Fargo, más que un remix

Fargo, la serie, trasciende las texturas y situaciones de la película original para crear un trabajo con personalidad propia.
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El 24 de marzo de 1997 se celebró la edición número 69 de la entrega de los premios Oscar. La cinta ganadora en las dos categorías principales –película del año y mejor director– fue El paciente inglés, el melodrama dirigido por Anthony Minghella que, hasta hace algunos años, era un ejemplo emblemático de las cintas que solían arrasar en esta clase de ceremonias: una superproducción de época basada en un texto de celebrado valor literario (el libro homónimo de Michael Ondaatje, en este caso) cuyos vastos recursos estaban al servicio de una historia épica, romántica y un tanto convencional. Es el equivalente anglosajón del “cinéma de qualité”, término utilizado despectivamente a mediados del siglo pasado por los directores de la nueva ola francesa para contraponer la cinematografía impersonal del statu quo francés con la idea de que el realizador debe imponer un estilo que permita identificar su obra de manera similar a la que un lector reconoce al autor de una novela. 

La competidora más cercana a El paciente inglés en la terna de mejor película era Fargo, pieza producida, escrita y dirigida por los hermanos Ethan y Joel Coen, quienes obtuvieron ese año el Oscar a mejor guion original. Situada en la vecindad de poblaciones que rodean a la ciudad de Fargo, Dakota del Norte, la historia cuenta las desventuras de un endeudado vendedor de automóviles que contrata a dos matones para secuestrar a su esposa con el fin de que el suegro pague el rescate. El plan: liberar a la cónyuge, repartir el dinero y escapar de la quiebra económica. Todo deriva en un baño de sangre que capta la atención de la agente Marge Gunderson, interpretada por Frances McDormand, quien también ganó un Oscar como mejor actriz principal. 

Si bien ya eran considerados como cineastas mayores por la comunidad fílmica internacional (Barton Fink ganó la Palma de oro en el festival de Cannes de 1991), Fargo consagró a los Coen en la cultura popular. No solo fue el éxito económico que los introdujo al llamado gran público, sino que destiló sus temas autorales en una accesible alegoría moral sobre el estado de las cosas en la Unión Americana. Vista a la distancia, Fargo constituye el centro neurálgico del universo Coen: el punto de encuentro entre la violencia noir de Simplemente sangre, Millers crossing y No es país para viejos; el delirio cómico de Educando a Arizona y The big Lebowsky; la angustia existencial de Barton Fink, The man who wasn’t there, A serious man e Inside Llewin Davis, y la referencialidad genérica de The Hudsucker proxy, True grit y ¡Ave César!     

El lugar común es considerar a Fargo como la obra más realista y contenida de los Coen. La percepción no es del todo acertada. Ciertamente los realizadores buscan plantear un sentido de “realidad” desde el primer segundo, cuando antes de los créditos iniciales nos informan que estamos a punto de ver una historia totalmente basada en hechos verídicos.

Acto seguido, observamos una autopista nevada y solitaria, la antítesis orgánica de los sets opulentos y “artificiales” de The Hudsucker proxy, su cinta anterior.

 

Todo, desde luego, es un truco. Como lo han confesado los hermanos en numerosas ocasiones, nada de lo que vemos sucedió en la vida factual. Para los Coen, la “realidad” es un género más, una opción estética para predisponer al espectador a mirar de una manera más crédula el drama moral de los personajes. La fotografía es más “realista”, en efecto, pero no menos elaborada que la de Millers Crossing o Educando a Arizona; simplemente estamos frente a una estilización anclada en los terrenos de la cotidianidad, y no en la subversión de los géneros fílmicos explorados en películas previas. La crítica utiliza términos como “cálida” y “sincera” cuando describe Fargo. Puede ser, pero no por las razones que piensan necesariamente. 

Ávidos de explotar el éxito comercial de Fargo, los ejecutivos de MGM desarrollaron en 1997 un piloto para la televisión estelarizado por Eddie Falco y dirigido por Kathy Bates. El resultado nunca se transmitió de forma oficial. En 2014, bajo la coordinación de Noah Hawley, actual showrunner de Legión y autor de las novelas A conspiracy of tall men y The punch, la cadena FX estrenó un segundo intento por expandir el mundo creado por los Coen en las pantallas domésticas. 

Fargo, la serie, está estructurada en tres temporadas de diez capítulos cada una. La primera temporada relata las peripecias de Lester Nygaard, un tímido vendedor de seguros que asesina a su esposa y libera su lado salvaje auxiliado por la influencia del psicópata criminal Lorne Malvo (Billy Bob Thornton); la segunda, ambientada en 1979, gira en torno al enfrentamiento del clan criminal de los Gerhardt con una mafia proveniente de Kansas que desea arrebatarles el control de la región, lo que desencadena una serie de masacres en las que termina involucrado un matrimonio compuesto por una estilista y un carnicero; la tercera narra el encono entre dos hermanos gemelos, Emmit y Ray (Ewan McGregor al cuadrado), cuyas pugnas son eclipsadas por la llegada de un oscuro cartel financiero que altera dramáticamente sus vidas. 

