; lo cual es decir bastante en estos días de cine que no puede concentrarse. La toma promedio en Battle: Los Angeles, ejemplo clarísimo de cine caótico, dura 1.8 segundos; en Colateral de Michael Mann, un tipo que sabe tomarse su tiempo, 2.15 segundos.) Hay elipsis que casi recuerdan a Orson Welles, como aquella en que sus amos llevan por primera vez a César al bosque y le sueltan la correa: en su ascenso a un árbol, en una sola toma giratoria (por cierto: una toma de 30.2 segundos), el simio cumple 2, 3, 4, 5 años de vida. Hay un sitio del Golden Gate para el que casi podría alcanzar el sobado adjetivo ‘épico’. (Repito: casi.) Hay sutilezas narrativas como extraídas de la primera madurez de los hermanos Coen; por ejemplo, la lluvia de hojas que cae de los árboles en una calle suburbana e indica el temible avance de un ejército de changos entre las copas:

Son indicaciones de que aún se puede filmar cine de acción sin recurrir a la cámara tembeleque, a los saltos de edición, al desenfoque, a la desorientación del cinema del caos. En el gran paisaje de la historia del cine no es mucho; en la historia reciente del blockbuster veraniego, es muchísimo.

Nota.Una pregunta –que conste: la duda es genuina– para quienes ya hayan visto la película. ¿Cómo le hace Jacobs, director de los laboratorios, para salir de esta broncota?

 

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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