The Pacific

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The Pacific, miniserie sobre la cruenta guerra del Pacífico entre Estados Unidos y Japón, se une a la larga lista de obras norteamericanas bienintencionadas sobre el mayor y más brutal enfrentamiento bélico de la historia. Si ordenáramos nuestro estante de DVDs por tono y no por tema, tendríamos que ponerla al lado de Saving Private Ryan, Schindler´s list, Band of brothers, Letters from Iwo Jima e, inclusive, The thin red line. No sería coincidencia: cuatro de esos cinco títulos tienen algo esencial en común con The Pacific: fueron producidos –o dirigidos- por Steven Spielberg, el niño prodigio del cine hollywoodense que creció para convertirse en una especie de historiador fílmico, un director que siente una devoción especial no solo por proyectos de ciencia ficción y fantasía (E.T., Close encounters of the third kind) sino por eventos que condensan grandes dilemas (ver: Munich, Amistad, el biopic de Abraham Lincoln con Daniel Day Lewis). El sello de Spielberg en estos proyectos es ineludible: una fascinación con el gore que resulta disonante con su faceta como director de Indiana Jones, mezclada con la intención de darle rostro y alma a ambos lados del conflicto. Ahí está Munich, con su tibio discurso en contra del sionismo y sus escenas de brutales asesinatos con coreografía de ballet; ahí está Saving Private Ryan: su vorágine de balas, sangre y extremidades amputadas enmarcando una historia de sentimentalismo casi pueril; y, finalmente, está The Pacific: una serie igualmente escindida entre las intenciones loables y melosas de su productor y una atención casi obscena a lo grotesco de la guerra.

The Pacific sigue a tres marines: el enigmático y sensible Robert Leckie (James Badge Dale), el idealista e ingenuo Eugene Sledge (Joseph Mazzello), y el estoico y apuesto John Basilone (Jon Seda). Leckie y Basilone son parte del primer pelotón en ser enviado a la guerra; Sledge, debido a un problema en el corazón, es incapaz de enlistarse y debe esperar en su casa en Mobile, Alabama. La serie abre con la llegada a Guadalcanal, donde Basilone se distingue por su comportamiento heroico y, tras ser premiado con la medalla de honor, es dado de baja y enviado de vuelta a Estados Unidos. Leckie se queda en el Pacífico: visita Melbourne, donde se enamora de una chica de origen griego, en una historia que le permite a Spielberg decir que no solo los norteamericanos están muriendo en la guerra; se somete al tedio interminable de la espera en la isla de Pavuvu: una roca repleta de moscos y lluvia que no cesa; y, finalmente, forma parte de la batalla de Peleliu. Mientras tanto, Sledge logra enlistarse y, de su mano, visitamos Okinawa.

La estructura, como tal, es de una simpleza magnífica. A través de los tres marines conocemos las grandes batallas y vemos cómo es percibida la guerra, no sólo en el Pacífico, sino en los Estados Unidos. Las escenas de guerra son, como en Saving Private Ryan, implacables: un coctel sangriento de cuerpos descuartizados, lodo, tanques y trincheras. Las escenas que se llevan a cabo afuera del campo de batalla son, en su mayoría, sutiles y elegantes; sirven como pequeños indicadores del descenso moral del que son víctimas los marines en la guerra.

No obstante, a pesar de sus virtudes, The Pacific se siente como un ejercicio estéril y, por momentos, innecesario. A Spielberg siempre le ha interesado registrar cómo la violencia derruye el talante moral de una persona, pero lo ha hecho de manera más escueta y mejor, principalmente en Munich, una cinta que, a pesar de su ideología difusa, funciona a la perfección como una polaroid del instante en el que un hombre bueno extravía su inocencia. The Pacific es menos potente en este registro, en gran medida debido a que, en vez de tener a Eric Bana como conducto, tiene a tres actores que, con excepción de Mazzello, no logran transmitir la manera como la guerra perfora sus almas. Badge Dale es un actor carismático y económico, pero con un arsenal histriónico reducido. Su personaje ve a las mujeres, a sus compañeros vivos y a sus compañeros muertos con la misma mirada y el mismo gesto. Y la elección de Jon Seda como Basilone es un auténtico misterio. Pocas veces he visto –en televisión o en el cine- a un actor más acartonado, más incómodo frente a la cámara. Su actuación tiene el poder expresivo de un mueble o una piedra: falla cuando quiere seducir, tropieza cuando quiere conmover, se queda corta cuando pretende llevar en hombros la supuesta heroicidad de su personaje. No hay una sola escena en la que la interpretación de Seda no parezca digna de telenovela. Esto es una pena, en gran medida, porque Basilone es el personaje más complicado de los tres: con un deber a la patria que resulta anacrónico (y, desde mi punto de vista, prácticamente inmoral) y un carácter inescrutable. De los tres protagonistas, es él el que decide regresar a la guerra por su propia volición, a pesar de estar casado. Seda podría haber llenado de matices la decisión de Basilone de volver. Más que héroe, lo podría haber convertido en víctima: un hombre que no tolera la normalidad de su vida en Estados Unidos porque está acostumbrado al aquelarre de la guerra, que, a un océano de distancia, no para de imantarlo. Desgraciadamente, aquí no hay matices. Basilone es, por lo tanto, el eslabón más débil de The Pacific. Un hombre de principios enredados, interpretado con toda la solvencia histriónica de una tabla de madera, y registrado con el ojo parcial de un chovinismo que, para alguien que no es norteamericano, resulta francamente deleznable.

Queda, entonces, Mazzello como Sledge para salvar la serie. Y el joven actor, que empezó su carrera en cintas de los noventa como Jurassic park y Radio flyer, lo logra con creces. Tal y cómo lo interpreta Mazzello, Sledge es un chico inocente sin ser entrañable, infantil sin ser cálido, miedoso sin ser pusilánime. Cuando deja a Basilone y a Leckie y se centra en su personaje, The Pacific verdaderamente despega. Sobre todo resulta memorable el penúltimo capítulo, en el que Sledge y su pelotón (que incluye al extraordinario Rami Malek como Snafu), se quedan varados en el infierno de Okinawa. Rodeados de un ejército entremezclado con civiles, atacados por su propia fuerza aérea, con la ayuda de marines novatos y sin experiencia, el pelotón hace lo que puede para hacerle frente al embate de la lluvia, los cadáveres descompuestos, la enfermedad y el incesante fuego enemigo. Y es al final de este capítulo, en una escena desgarradora entre Sledge y una japonesa moribunda, donde la serie alcanza su cenit. Liberada de discursos nacionalistas, de intentos flojos para explicar la psique del soldado japonés, lejos de las balas, la escena es, a pesar de que no tiene un solo diálogo, elocuencia pura: el caos y el sinsentido de la guerra condensados en tres dolorosos minutos.

No obstante, tres minutos no justifican ver una serie de casi nueve horas de duración. No sé qué se gana o se pierde con volver a visitar este momento histórico; ni entiendo, tampoco, cuál es la fascinación que tiene Spielberg con adoptar el papel del Último Gran Cronista de la Historia Moderna. No hay nada en esta miniserie que The thin red line no haya dicho hace más de diez años. Y, a diferencia de Spielberg, Malick lo dijo con menos balas, menos sangre y con dos horas y media de duración.

-David Andreu

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