Seinfeld: primer cuarto de siglo

A 25 años de su estreno, ¿en qué radica el éxito (la innovación) de Seinfeld? ¿Cuáles son sus mejores capítulos?
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Discusiones de diálogos rápidos y punchlines matizadas por la risueña actuación de Jerry Seinfeld, un tipo que en más de una escena y en más de un episodio parece a punto de reír a carcajadas con el material que le toca; la inabarcable neurosis de George Costanza —en el primer episodio se le ve polemizar ¡acerca de la conveniencia de abrocharse el botón superior de la camisa!—; la misandria de Elaine Benes, tan notable que hasta Buzzfeed la nombra como ejemplo a seguir; la locura de Cosmo Kramer y su rígido código de honor en torno a las más absolutas nimiedades. Detrás de ellos, otros genios que no acapararon tantos reflectores: Larry David —que ha dado otro aire a la sitcom con Curb Your Enthusiasm— y Larry Charles —posterior director de la memorable Borat—, además de un nutrido grupo de scriptwriters. Seinfeld es brillante por su innovación formal, cierto, pero también porque representa el arribo de una tradición heredera de la preocupación por los pequeños detalles y las cosas aparentemente intrascendentes de ensayistas como Montaigne y Chesterton. Si Montaigne se asumía como la propia materia de sus ensayos y Chesterton afirmaba que había comenzado a escribir un libro en torno a las cosas que había encontrado en su bolsillo, Seinfeld llevaba ese afán minucioso un pasito más allá: su comedia observacional le permitía encontrar temas presumiblemente nimios (devolver o no el cambio, desayunar esto o lo otro, las rebajas de ropa, la comida de los aviones, etc.) y observarlos de frente sin pestañear. De ese duelo de miradas solo podía emerger la comedia cáustica que el equipo se encargó de traducir en nueve temporadas, 180 episodios que marcaron de forma definitiva eso que llamamos cultura.

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El piloto de Seinfeld, emitido el 5 de julio de 1989, no daba para creer que ese sería un gran programa de televisión. Casi lo contrario, la primera emisión, aunque fue un éxito de rating, muestra claramente a una serie de actores que todavía no se asientan, incómodos con su nueva piel. Poco a poco, Seinfeld escaló hacia la cima de las comedias televisivas. Pero incluso en los primeros cinco capítulos que componen esa temporada inicial, apegados a la estricta convencionalidad de las sitcoms gringas, se apuntaba una de las mayores virtudes de Seinfeld: su atención a la minucia. Es probable que nunca en la historia de la televisión se hubiera visto un programa menos interesado en los “grandes temas”. O mejor aún: nunca se había visto un programa más preocupado en las pequeñas neurosis del acontecer diario.

La segunda temporada marcó el inicio del ascenso de Seinfeld. Allí está en ‘The Baby Shower’ (T02E10) una escena de humor en la que un género convive con otro en la misma escena; un alto octanaje de referencialidad pop que es Tarantino antes de que Tarantino estuviera de moda; un contraste de tonos: policíaco y cómico. Después de ver la escena, casi es mejor decir que Seinfeld no es tarantiniano: Tarantino es seinfeldiano:

En la segunda temporada también está ‘The Chinese Restaurant’ (T02E11), uno de los ejemplos más logrados del llamado bottle episode; un experimento que encerró a Jerry, George y Elaine en la sala de espera de un restaurante chino durante los veintitantos minutos de su duración. No está de más decir que este tipo de episodios son un reto mayor para un escritor de comedia, pero Larry David y Jerry Seinfeld —guionistas del capítulo— salieron adelante con mención honorífica: es casi imposible no soltar la carcajada en algún momento.

