Un profeta en la farmacia

La miniserie documental El farmacéutico cuenta, sin dejar demasiado espacio para el optimismo, la historia de un terco David que se enfrenta a un poderoso Goliat.
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“No actúe, sea usted mismo”, le dicen los directores Jenner Fust y Julia Willoughby Nason a su protagonista, el robusto farmacéutico del título, Dan Schneider, al inicio de El farmacéutico (E.U., 2020), serie documental de cuatro episodios disponible en Netflix desde hace algunas semanas. Un consejo que, evidentemente, está de más, pues la razón de la existencia de esta teleserie documental es la misma personalidad de Schneider, su muy peculiar forma de ser.

Etiquetado dentro del popular género del “true crime documentary” –cuyos ejemplos televisivos insuperables siguen siendo The jinx: The life and death of Robert Durst (Jarecki, 2015), de HBO, y las dos temporadas de Making a murderer (2015-2018), de Netflix–, el primer episodio de El farmacéutico inicia, precisamente, con el asesinato del hijo mayor de Schneider, Danny, baleado dentro de su camioneta en cierto barro bravo de Nueva Orleans, un 13 de abril de 1999. El muchacho, de apenas 23 años de edad, había salido esa misma noche de la casa paterna y se había dirigido a la tristemente célebre zona conocida como la Ninth Ward, lugar bien conocido porque era el sitio para ir a buscar droga. Y, en efecto, al parecer eso provocó el crimen de Danny: un negocio de compra-venta que por alguna razón salió mal.

Schneider, farmacéutico certificado desde 1975, felizmente casado desde hace más de 20 años con la jovial Annie, padre de dos encantadores hijos –el recién fallecido Danny y Kristi, cuatro años menor– no sabe cómo lidiar con el dolor de la absurda e inesperada pérdida de su hijo mayor. ¿Desde cuándo Danny tomaba drogas? ¿Era adicto? ¿Cómo empezó todo? ¿Quién lo mató y por qué? ¿Cómo seguir viviendo después de una tragedia así? Las preguntas sin respuesta se acumulan entre llantos y reclamos a Dios.

Pero Schneider no pasa demasiado tiempo llorando. O, mejor dicho, no deja de llorar, pero toma dos decisiones fundamentales. La primera es que, ya que a la corrupta policía de Nueva Orleans no parece interesarle mucho el caso de Danny –otro crimen más relacionado con las drogas, parece haber concluido sin haber iniciado la investigación–, Schneider empieza a visitar personalmente Ninth Ward para hacer preguntas, le habla por teléfono a todos los posibles testigos del asesinato y anuncia una recompensa de diez mil dólares a todo aquel que pueda dar alguna información que lleve a detener al culpable. La segunda es que empieza a grabar no solo todas las llamadas telefónicas que hace –a la policía, a los posibles testigos– sino también sus propias reflexiones, sus discusiones con Annie y Kristie, sus pláticas imaginadas con su hijo muerto. Si a eso le sumamos que luego, cuando el caso se complica, toma una cámara y empieza a grabar todo a su alrededor, resulta que, sin saberlo, Schneider empezó a dirigir su propia historia y la de su hijo desde aquella aciaga noche de 1999. Parafraseando el viejo apotegma atribuido erróneamente a Warhol, en nuestra época no solo cada quien tiene derecho a sus 15 minutos de fama mundial, sino a dirigir los 15 minutos del documental de su propia vida.

Hacia el final del primer episodio de El farmacéutico el crimen de Danny se ha resuelto –el culpable ha sido detenido y condenado–, pero Schneider no está satisfecho. En los siguientes tres capítulos veremos cómo el obsesivo hombrón de llanto fácil empieza a profundizar en los distintos círculos del infierno que llevaron a la muerte de su hijo. La primera señal es cuando empieza a ver la cantidad enorme de jovencitos que llegan a la farmacia en la que trabaja para surtirse de Xanax, Soma y, sobre todo, OxyContin. ¿La razón? Algún dolor causado por actividad deportiva, un síntoma de depresión leve, un diagnóstico de ansiedad. La “santísima trinidad” de los medicamentos contra el dolor se vende como pan caliente en esa farmacia, en ese suburbio de Nueva Orleans, y, por supuesto en todo Estados Unidos.

Pero, ¿quién receta con tanta facilidad estas drogas? ¿Y por qué, de repente, todas las farmacias reciben estos medicamentos que se venden tan bien? Schneider –que no ha dejado de grabar todo a su alrededor, incluyendo las discusiones con sus jóvenes clientes, a los que trata de disuadir de comprar los opioides legalizados– se da cuenta que la enorme mayoría de las recetas llevan la firma de la misma doctora, una tal Jacqueline Cleggett, quien tiene un exitoso consultorio en una zona de moteles baratos y bares de mala muerte, no el mejor sitio para que un médico decida abrir una clínica. O, acaso, si lo que estamos viendo no es otra cosa que una compra/venta de drogas permitida y legalizada desde el máximo nivel –que incluye la anuencia de la Food and Drug Administration (FDA) y la paquidérmica lentitud del FBI y la DEA para responder al desafío del crecimiento del consumo legal de opioides–, la realidad es que la doctora Cleggett está en la época, el momento y el lugar indicados.

A medida que avanza la serie documental, es evidente que Schnedier no puede parar: la muerte de su hijo debido a la adicción a los opioides lo ha convertido en un cruzado, en un auténtico fanático que llega a alienarse de sus compañeros de trabajo, de sus amigos e incluso de su propia familia, al ir saltando en cada círculo concéntrico del infierno de las drogas legales. El asesino de Danny era apenas una pieza más, como lo es la propia doctora Cleggett y todos los que va encontrando Schneider en el camino, hasta llegar al Olimpo comercial-farmacéutico representado por Purdue Pharma, sus ventas anuales de miles de millones de dólares y su poder mediático y político.

Hay que aceptar que, a pesar de que El farmacéutico nos presenta la edificante historia de un terco David insobornable frente a un poderoso y corrupto Goliat, el guion escrito por los cineastas en colaboración con Lana Barkin y Jed Lipinski no deja demasiado espacio al optimismo. El propio Schneider, hacia el final, se pregunta si hizo bien al iniciar esa insensata cruzada, cual enloquecido profeta en el desierto. ¿Realmente se puede hablar de éxito ante los apabullantes números finales vistos en pantalla? Schneider no está muy seguro. Yo tampoco.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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