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La premisa de It follows es sencillísima y brillante. Jay es una adolescente perfectamente normal que decide acostarse con un adolescente perfectamente normal, Hugh. Van a la playa, beben cerveza, cogen en el coche. Cuando despierta Jay se descubre atada a una silla de ruedas en un predio abandonado. Hugh le declara su mal; le ha transmitido una “enfermedad” cuyo único síntoma es ser seguido a paso lento por una presencia de apariencia humana pero de naturaleza monstruosa. Puede adoptar cualquier aspecto físico –una anciana desconocida, una adolescente, un ser querido– y no se detendrá hasta alcanzarte y matarte. La única cura es tener relaciones sexuales con alguien más. Si te mata, la presencia irá a buscar a la persona que te la transmitió –hasta el fin de los tiempos: una presencia en busca implacable de su origen. La presencia aparece en el estacionamiento, bajo la forma de una delgada mujer desnuda y con chanclas. Y a partir de ahí seguirá a Jay incesantemente. Incesantemente.
La sencillez de la premisa de It follows puede ser engañosa. Todo aquí está trazado con una enorme complejidad, una enorme sutileza. Pensemos en sus personajes. En Jay más que en ninguno. Se diría que los directores tienen todo el tiempo del mundo para contemplarla vestirse, mirarse, llorar. (No lo tienen: It follows dura apenas más de hora y media.) El proceso de conocer a Jay es en realidad el proceso de verla pensar y tomar decisiones, y cortar antes de que tengamos la certeza de cuáles son esas decisiones. Un ejemplo muy inquietante se encuentra en la última parte de la película, después de que le ha transmitido la enfermedad a Greg y éste ha muerto. De nuevo, el monstruo persigue a la protagonista; ella huye al lago y ahí, a lo lejos, ve tres hombres en una lancha de motor; unos instantes después se quita la ropa y avanza, trastabillando, hacia el agua. Corte: Jay, en el auto, el pelo mojado y lágrimas en los cachetes. La cámara se detiene en ella varios segundos; no tiene ningún lado a dónde mirar. ¿Decidió Jay coger con estos tres anónimos y transmitirles la enfermedad? No podemos saberlo, y ahí está la riqueza: Jay es un personaje de una textura tan sutil que puede habérselos cogido y ahora la culpa la hace llorar o puede no habérselos cogido y ahora llora por el maldito sentido de la responsabilidad.
A la madre de Jay y Kelley la conocemos de espaldas, parcialmente; es una madre sensible: sabemos que si viera a su hija fumar “se soltaría a llorar”; también es una madre que sucumbe a sus vicios: si viera a su hija fumar “le robaría los cigarros”. Las primeras dos veces que la atisbamos está bebiendo; la tercera, el alcohol la ha vencido y se ha quedado dormida con los zapatos puestos; la cuarta vez, la reconocemos en el hospital también por sus zapatos de mujer madura, de mamá. La conocemos como a través de un vidrio oscuro. Retiro lo dicho: no la conocemos: la intuimos.
El resto de los personajes son ambiguos también, es decir: ricos. Hugh es el transmisor de la enfermedad pero es asimismo un joven ya lleno de nostalgia –la llegada de la adultez le trajo una certeza de muerte que no se compara con la de sus contemporáneos. Si pudiera cambiar su vida lo haría por la de un niño pequeño: “Imagínate lo chido que sería tener la vida por delante”, le dice a Jay. Paul, el chico más o menos enamorado de Jay, está dispuesto a sacrificarse para curar a su crush; su sentimiento es genuino, pero también es genuina su calentura y si se sacrifica será en un altar a un dios del amor pero sobre todo a un dios del sexo; o no sobre todo: los dos motivos están ahí indisolubles, compitiendo constantemente. (Aprendemos a leer a estas personas por pequeños apuntes. El actor que interpreta a Paul es Keir Gilchrist, un tipo de una mirada agudísima pero en perenne escapatoria, siempre como a punto de perder la concentración y ver para otro lado.)