Cada historia puede ser vista de manera independiente, si bien algunas situaciones y personajes son referenciados de una temporada a otra, lo que constituye una fuente de goce para el espectador atento. Incluso el entierro del dinero en la nieve, un evento de la película realizado por el personaje de Steve Buscemi, es citado en la primera temporada como un factor toral en el éxito económico de Stavros Milos, el dueño de una cadena de supermercados que acaba siendo exprimido por Malvo. 

 

Las tres temporadas juegan con el concepto del crimen como catalizador para convertirse en alguien más y escapar de una existencia castrante: Lester, interpretado con camaleónica pusilanimidad por Martin Freeman, es liberado por Malvo para transformarse en el vendedor de seguros que siempre soñó; el homicidio involuntario perpetrado por Peggy Blumquist (Kirsten Dunst) le abre una oportunidad para huir del pueblo y manipular a su esposo para mudarse a California, el lugar de sus sueños; Ray y su novia Nikki Swango (Mary Elizabeth Winstead, sorprendente) intentan estafar a Emmit para consagrase como campeones de bridge, y Thadeus Mobley se transforma en Ennis Stussy tras asesinar al productor de Hollywood que le roba el dinero ganado por The planet wyh, la novela de ciencia ficción que refleja el tono existencialista de la tercera temporada. 

La contraparte de estos oportunistas son algunos policías locales que, al igual que Marge Gunderson en la cinta original, detentan una integridad moral indestructible. A diferencia de los delincuentes, estos personajes engañosamente simples asumen el sufrimiento cotidiano con valor y ternura, sea sexismo (todas las oficiales en los precintos de Fargo son minimizadas por su condición femenina), cáncer (la familia Solverson), divorcio (Gloria Burgle) o simplemente la mala suerte de encontrarse en el lugar y hora equivocados (Gus Grimly). 

 

Las tres temporadas también presenta a seres malignos de naturaleza casi mítica, descendientes virtuales de Anton Chigurh, la fuerza oscura de No es país para viejos, cuya letalidad sólo palidece frente a la peste bubónica. El más memorable es V.M. Varga, un monstruo financiero que opera como un virus a través de inversiones de private equity. Una vez que infecta una empresa, la exprime hasta la quiebra mediante la contratación de deudas millonarias que posteriormente utiliza para darle jugosos bonos a todos los involucrados. Bulímico y repugnante, Varga goza de maltratar sus dientes y usa trajes de 200 dólares para no llamar la atención. La interpretación de David Thewlis (Anomalisa, Naked) es antológica; sin duda uno de los villanos más diabólicos en la historia de la televisión. El problema con el mundo no es que exista el mal, sino que existan buenas personas que permitan contrastar ambos lados. Si solo existiera la oscuridad, sostiene Varga, a nadie le importaría un carajo lo que hagan los demás.

Con frecuencia se señala que una de las limitaciones de la televisión es la carencia de ambición cinematográfica, es decir, el aparente desinterés por generar esplendor visual y atmósferas que vayan más allá de la trama y el diálogo. A estas alturas, apuntar que la televisión es un medio donde “el escritor es rey” es un cliché inevitable cuando se habla de las series de este siglo. Si bien las tres temporadas cuentan con numerosos directores, Fargo se distingue por una palmaria consistencia cinematográfica: rechazo al uso del steadicam, edición pausada y contundente, lentes de objetivo gran angular (21,29 y 44 milímetros) y un esmerado detalle en la creación de espacios, lo que redunda en un rechazo casi total a las tomas cerradas que son la moneda común del grueso de la narrativa audiovisual reciente.  

A partir de la estética y el tono de Fargo, la película, Hawley no solo hace suyas texturas y situaciones de toda la filmografía Coen, sino que las expande y trasciende para crear un trabajo con personalidad propia. Es cierto que los hermanos Coen aparecen en los créditos como productores ejecutivos –un gesto de respeto parecido al que Stan Lee recibe en las películas de Marvel–, pero las tres temporadas de Fargo conforman una obra que los críticos de Cahiers du cinéma, posteriores artífices de la nueva ola francesa, no habrían dudado en calificar como idiosincrática y autoral, así Hawley solo dirija un par de capítulos y habite un universo inventado por alguien más. Parafraseando a Jean Luc Godard, “lo que importa no es el lugar del que tomas las cosas, sino hacia dónde las lleves”. Sólo cabe esperar que la cuarta temporada, cuyo estreno está contemplado para 2020, continúe en las coordenadas delineadas por ese espíritu.

*Las tres temporadas de Fargo están disponibles en Netflix.

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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