De allí en adelante, Seinfeld se enrachó en una carrera de enloquecidas apuestas formales. Un ejemplo que es casi una reescritura y consecuente mejora del gag policíaco de ‘The Baby Shower’ es ‘The Library’ (T03E05), en el que un libro que no ha sido regresado a la biblioteca desencadena una investigación a manos del teniente Bookman, encarnado por el tough guy Philip Baker Hall. El teniente Bookman, encargado de las investigaciones de la biblioteca, investiga a Jerry Seinfeld y lo somete a un interrogatorio. El genio está en el contraste de ambos tonos: mientras que Jerry está en su papel acostumbrado, Baker Hall encarna a un detective que no desentonaría en una novela de Dashiell Hammett o en un noir protagonizado por Humphrey Bogart. Chequen nomás la finura de la línea “1971, that was my first year on the job. Bad year for libraries. Bad year for America.”

Esta descocada carrera alcanzó su punto más alto en la cuarta temporada. Comenzando con la solicitud de unos ejecutivos de la NBC a Jerry Seinfeld para escribir una serie televisiva, un arco narrativo que abarcaría toda la temporada —una rareza para la sitcom tradicional—, atravesando por constantes autorreferencias y desplantes metaficticios —otra rareza— hasta llegar a unos delirantes capítulos en los que Seinfeld parece decidida a reírse con encarnizada corrosión de todo lo que se le pusiera enfrente. En esta temporada están ‘The Cheever Letters’, un episodio que aprovecha el descubrimiento de la bisexualidad de John Cheever, públicamente desconocida hasta después de su muerte para elaborar un gag hilado al incendio de una cabaña en el capítulo anterior, ‘The Bubble Boy’. Todo se quema en la cabaña, menos una caja de metal que contiene, oh sorpresa de sorpresas, una serie de cartas entre Henry, el padre de Susan, novia de George, ¡y John Cheever! Ante el descubrimiento, su hijo lo increpa:“Dad! Dad, you and… John Cheever!?”; “Yes! Yes! And he was the most wonderful person I’ve ever known, and I love him deeply… in a way you could never understand!” Pero para qué se las cuento: mejor véanla ustedes mismos:

Y bueno: allí está ‘The Outing’ (T04E17) —un saludo y una burla a los clichés en torno a la homosexualidad, con  esa punzante frase que bien podría encarnar a los prejuicios conservaduristas de hoy y siempre: “… not that there's anything wrong with that”—; allí también encontramos ‘The Contest’ (T04E11), ese gozoso festejo del onanismo; ‘The Opera’ (T04E09), una inquietante conclusión con espíritu de thriller a la trama del maníaco homicida y casi violador Joe Davola. Lo diré sin más rodeos: la cuarta temporada de Seinfeld es uno de los puntos más altos de la historia de la televisión.

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En estos 25 años, Seinfeld ha engendrado múltiples hijos. Community, Curb Your Enthusiasm, Girls y Louie son quizá los más destacados—y también los que mejor han logrado expandir hasta reventar la influencia del programa original, adoptando desde el motif del chiste hasta la verborrea de sus protagonistas, pasando por la neurosis y la misantropía—, pero no se puede omitir que la estela de Seinfeld alcanzó incluso a los programas más inesperados: sin su existencia, es imposible concebir el humor de The Big Bang Theory, Two and a Half Men o Two Broke Girls. Hasta la sitcom más insípida echa mano del humor cáustico de Seinfeld, que nos enseñó —a diferencia de la melcocha imposible de, por ejemplo, The Cosby Show— que un grupo de seres humanos es perfectamente capaz de odiarse y convivir al mismo tiempo. Habrá quien acuse a Seinfeld de sostener un humor del bullying; de enarbolar a la superficialidad y al individualismo. Y sí: es cierto. Los protagonistas de Seinfeld son odiosos, con sus prejuicios y sus egoísmos y su incapacidad de aprender (resumida en el mandamiento de Larry David para la serie: “No hugging, no learning”), pero eso es —precisamente eso y no otra cosa— lo que los acerca a nosotros, lo que nos permite mirar a George Costanza volverse loco porque alguien no respeta su lugar en la fila y entender su locura, hallarnos en ella. Y reír a carcajadas: a fin de cuentas, es divertido porque es verdad. ~

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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