En fin, que yo ahora me pregunto, sin poderlo remediar: ĀæcĆ³mo es que tengo en la mesa de trabajo siete ceniceros si yo no fumo? Uno, el mĆ”s grande y principal, de rudimentaria terracota con un lecho interior de vidrio azul, regalo de una cuƱada ceramista, la mayor, porque cuƱadas ceramistas, de momento y que se sepa, tengo dos; otro, producto de la cleptomanĆa en el monasterio de Sobrado porque era precioso y de piedra y me pudo la ilusiĆ³n de esconderlo a la vista y al negocio de los monjes en aquel viaje de fin de curso hace ya tanto; otro, en plĆ”stico muy duro y bien churrigueresco, de una resina sintĆ©tica indestructible al parecer, publicitario Ć©l de una marca de vermĆŗ extinguida mucho tiempo atrĆ”s, ya habitaba en el piso cuando me vine a vivir aquĆ y me dio una pena enorme jubilarlo, a saber quĆ© historias contarĆa tambiĆ©n si pudiera comunicarse con nosotros, los bĆpedos humanos; otro, recuerdo de mi padre, la herencia de mi viejo, una porcelana de Meissen que lucĆa siempre en su mesita de noche con los cigarros quemados enteros despuĆ©s de una sola primera calada, sus tres o cuatro fĆ³siles exactos de ceniza tendidos en paralelo cada amanecer; tambiĆ©n el mĆ”s sĆ³lido y contundente que utilizo de pisapapeles porque en verdad me gustĆ³ con su cristal agarrotado y barroco y lo comprĆ© en aquella feria porque siempre hay que comprar alguna tonterĆa, Āæno?; otro que es cenicero y no lo es a la vez, que quiere serlo y no puede, improvisaciĆ³n cerĆ”mica mĆa en el torno de mi cuƱada que me saliĆ³ un verdadero churro y que con esas hechuras insolentes sigue ocupando su lugar en un filo de la mesa, a la espera del Isaac Newton de las manzanas que lo mira ansioso todo el rato desde el suelo, y todavĆa otro mĆ”s, el Ćŗltimo de estos siete, el que me trajo con todo su amor reciĆ©n estrenado mi amada Julia de un viaje a la Alpujarra y la cerĆ”mica granadina le gustĆ³ tanto con esos azules y blancos que no lo pudo evitar y se decidiĆ³ al final por un cenicero, claro, es el regalo mĆ”s fĆ”cil para ti…
AsĆ que, bueno, entonces yo me pregunto, por supuesto, con toda esa bonita colecciĆ³n desplegada ahĆ delante de los ojos, oyendo su mudo griterĆo, me pregunto: ĀæcĆ³mo es que no me ha dado todavĆa por fumar? Demonios, es cierto, me respondo con urgencia, deberĆa fumar, deberĆa fumar, aunque solo fuese un par de cigarrillos al dĆa. No solo porque desde la mesa de trabajo me contemplen esas siete historias tan concretas, tan cĆ³ncavas y desocupadas, sino tambiĆ©n por consideraciĆ³n con los otros diecisĆ©is ceniceros mĆ”s repartidos por el piso, a saber: tres en la mesita de noche, cuatro en la mesa ovalada del salĆ³n, dos en el cuarto de baƱo, dos en la habitaciĆ³n tan frĆa de los invitados, tres mĆ”s en la cocina, y dos, Ā”ay, pobres!, en el cubo de la basura, hechos aƱicos, los que se me cayeron ayer con los nervios que tengo desde anteayer, cuando dejĆ© de fumar.
