Tapie: uno entre millones

La miniserie biográfica narra la construcción y posterior derrumbe del mito de Bernard Tapie, un polémico empresario y político francés.
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En el episodio final de Tapie (Francia, 2023), miniserie de siete capítulos disponible en Netflix desde hace unas semanas, el Bernard Tapie del título (energético y vigoroso Laurent Laffite, actor de la Comedie Francaise) está sentado frente a un pequeño e insignificante burócrata. Se trata del fiscal Eric de Montgolfier (David Talbot) que ha abierto una investigación sobre Tapie, acusado de haber arreglado el juego de la final de la Copa francesa 1993, entre el Olympique de Marsella, el equipo del que era  presidente y dueño, y el Valenciennes FC, su modesto contrincante. No es que Tapie le tuviera miedo al Valenciennes, sino que después de este encuentro tenía que jugar la final de la Champions contra el Milán y no quería arriesgarse a que algunos de sus titulares jugaran lastimados y perder la oportunidad de ganar, por vez primera en la historia del club y de Marsella, la Copa Europea de Naciones. Entonces, como dijeran en mi rancho, “más seguro, más amarrado”: una llamada telefónica días antes del juego, el ofrecimiento de 250 mil francos a ciertos jugadores clave y santo remedio. Con una pequeña transacción de por medio, el Olympique de Marsella pudo ganar el campeonato nacional y la Champions con unos días de distancia, convirtiendo al ya de por sí famoso empresario y celebridad nacional Bernard Tapie en una auténtica leyenda.

Todo esto que he descrito lo sabe el espectador, pero también lo sabe el tranquilo fiscal De Montgolfier, por más que finja distracción u olvido, cual si fuera la versión francesa de Columbo. Tapie, que sabe que uno de los jugadores sobornados, el defensor Jacques Glassmann, fue quien levantó la denuncia, ha decidido arriesgarse y meterse a la boca del lobo: visita motu proprio al fiscal, convencido de que su sola presencia, su apostura, su carisma, su seguridad, serán suficientes para que ese desconocido funcionario del Estado francés se desista de seguir la investigación. De Montgolfier lo recibe amablemente, lo invita a sentarse en su modesta oficina a media luz, prende un cigarrillo y se dispone a escuchar y, si se lo permite el visitante, a tomar unas cuantas notas. Tapie no lo sabe, pero sí lo sabemos nosotros: ese dizque apocado fiscal de buenas maneras y sonrisa tímida es un silenciosa cobra a punto de atacar y Tapie, cegado por su arrogancia y desmesura –por su hibris, dijeran los griegos– está a punto de autodestruirse. Cuando Tapie se da cuenta de que ha caído en la trampa que él mismo ha construido, es demasiado tarde: ya no puede salir de ella.

En la desesperación y sabiéndose derrotado, el Tapie de Laurent Laffite alcanza a justificarse de manera apasionada. El guion supervisado por los creadores de la miniserie, Olivier Demanguel y Tistan Séguéla, le permite a su fascinante protagonista, tan admirable como repelente, articular sus razones. Él es hijo de un modesto obrero de clase media –sin apellido elegante, sin conexiones importantes, sin títulos universitarios– que no debería haber triunfado. Él es una auténtica anomalía: alguien como él, de su extracción social, con su apellido y su modesto origen, tiene una entre mil probabilidades de asistir a una universidad, una entre cien mil de ser dueño de una empresa, una en un millón de dedicarse a la política, ¡una en veinte o cincuenta millones de ser ministro del gabinete! Y él ha sido todo eso y más, a pesar de que gente tan pequeñita como ese fiscal lo haya intentado detener una y otra vez. Sí, puede ser que haya violado la ley por aquí y por allá pero, ¿no hacen lo mismo o cosas peores los que van a la Sorbona, los que nacieron en sábanas de seda, los que se pasan el fin de semana cazando aves en sus castillos, los que gobiernan desde el Palacio del Elíseo?