Ningún personaje es un ‘stock character’, un atajo o un tópico. Greg no es un galán o un aprovechado, aunque algo tiene de ambas cosas. Está de veras consternado por lo que le ha pasado a su vecina Jay pero no se niega a, cogiendo, recibir la enfermedad (¿por qué no?, quién quita y todo está en la imaginación de la muchacha), y tal vez a transmitirla: la única vez que lo vemos lejos de Jay después de coger con ella es coqueteando con otra chica de la escuela, acaso retrasando su propia muerte:
El monstruo mismo está interminablemente lejos de ser un monstruo común. Es un monstruo implacable, imaginario, a veces erótico. Es lento pero determinado. No se detiene. Es persistente como cosas en las pesadillas son persistentes –como en esas pesadillas que duran varios sueños, pesadillas de las que despiertas y dices Por fin y luego vuelves a dormirte y te das cuenta de que estás en ese mismo sueño. Es un cambiante, un mimetista. Puede adoptar la forma de una mujer muerta, de un amigo, de un ser querido, “sólo para hacerte sufrir”, dice Hugh. Puede tomar dos veces la misma forma –la de un tipo altísimo con los ojos morados en la casa de Jay y luego en la cabaña junto al lago–; no siempre es posible saber si esa forma que se ve es la del monstruo o sencillamente la de un ser humano al fondo del cuadro. ¿Quién es ese de la caperuza, quién ese hombre o esa mujer fuera de foco?
(El título original de la película, It follows, se parece a su monstruo: sólo dice una cosa, la dice sin ambigüedades, con absoluta firmeza, constante, incesantemente. El título en español, Está detrás de ti, no habla de movimiento sino de fijeza; no es persistente sino instantáneo: habla de este momento mientras que el original habla de todos los momentos. Está detrás de ti es un susto cinematográfico ahora mismo: ¡bu!; It follows es un miedo onírico, perpetuo, imborrable.)
El universo de It follows es tan ambiguo o inasible como sus personajes. Muchos críticos han dicho que no parece estar situado en un momento determinado de la historia; que yo sepa, ninguno ha notado que en realidad esa indeterminación es un asunto de grados. La primera secuencia de la película sucede claramente en el presente; el auto de Annie, la chica asesinada, y los de sus vecinos son de modelos recientes, hay comunicación por celular, etcétera. Después de esa secuencia las cosas se complican. La casa de Greg y el hospital parecen situados en el presente; el cine al que asisten Jay y Hugh, en el presente, evoca el pasado: no sólo exhibe Charada de Stanley Donen (1963) sino que una persona musicaliza el ambiente con un viejo órgano eléctrico. Los autos de Hugh y Greg tienen treinta o más años de vida. El extremo de lo anacrónico es el interior de la casa de Jay: el refrigerador, el teléfono, los relojes, el juego de cartas (Old Maid, de origen victoriano), las televisiones, incluso lo que se ve en las televisiones (por ejemplo, Killers from space de 1954, película del miedo atómico): todo ahí parece estar detenido en otro tiempo.
El suburbio mismo –blanco a rabiar– remite a los suburbios de Detroit hacia 1990; el resto de la ciudad parece fija en el tiempo. Detroit es una ciudad en ruinas y hasta en los sueños de Jay parece haber la división racial y económica del Detroit en decadencia. Los suburbios y la ciudad, separados por la avenida 8 Mile. “Antes me imaginaba que salía con weyes –dice Jay después de coger y recibir, sin saberlo, la enfermedad–, me imaginaba que andábamos en coche; tenía la imagen de que íbamos agarrados de la mano, que nos íbamos a algún lado, al norte. Era una especie de libertad…” El sueño, en los suburbios de Detroit, nunca puede estar al sur: al sur está la ruina, las drogas, la violencia, lo otro; al norte están los suburbios, los lagos, la playa. “De niña mis papás no me dejaban pasar al sur de 8 Mile –dice Yara en otro momento–; ni siquiera entendí qué era eso hasta que fui ya más grande: de aquel lado estaba la ciudad, de éste los suburbios.” No es nada extraño que Jay haya recibido la enfermedad al sur de 8 Mile, en las ruinas de una fábrica o de un multifamiliar, o que la casa (falsa) de Hugh esté entre muchas otras abandonadas de la ciudad ciudad.