Me lo propuse de firme esta vez, debo confesarlo, sin haber previsto ese accidente ni otros muchos que pudieran estar acechĆ”ndome con toda seguridad, y en ello sigo. Pero esto es ya espantoso, me muevo por la casa y nada mĆ”s que veo ceniceros huĆ©rfanos por todas partes mirĆ”ndome afligidos. ĀæPor quĆ© lo has hecho?, ĀæquĆ© culpa tenĆamos nosotros?, me interrogan, me suplican. Uno de ellos incluso, no contabilizado en la retahĆla anterior, de puro mohĆno se ha vuelto del revĆ©s, y me interpela boca abajo, rebelĆ”ndoseme en su oficio primigenio, de jĆcara de aislamiento de los cables de alta tensiĆ³n de un poste de electricidad. Ā”Han abusado tantĆsimo mis colillas de su dulce abrigo en grueso y doble vidrio verde oscuroā¦! AsĆ que yo, corrigiendo entonces, me pregunto a mi vez, sin mĆ”s remedio: ĀæcĆ³mo es que tengo en la mesa de trabajo siete ceniceros si yo ya no fumo? Y reparo, es obvio, en lo mĆ”s lamentable de todo, en lo mĆ”s triste: el cenicero nuevecito, por estrenar aĆŗn, que me regalaron Emi y Luis Manuel āotra pareja a punto de quebrarse; al tiempo, si noā, tan apropiado para la mesa baja junto al sofĆ”, con su cazoleta adornada de flores verdes y amarillas y azules y rosas, y ese mecanismo tan psicodĆ©lico del pistĆ³n en medio, que una vez pulsado arrastra a la colilla dando vueltas en una plataforma metĆ”lica hacia sus mismĆsimas entraƱas, esperando el pobre ahĆ las primeras cenizas suaves de un ducados salvador que tengo escondido en el cajĆ³n de mi escritorio, aquĆ bien cerca de la mano, previsoramente, por si las moscas, por si la ansiedad ya bastante desbordada se tornara en un ataque de pĆ”nico definitivoā¦ Ay, Julia, Juliaā¦ Los ojos se me ponen cuadrados ante la posibilidad de que la nicotina pudiese viajar por mis venas de nuevo libremente, y mis venas a su vez completan la tarea de acelerarme un verdadero chaparrĆ³n de taquicardias hasta el cuello… No, no, el cigarro no puede ser, eso sĆ que no. Antes soy capaz de ponerme un parche de nicotina, de atiborrarme de chicles de lo mismo, de chupetear un puƱado de aparatos de esos de vapor con ƱoƱos sabores infantiles, los estĆŗpidos recursos Ćŗltimos para el adicto arrepentido que siempre me he negado a ser. Pffff.
Otra pregunta que me formulo entonces, obviamente, es esta: ĀæcĆ³mo es que llevo en los bolsillos dos mecheros si yo no fumo? Ā”Dos! Uno recargable que mĆ”s bien parece un lanzallamas porque tiene el mecanismo averiado y enciendes el cigarro y te quemas las pestaƱas todas, y las cejas, y el flequillo, de tal manera que es un buen mechero para los que te piden fuego de continuo en el trabajo, se les presta tranquilamente y se observa por el rabillo del ojo, con disimulo: fffffffhhhhhhhsssssss, fuera bigote, fuera pestaƱas, fuera cejas, joder, vaya mechero que tienes, tĆo, uy, perdona, perdona, no te avisĆ©; y otro de los famosos clĆper planos pequeƱitos con la publicidad de la empresa de mi hermano toda borrada ya, pero que sigue funcionando aĆŗn despuĆ©s de tantos cigarrillos, un prodigio de la tecnologĆa mĆ”s elemental. Esos dos en los bolsillos, amigos Ćntimos, inseparables de mi persona se pudiera decir, y aparte siete mecheros mĆ”s repartidos por diferentes rincones de la casa: uno de yesca de los aƱos bohemios que es a la vez una delicia y un peligro pĆŗblico porque apesta al encenderlo; otro un zippo falsificado regalo de Reyes de SebastiĆ”n que le echas la gasolina y lo enciendes y entonces pasa a ser una bola de fuego en la mano, la gasolina se sale por todas partes, se derrama en la mesa, en los pantalones, por