Las familias de Hirokazu Koreeda

En su decimoctavo largometraje, el director japonés sigue fiel a un cine empático y humanista, que busca entender las vidas comunes y corrientes.
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Yumiko vive felizmente casada con Ikuo, con quien tiene un hijo recién nacido, Yuichi. La única sombra que se yergue sobre su perfecta vida en un barrio popular de Osaka, además de la estrechez económica, es un sueño recurrente en el que la muchacha recuerda cuando, a los 12 años de edad, no pudo retener a su anciana abuela que salió de su casa, así nada más, para no volver. De repente, la tragedia, tan inesperada como absurda, tan inexplicable como devastadora, llega al matrimonio de Yumiko.

Pasa el tiempo. Vemos a Yumiko y al pequeño Yuichi, de cinco años de edad, llegar a un pueblo pesquero. Yumiko se casa con el amable viudo Tamio, que tiene una hija propia. Poco a poco, a través de una puesta en imágenes minimalista, muy deudora del cine de Ozu en sus planos medios y abiertos y en su cámara fija, somos testigos de la lenta incorporación de Yumiko a la normalidad, a una nueva vida en donde la naturaleza, la nieve, el viento, la lluvia, el “imponente mar” dominan el escenario. Todo parece ir, de nuevo, muy bien: Tamio es un buen marido, el suegro es un adusto hombre mayor pero en el fondo amigable, los vecinos la aceptan de inmediato, los pequeños hermanastros congenian a la perfección.

Sin embargo, hay algo que gravita sobre Yumiko, como una sombra permanente: la desaparición de su abuela, la extraña tragedia de su primer matrimonio, la posible muerte en el mar de una anciana vecina… El “brillo de la muerte” no la deja vivir. Pero tiene que hacerlo. Por su hijo, por su hijastra, por su amable marido, por ella misma.

Maborosi (1995) fue el primer largometraje de ficción de Hirokazu Koreeda, quien antes de dirigir esta cinta –premiada en Venecia 1995 por la fotografía de Masao Nakabori– había realizado algunos trabajos documentales en la televisión y en el cine japonés. Hay algo de ese temprano aprendizaje documental en buena parte de su cine posterior. Me refiero a ese gusto por los pequeños detalles triviales que definen a sus personajes; a la genuina curiosidad con la que se acerca a las vidas marginales y marginadas y a su rechazo a condenar moralmente a sus criaturas.

Desde su primer largometraje documental inédito en México, August without him (1994), centrado en Hirata Yutaka, la primera figura pública enferma de sida en Japón, Koreeda ha practicado con singular convencimiento un cine empático y humanista, que busca entender las vidas comunes y corrientes que son las vidas de todos nosotros. Es cierto: a los personajes de Koreeda les pueden pasar cosas extraordinarias –la tragedia matrimonial que enfrenta Yumiko en Maborosi, la pérdida del hijo preferido que sufren los viejos padres de Caminando aún (2008)– pero sus vidas no son particularmente extraordinarias. Lo único que quieren es formar parte de la mirada de alguien, tener algo parecido a un hogar, incluso atesorar un recuerdo.

En Broker: intercambiando vidas (Beurokeo, Japón, 2022), su decimoctavo largometraje, Koreeda ha permanecido fiel a sus orígenes en el melodrama contemporáneo japonés –conocido como gendai-geki–, por más que haya cambiado esta vez de escenario, como ya había sucedido en su anterior filme, La verdad (2019), ubicado en Francia y protagonizado por Catherine Deneuve y Juliette Binoche. Siguiendo ese mismo camino, Broker es una producción sudcoreana, su historia está ubicada en Busan y sus protagonistas son el superestrella Kang-ho Song y la cantante de K-pop Ji-eun Lee, mejor conocida como IU por sus millones de fans. Sea en japonés, en francés o, ahora, en coreano, Koreeda sigue fiel a sus intereses temáticos.

La cantante Lee encarna a So-young, una jovencita que, en una cerrada noche lluviosa que parece provenir de Parásitos (Bong, 2019), deja a un bebé recién nacido en una “baby-box” de cierta iglesia cristiana de Busan. Arrepentida, la muchacha regresa al día siguiente para enterarse de que no hay evidencia de que haya dejado a su bebé en la iglesia. Uno de los empleados, Dong-soo (Dong-won Gang), ha recogido al niño, ha borrado el video respectivo y se lo ha llevado al dueño de una tintorería, Sang-hyun (Kang-ho Song), quien se dedica a buscarle un nuevo hogar a los bebés abandonados, mediante una corta feria. O sea, Sang-hyun es el “bróker” del título.

Convencida por los dos amistosos transas, So-young accede a acompañarlos por las carreteras sudcoreanas para encontrarle un nuevo hogar a su bebé, seguidos muy de cerca por dos mujeres policías, la hosca sargenta Lee (Joo-young Lee) y la alegre detective Choi (Hyeon-jin Baek), que buscan detener a toda la banda in fraganti, por lo que necesitan que se cometa el delito. De hecho, parece que las dos agentes de la ley, especialmente la madura sargenta Lee, están más interesadas en que se venda el niño que el propio trío de delincuentes.

Como es costumbre en los melodramas familiares de Koreeda (poco más de la mitad de su filmografía), la historia, escrita por él mismo, no avanza a través de convencionales giros argumentales, sino que acumula detalles dejados caer por aquí y por allá. La estrategia da frutos sin que el espectador se dé cuenta sino hasta el momento en el que una línea de diálogo, la mirada de un actor, cierto encuadre perfectamente calculado, nos golpean en el plexo solar.

Así pues, durante la primera hora de Broker, el sombrío melodrama inicial da pie a cierta comedia de enredos que luego se transforma en una road movie tradicional con elementos de inesperado thriller gangsteril. Todos estos elementos genéricos parecen inicialmente digresivos e, incluso, distractores. Sin embargo, a medida que avanza la película, cuando la nueva familia hechiza va por la carretera, entrevistando y desechando posibles compradores, Broker va mostrando su verdadera naturaleza. Todos los personajes están, como en el mejor cine de Koreeda, en busca de alguien más, incluso sin saberlo. Están en busca de alguien a quien querer, están en busca de un lugar al que puedan llamar hogar, de los buenos recuerdos con los que morirán, como ya sucedía en su temprano y encantador filme fantástico inédito en México After life (1998).

En sentido estricto, no se trata solo de buscarle una buena familia al bebé, sino de que un personaje pueda perdonar a la madre que alguna vez lo abandonó, que aquel otro se sacrifique como última forma de redención por su incapacidad de ser un buen padre, que ella acepte su responsabilidad para poder llegar a ser una buena madre, que aquella de allá se aplique generosamente para asegurar la felicidad de un niño. La transparente mirada humanista de Koreeda, sin cinismo ni dobleces de ningún tipo, termina imponiéndose por encima de cualquier asomo de crueldad o de egoísmo. Lo importante, al final de cuentas, es permanecer juntos, aunque no se pueda evitar la infelicidad. Después de todo, parafraseando el legendario dictum tolstoiano, todas las familias infelices lo son a su manera… pero nunca dejarán de ser una familia. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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