Éste es un universo ambiguo pero eléctricamente sexual. En principio a Kelly le da menos miedo el monstruo que el hecho de que su hermana Jay se despierte con Paul montado en una de sus piernas. Antes de que el monstruo siga a Jay ya la espían sus vecinos adolescentes recién salidos de la infancia o niños a punto de entrar a la adolescencia: la espían en la alberca o en el baño. En la primera noche que Paul pasa en casa de las hermanas, la conversación inevitablemente se va hacia el sexo: los primeros besos de los chicos, hace años, o aquella vez que se encontraron un montón de revistas porno. En la casa “falsa” de Hugh no hay nada sino un colchón, otro montón de revistas porno y klínex usados. (Entre paréntesis, Hugh suele masturbarse con la Playpen, una revista ficticia que ha aparecido en Los expedientes secretos X, Friends, Freaks and Geeks, Lost y un montón de lugares más.)
Formalmente, It follows se mueve por las orillas del clasicismo hollywoodense. Es raro aquí que una escena lleve a otra con un ‘gancho’ –recurso típico para mantener y atizar nuestra curiosidad, recurso para proveer velocidad o premura– y cuando lo lleva es un gancho sutilísimo. Jay despierta en el hospital después de un accidente automovilístico que sigue a una persecución. Está muerta de miedo; los pasos de una enfermera por el pasillo del hospital la hacen llorar. Deposita la mirada en Greg, que está semidormido en una silla; un zoom lentísimo hacia Greg y en el soundtrack el sollozo pausado de Jay; Greg abre los ojos acaso porque ha sentido la mirada de la chica. Disolvencia hacia un momento, más tarde ese mismo día, en que Jay y Greg ya están cogiendo en el hospital. El gancho ha sido el zoom y en el zoom el proceso mental de Jay: su decisión, entre sollozos, de transmitir la enfermedad. (Greg no es completamente inocente de esa decisión.) El paso de una escena a otra no nos mueve a la prisa sino a la pausa; pensemos en las transiciones que desembocan sobre un alimento en picada, un curioso motivo a lo largo de la película; es como si los editores nos dijeran: Detente, contempla antes de seguir. Una cosa rarísima que decir en una película de horror.
Hay una sorprendente voluntad de no cortar. Hay tomas giratorias de más de dos minutos, zooms exasperantemente lentos acompañados de una música que pasa de lo apacible al drone en un instante. (Mi favorito es el primero sobre Jay, mientras se viste para salir con Hugh la primera vez. En el soundtrack: ‘Jay’ de Disasterpeace.) El director David Robert Mitchell es un “sensualista”, un obsesivo perseguidor del instante. It follows es una película de horror pero también es una película de una enorme melancolía, siempre tendiendo la mano hacia algo que se escapa:
It follows sabe que existe en un universo de películas y ficción de horror. Remite a The addiction, el film de vampiros de Abel Ferrara, y a La mujer pantera de Jacques Tourneur, ese raro caso de horror depresivo; a la maldición transmisible del cuento Casting the runes de MR James. La música parece sacada de Halloween, si Halloween hubiera tenido la música de Blade Runner. Hay atmósferas oníricas parecidas a las de una obra de David Lynch. La fotografía recuerda en algo a la de Gregory Crewdson, sobre todo por su retrato de un mundo suburbano destartalado, parcialmente en ruinas. (A su vez, la obra de Crewdson trae a la mente los paisajes de Lynch: círculo de influencias.)
Pero It follows no es una película referencial ni irónica ni pop. Es completamente sincera. Las pesadillas no pueden guiñarnos un ojo cómplice o dejarían de ser pesadillas.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)