las mangas del abrigo, todo envuelto en llamas en plan bonzo, kamikaze; otro un mechero que no funcionĆ³ nunca, si acaso una semana o dos, regalo de una antigua novia, que sigue ahĆ como Ćŗnico recuerdo al tacto de un aƱo y medio perdido en la memoria; otro, de lujo, regalo de los suegros, los padres de Julia y SebastiĆ”n y mis todavĆa cuƱadas ceramistas (se supone), mechero de relumbrĆ³n que pesa equis kilos y que al meterlo en el bolsillo de la camisa, bastante indiferente Ć©l, me proporciona una desviaciĆ³n de columna irreversible para los restos (esa sĆ); y otro mĆ”s aĆŗn, mechero de sĆŗper lujo, con un baƱo de oro de equis quilates, escondido en la peinadora (donde jamĆ”s me he peinado) bajo una montaƱa de paƱuelos, tambiĆ©n de lujo ellos, con iniciales bordadas en oro, a su vez escondidos bajo otra montaƱa de calzoncillos vulgares, de los de todos los dĆas; y despuĆ©s, estĆ” claro, los mecheros clĆper de las charlas en casa de los amigos de madrugada Ćŗltimamente, mecheros comunes que se te meten en los bolsillos ellos solitos, como cachorros desamparados que huyeran a sus madrigueras, y cuando te quitas los pantalones casi amaneciendo caen con estrĆ©pito junto a un puƱado de monedas al suelo, y mientras las monedas se van rodando tan contentas con las pelusas de debajo de la cama, Ā”tantas semanas ya sin pasar la aspiradora!, tres o cuatro te miran bastante inquisidores desde el parquĆ©: tĆŗ no eres mi dueƱo, proclaman; pues ahora lo serĆ©, malditos, que en otras ocasiones les tocĆ³ a los mĆos, el argumento de urgencia lĆ³gico con cuatro gĆ¼isquis y tres rones en la cabeza y una cama abierta sola, impĆŗdica y devoradora a un palmo de la borrachera. Ā”QuĆ© bueno el Ćŗltimo cigarrillo en la camaā¦!
Y todo esto sin contar con otra preguntita penĆŗltima que me hago, para intentar reĆr quizĆ”, para no llorar, por mĆ”s seƱas la siguiente: ĀæcĆ³mo es que tengo siete cajas de cerillas en casa si yo no fumo? Y como respuesta otra enumeraciĆ³n, otra retahĆla, otra recapitulaciĆ³n de sus breves historias adosadas, mĆ”s intensas unas que otras, mĆ”s o menos inculpadoras: una caja de cerillas hotel Metropol, reclamo para que al recordar las minivacaciones del verano haga memoria de lo bien que lo pasamos allĆ y vuelva de nuevo, pero Āæcon quiĆ©n?; otra, caja de cerillas de mi hermano que se empeƱa en que sea hombre anuncio y lleve publicidad de su empresa a toda costa, Ā”una funeraria muy famosa, por lo demĆ”s, menuda gracia!; otra caja un poco tontorrona, recuerdo de Granada, tambiĆ©n de Julia, caja estĆ”ndar subestĆ”ndar con dos tablitas pegadas con incrustaciones de hueso, nĆ”car, hilos de alpaca y maderas de colores, la taracea mudĆ©jar mĆnima que se puede regalar cuando el sueldo no da para mĆ”s; otra, una de esas cajas planas, por supuesto publicitarias tambiĆ©n, con apertura de solapa y dos ristras de cerillas de cartĆ³n que hay que arrancar antes de usar, en el momento justo que leemos por la parte de adentro una inicial manuscrita, repasada una y otra vez, una J, ciertamente, y un nĆŗmero nuevo de telĆ©fono, no aprendido aĆŗn, a los que los ojos se acercan en plan zoom, mientras resuenan por el crĆ”neo unos acordes oscuros, una mĆŗsica chan, chan, chan, tres notas graves de trompeta o fagot o violonchelo, de misterio y terror, de pura anticipaciĆ³n de los problemas por venir o algo parecido; otra mĆ”s enseguida, para amortiguar la zozobra, una caja de esas gorditas en la cocina, nunca fallan, fĆ³sforos de seguridad en envase con protecciĆ³n antigrasa y con ensalada Kaiser, cuatro personas (Ā”cuatro