La defensa de Tapie resulta convincente y genuinamente emotiva, hasta que uno se acuerda que está viendo el capítulo final de una serie que inició con el protagonista entrando en la cárcel, en 1997. Y por más que el espectador quiera darle la razón al empresario en desgracia, lo cierto es que desde el primer episodio hemos visto el tipo de persona que es Tapie: un hombre proveniente de los márgenes de la sociedad que no puede ni quiere resignarse al papel que le ha tocado, lo que significa, por un lado, poseer una auténtica visión de negocios, pero también una ambición tan desmedida que está dispuesto a hacer todo lo que sea posible para ganar, sin importar quién se cruce en el camino.

Esta acezante miniserie, dirigida eficazmente y hasta con cierta elegancia (¡esa larga secuencia ya descrita entre Tapie y el fiscal!) por uno de sus creadores, Tristan Séguéla, nos presenta la inevitable crónica de un derrumbe anunciado. Después del prólogo, ubicado en el vergonzoso final de su impresionante carrera empresarial, cuando Tapie fue enviado a la cárcel a purgar una condena de ocho meses de prisión, vemos a Laurent Laffite interpretar a un joven cantante que, a pesar de ganar un concurso de aficionados, tiene que ver cómo uno de los derrotados por él sí logra convertirse en un artista famoso, mientras él tiene que mantenerse vendiendo televisores de casa en casa. Sin embargo, desde ese primer episodio, es evidente que Tapie no puede aceptar un “no” y tampoco puede admitir una derrota. En un golpe de audacia, le vende una idea completamente absurda –crear una tienda de electrodomésticos en la que solo puedes entrar pagando una suscripción– a un oleaginoso empresario, Marcel Loiseau (espléndido Fabrice Luchini), de cuya guapísima secretaria, Dominique (Joséphine Japy), termina enamorándose.

El posterior rompimiento con Loiseau, que desembocará en tribunales y en la prohibición para Tapie de poseer cualquier empresa, podría haber sido el fin para cualquier otro individuo, pero no para alguien con la voluntad de supervivencia y el ego de nuestro protagonista, quien en los siguientes años, de la mano de su cerebral y fiel pareja Dominique, se haría de una modesta empresa editorial en quiebra a la cual rescataría del desahucio para, después, pasar a otros negocios mucho más grandes –la adquisición de Adidas y luego del Olympique de Marsella–, convertirse en el conductor de un exitoso programa televisivo de emprendimiento cual Donald Trump francés (no The Apprentice sino Ambitions), llamar la atención del mismísimo Francois Miterrand, quien lo invita a ser ministro de su gabinete, y hasta abrigar el sueño, ¿por qué no?, de ser presidente de la República francesa algún día. Para él, su ambición y su fuerza de voluntad, no hay imposibles.

Hace unas líneas mencioné a Donald Trump, aunque, a decir verdad, el Tapie de esta serie televisiva no se parece tanto al caligulesco político y empresario estadounidense sino a otro personaje, más o menos ficticio: el Charles Foster Kane de Orson Welles en su obra cumbre Ciudadano Kane (1940). Queda la impresión, de hecho, de que Tapie hace todo lo que hace no tanto para tener dinero –aunque se ve que lo disfruta y hasta lo presume– ni poder, sino para ser admirado. Como lo dice el título del episodio final (“Love me, please love me”), Tapie no deseaba otra cosa más que ser querido. Durante mucho tiempo lo logró, primero en su efímero paso por el gobierno de Miterrand y, después, con su desbordada aventura como el dueño de un equipo con mucha tradición, pero con pocos triunfos, como el Marsella.

La tragedia final de Tapie, como la de Charles Foster Kane, es que sí hay algo que le interesa más que ser querido: es la figura en la que se transformó, el mito en el que se ha convertido. Dicho de otra manera: él no nació siendo Bernard Tapie, sino que se convirtió en él. No hay nadie en el mundo al que ame más que a él mismo. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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