Han pasado más de diez años desde la última vez que vimos a Woody, a Buzz Lightyear, y al resto de sus amigos. Diez años desde que acompañamos a los juguetes en misiones ultra secretas y aventuras peligrosas. Diez años desde que los vimos sufrir con ventas de garaje, mudanzas y fiestas de cumpleaños. Diez años desde que combatieron perros come-juguetes, vecinos tortura-muñecos, botargas gigantescas y archienemigos galácticos. Diez años desde que Woody tuvo su primer desplante de celos por la llegada de un juguete nuevo. Y diez años desde que Buzz se dio cuenta que era un juguete “Hecho en Taiwán” y no un guardián de la galaxia.
Esperamos mucho. Toy Story vio crecer una generación. Frases como “Al infinito y más allá” o “No estoy volando, estoy cayendo con estilo”, se han convertido en parte del imaginario colectivo. Toy Story es un parteaguas en la historia de la animación al ser el primer largometraje animado en su totalidad por computadora. El uso de la tecnología es fantástico (y más en la tercera parte) pero las historias son aún mejores. Pixar -la compañía detrás de la saga Toy Story y películas como Monsters, Inc., Buscando a Nemo, entre otras- es famosa por sus historias divertidas, por sus personajes con alma y por atreverse a tomar riesgos que otras casas productoras dirigidas al mercado infantil no se atreven. Como dirían los juguetes: fueron muchos años sin que jugaran con nosotros. Valió la pena la espera.
Pocas secuelas modernas han logrado igualar –y mucho menos superar– a sus predecesoras: The Godfather II y The Empire Strikes Back, por nombrar dos ejemplos. ¿Y qué hay de terceras partes? Lee Unkrich, director de Toy Story 3, se dio cuenta que para que una tercera parte funcione –como es el caso de The Lord of the Rings– ésta tiene que ser parte de una historia grande, dividida en tres. Lo logró: Toy Story 3 es la culminación de las angustias que los juguetes expresaron en las dos primeras películas. Es aquí donde su miedo más grande se hace realidad: Andy –su dueño– creció y ya no juega con ellos. Algunas cosas no han cambiado, como Rex –el dinosaurio– que sigue igual de neurótico que siempre. Pero la realidad es que ya nada es lo mismo: los pobres juguetes viven apretados en un baúl, dedicados a inventar estrategias para llamar la atención de su dueño.
La película inicia –como siempre– con un juego. Esta vez se trata de un Western que integra elementos de fantasía, ciencia-ficción, acción y aventura. Es como si Sergio Leone, Geroge Lucas y Steven Spielberg se hubieran juntado a hacer la superproducción de sus vidas: trenes, explosivos, un Corvette rosa, un dinosaurio, changos de hule asesinos, marcianos, y una nave espacial gigante con forma de cochino manejada por un cochino sin escrúpulos. La cinematografía y los movimientos de cámara alcanzan los niveles de las mejores películas de acción: grúas, tracking shots, grandes angulares y lentes anamórficas. La secuencia es un sueño para los amantes del exceso.
Hay quienes se preguntan qué demonios hace una secuencia de esa magnitud en una película como Toy Story 3. Pero si algo hemos aprendido de las dos primeras películas, es que Andy es un niño con mucha imaginación. La secuencia se trata de la fantasía del niño. La cámara se aleja para revelar a Andy jugando en su cuarto, vista en un montaje de videos caseros. El presente es diez años después. Andy –ahora un adolescente de 17 años– se prepara para ir a la universidad. Los juguetes –los pocos que quedan– no saben qué será de ellos. La incertidumbre los está matando.
Y por una equivocación, Woody y sus amigos terminan en una guardería que a simple vista parece el paraíso: Sunnyside. Después de todo, ¿qué podría tener de peligroso un lugar que tiene un arco iris pintado en la entrada? Se trata de un lugar donde los juguetes no tienen dueños. Ahí nadie les romperá el corazón y siempre habrá niños que jueguen con ellos. Parece el lugar perfecto, hasta que les asignan el salón de los niños chiquitos hiperactivos, y se enfrentan a sus peores pesadillas: maltratos, mocos, babas y pegamento. Tienen que salir de ahí.
Además del elenco habitual hay personajes nuevos: Lotso, un oso bonachón color de rosa con olor a fresas; Sr. Espinas, un erizo vestido de alpino con complejo de actor shakesperiano; Ken (el de Barbie), un metrosexual con un guardarropa que ya quisiera Carrie Bradshaw; Bebote, un muñeco abandonado que nadie querría encontrarse en una noche de insomnio; y muchos más. El villano mayor (cuya identidad no será revelada en esta reseña) tiene una buena razón para ser malo. No se trata del villano superficial que nació villano. Es fácil odiar a los villanos cuando son malos por naturaleza, pero ¿qué hay de un personaje que nació bueno y al que su triste pasado lo obligó a volverse cruel?
Toy Story 3 es una película completa en todos los sentidos. Los artistas detrás de ella están de acuerdo en que no se trata de presumirle al mundo lo bien que dibujan, o lo diestros que son para usar los programas de animación. Están de acuerdo en que se trata de contar una historia honesta cuyos elementos –sonido, color, iluminación– se complementen. Es verdad que la animación es infinitamente mejor. Los juguetes tienen un rango mayor de expresiones, las texturas son más creíbles y los escenarios más complejos. Pero uno nunca se olvida del argumento para comentar la nueva paleta de colores. Y es que resulta imposible despegar la atención. Con un guión intachable de Michael Arndt (ganador del Oscar por Little Miss Sunshine), el final de la saga de Toy Story es humano, fresco y divertido. No hay un minuto desperdiciado. Toy Story 3 es una película sobre la amistad; sobre los seres queridos que a veces se van, pero no por ello dejan de estar cerca de nosotros.
– Olga de la Fuente
Escritora y guionista.