personas!), media lechuga, dos cucharadas de vinagre de manzana, cuatro de aceite, dos de hierbas mezcladas, sal, pimienta, ajo en polvo, cuatro tomates, dos cebollas, una cucharadita de limĆ³n, un cigarrillo, por Dios, medio pepino, media taza de leche agria y rabanitos, la literatura para el amo de casa solitario con el delantal asando manteca, copos de nieve, vete a freĆr espĆ”rragos; y despuĆ©s las cajas de cerillas de las charlas en casa de los amigos de madrugada, cajas que se te meten en los bolsillos ellas solitas, como cachorrillos desamparados que se escabulleran a su mĆ”s cĆ”lido cubil, y cuando te quitas los pantalones casi amaneciendo caen junto a las monedas etcĆ©tera, etcĆ©tera, etcĆ©tera, TarzĆ”n en la selva, seguro, y yo con el mono, el sĆndrome, la abstinencia, la paciencia, la percepciĆ³n hecha unas migas, adoquinada, los pellejitos de los labios todos arrancados, los nervios como alfileres, y una bombilla al final del pasillo de la angustia con una pregunta mĆ”s, ya definitiva, que me expreso en mis adentros de esta forma: Āæy si yo no fumo, y es verdad que no fumo, que ya no fumo, quĆ© demonios hago con todos esos ceniceros, con todos los mecheros y esas cajas de cerillas?, Āælos regalo?, Āælos tiro sin mĆ”s?; pero cĆ³mo va a tirar uno su historia, sus recuerdos, sus armas arrojadizas mejores, uno mismo que son esas cosas. Todo es cuestiĆ³n de fuerza de voluntad, se supone. La voluntad me abandonĆ³ del todo con las volutas de humo. Las fuerzas, me van quedando cada vez menos, Julia. Pero tengo suficientes para con esta mano que tiembla abrir el cajĆ³n y verlo ahĆ, cilindro aromĆ”tico, ducados que me va a salvar toda esta herencia de mecheros y cerillas, este revoltijo de contundentes ceniceros por la casa esperando a que me fume con urgencia los cigarros que dejĆ© de fumarme ayer y anteayer, estos dĆas tan graves, para que vaya dejĆ”ndoles una capa suave de cenizas y de historia que voy a seguir consumiendo hasta que resuelva dejar otra vez el maldito tabaco, esa decisiĆ³n tan sencilla que ya he tomado tantas y tantas veces, tĆŗ lo sabes, lo sabĆas.
Bueno, ya estoy fumando otra vez, Julia querida. TragĆ”ndome todo este humo. MatĆ”ndome mĆ”s despacio si cabe. PoniĆ©ndolo todo perdido de cenizas de nuevo, Julia. Hoy volverĆamos a discutir muy fuerte, como antes de anteayer, me temo. AsĆ que yo ahora me pregunto, ahora ya sin remedio de verdad, sin escapatoria posible, sin el mĆ”s mĆnimo disimulo: ĀæcĆ³mo es que tengo en la mesa de trabajo tantos bolĆgrafosā¦, si yo ya no escribo, tan solo apenas esto quizĆ”, que ya no cuenta, que ya no vale nada en verdad, que no servirĆa siquiera como una miserable y torpe nota de despedida?
HipĆ³lito G. Navarro (Huelva, 1961) es autor de una novela, Las medusas de Niza (Premios Ciudad de Valladolid 2000 y de la CrĆtica andaluza 2001), y de los libros de relatos El cielo estĆ” LĆ³pez (1990), ManĆas y melomanĆas mismamente (1992), El aburrimiento, Lester (1996), Los tigres albinos (2000), Los Ćŗltimos percances (2005, Premio Mario Vargas Llosa NH a mejor libro del aƱo) y La vuelta al dĆa (2016, Premios de la CrĆtica andaluza 2017 y de la Feria del Libro de Sevilla 2017). En 2022 publicĆ³ un cuento largo, El mueble inquieto, ilustrado por el pintor Jordi Garriga y prologado por Eduardo Mendoza. Sus relatos, traducidos a doce idiomas, estĆ”n recogidos en numerosas antologĆas del gĆ©nero en EspaƱa y LatinoamĆ©rica. Las antologĆas El pez volador (2008), en EspaƱa, y Tantas veces huĆ©rfano (2021), en Argentina, ofrecen cuidadas selecciones de sus cuentos.