Escena de Slow Horses.

Su nombre no es Bond

La miniserie Slow Horses es el afortunado encuentro de una comedia de costumbres en el mejor estilo inglés con una intrincada historia de espionaje que no desmerece frente a algunas novelas de John le Carré.
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A Jackson Lamb lo despierta un ruido hueco y prolongado. Está durmiendo la mona en el cochambroso sofá que se encuentra en el mal iluminado cuchitril que es su oficina: restos de comida por todas partes, carpetas abiertas, paredes que se ven pegajosas, un vaso al que todavía le quedan unos sorbos del whisky baratón con el que seguramente perdió el conocimiento la noche de ayer. Pero Lamb todavía tiene reflejos: se levanta rápidamente, aunque de inmediato se da cuenta que no pasa nada. El ruido que lo despertó es el monumental pedo que acaba de expulsar. Tal vez debe bajarle al curry.

Esta es la singular presentación de Jackson Lamb (Gary Oldman, nada menos), el inusual protagonista de Slow Horses (Reino Unido – E.U., 2022), la formidable miniserie televisiva cuyos seis episodios se encuentran disponibles en Apple TV+. Basada fielmente en la homónima novela de espionaje del prolífico escritor británico Mick Herron y realizada con prestancia formal por el veterano director televisivo James Hawes (quien ha dirigido antes episodios de Dr. Who, Black Mirror y Snowpiercer, entre otros), Slow Horses es el afortunado encuentro de una mordaz comedia de costumbres en el mejor estilo inglés con una intrincada historia de espionaje y contraespionaje que no desmerece frente a su inalcanzable modelo, las clásicas novelas de la serie de George Smiley de John le Carré.

Lamb es el amo y señor de La Ciénega, una suerte de vergonzoso limbo al que son enviados los agentes del MI5 –el legendario servicio británico de inteligencia– que han cometido un error. O, para decirlo en el profano lenguaje con el que se comunica Lamb, todos están ahí porque la han cagado y en serio: uno se atrevió a acostarse con la esposa del embajador de Venezuela al que se supone que debía espiar, otro olvidó en el metro un sobre que decía “ultrasecreto”, aquella fue la esposa de un agente que se suicidó en condiciones harto sospechosas, aquel de allá es un tipejo insoportable incapaz de hacer equipo con alguien. El más reciente y joven de todos, River Cartwright (Jack Lowden), acaba de ser enviado a ese refugio de “perdedores, inadaptados y borrachos” –como dice la canción que Mick Jagger escribió para la serie– porque no pudo detener a un terrorista que hizo explotar una bomba en una estación de trenes, provocando la muerte de decenas de personas. Aunque, en realidad, no fue exactamente así: el fracaso fue solo en una simulación y nadie perdió la vida de verdad. De todas formas, el muchacho demostró que no está preparado para tareas importantes, así que, aun cuando él jura y perjura que no se equivocó y que alguien le puso una trampa, ha terminado ahí, en La Ciénaga, revisando la basura que tira cierto periodista de ultraderecha, sin que nadie le diga siquiera qué debe estar buscando.

De improviso, todo cambia para esa runfla de fracasados: un estudiante musulmán ha sido secuestrado por un grupo clandestino que se hace llamar Los hijos de Albión, que amenaza con cortarle la cabeza en vivo y en directo en represalia por la “invasión” que Gran Bretaña está sufriendo de parte de todos los miembros de Al Qaeda, ISIS, similares y conexos que pululan por las calles de Londres. No importa que el muchacho secuestrado sea, en realidad, británico de nacimiento y que no tenga nada que ver con ningún grupo extremista. Ha sido elegido, al azar, para fungir como escarmiento.

El asunto es que, en realidad, no ha habido nada de azaroso en el plagio de ese muchacho, y Lamb de inmediato se da cuenta. Porque el tipo podrá quedarse dormido en su automóvil, se pedorreará desvergonzadamente, beberá litros de alcohol y seguramente no se habrá bañado en días, pero es un espía hecho y derecho. Lamb se formó en los estertores de la Guerra Fría, estuvo prisionero en la Alemania comunista, sabe lo que se tiene que hacer y está dispuesto a hacerlo. No, no se parece al mítico Bond, James Bond, ni de lejos. Pero sí un poco al George Smiley de Le Carré: en todo caso, a un Smiley sucio, desgarbado y abotagado. O sea, como si el Smiley que encarnara el propio Gary Oldman en la obra maestra El espía que sabía demasiado (Alfredson, 2011) hubiera terminado realmente muy mal. ¿O será muy bien?

El guion de la serie televisiva, escrito por el especialista Will Smith (nada que ver con el actor de las cachetadas), alterna a la perfección la seriedad del caso que deben resolver Lamb y sus pobrediablescos subalternos con una regocijante construcción de personajes que se comunican entre ellos a través de elaborados y desternillantes insultos. El emocionante thriller de espionaje perfectamente construido se cruza con una inspirada comedia de comportamientos y costumbres, de tal forma que la emoción de descubrir cada nueva vuelta de tuerca se topa con la carcajada provocada por cada torpeza, tontería o barbajanada de Lamb. El equilibrio logrado es notable: la serie mantiene la tensión todo el tiempo y cuando quiere hacer reír da en el blanco.

A lo largo de Slow Horses se cita, en más de una ocasión, a John le Carré. Es inevitable, no solo por la temática de la que abreva la serie televisiva, sino porque algo del escepticismo que permea en las novelas protagonizadas por George Smiley se ha colado en esta primera historia de Jackson Lamb y sus perdedores. El peor enemigo de la Corona británica no está ahí afuera, porque aquel da la cara y juega con las mismas reglas. El enemigo verdadero suele estar muy cerca y, por lo mismo, es el más peligroso. George Smiley lo aprendió en carne propia. Y ni se diga Jackson Lamb que, con todo y su impresentable facha, está más que listo para lo que siga. Por lo pronto, para la segunda temporada de Slow Horses que, de hecho, ya fue filmada. Esperemos que Gary Oldman no se canse, porque Mick Herron lleva escritas nueve novelas de Jackson Lamb. Pocos fracasados han tenido tanto éxito.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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