Aunque los acontecimientos recientes del Open de Australia, donde Djokovic ganó el torneo y Murray anunció su retirada del tenis, hagan pensar lo contrario, lo cierto es que durante muchos años, el serbio y el escocés formaron parte de un mismo ticket, una misma posibilidad de alternativa al dominio de Roger Federer y Rafa Nadal. Es más, allá por 2005-2006, cuando ambos empezaban a dar sus sorprendentes primeros pasos en el circuito, más de uno pensaba que “el bueno” era Murray: aunque ambos destacaban por sus problemas físicos en cuerpos poco desarrollados, Andy parecía más cerebral, más tranquilo, más inteligente… una imagen que recordaba más a Federer, el gran dictador de la época.
Andy Murray, efectivamente, lo tuvo todo para triunfar y ser un ídolo de masas pero siempre se quedó un paso corto. En lo deportivo, su excelente currículo quedará siempre ensombrecido por su incapacidad para ganar más de tres torneos de Grand Slam, es decir, doce menos que Djokovic y catorce menos que Nadal, sus coetáneos. Con todo, siempre dio la sensación de poder competir con ellos. Competir, pero no ganarles. La prensa del mundo entero se empeñó en incluirlo en un supuesto “big four” al que realmente sólo perteneció como miembro de primera clase en el mágico año 2016, cuando ganó su segundo Wimbledon y acabó como número uno del mundo.
Fue aquella una carrera frenética por liderar la clasificación que decía mucho de lo que era Murray: el chico paciente se convirtió en un hombre impaciente y problemático. Nunca quiso agradar a nadie por mucho que el público y la prensa británica se empeñaran en que hiciera esfuerzos por ello. Murray pudo callarse y trabajar, como hizo Djokovic, pero nunca renunció a dar sus opiniones aunque no dejaran a nadie indiferente: en 2006, cuando su popularidad daba los primeros pasos, confesó en pleno torneo de Wimbledon que deseaba que Inglaterra perdiera en el Mundial de fútbol. How dare you! Los aplausos al heredero de Tim Henman se tornaron en abucheos y silbidos y ahí comenzaría su relación de amor-odio con el All England Lawn and Tennis Club que duraría al menos siete años más.
Gran Bretaña siempre vio en él al niño pequeño que se había salvado de la masacre de Dunblane, cuando un vecino, amigo de la familia, entró con una escopeta en la escuela de Andy y su hermano y mató a dieciséis niños. La prensa le veía como a alguien a quien cuidar y proteger, con ese cuerpo tan enclenque y desgarbado de sus primeros años. Sin embargo, Murray era imposible de tutelar. Su buen humor inicial, sus extravagancias, se tornaron en inconformidad en la cancha cuando empezó a ver que su evolución no era todo lo buena que podía desearse. Hasta 2012 no pudo ganar su primer grande, en Nueva York, tras varias finales perdidas, y hasta 2013 no logró su primer Wimbledon… Entonces, justo cuando por fin parecía dominar el mundo, llegó un nuevo bajón y hubo que esperar otros tres años para repetir triunfo en Londres.
Todo este artículo, hay que aclararlo, está escrito en un pulso entre la realidad y las expectativas. Si las expectativas eran tutear a Federer, Nadal y Djokovic, es obvio que no se cumplieron. Ahora bien, queda la realidad y es abrumadora: Murray ha sido finalista de los cuatro grandes, doble campeón olímpico, ganador de innumerables Masters 1000 y vencedor de las World Tour Finals, el antiguo Masters. Además, ganó sin apenas ayuda una Copa Davis para Gran Bretaña, quizá su mayor hazaña.
No, Murray nunca fue Nadal ni Federer y ni siquiera fue Djokovic, el llamado a ser su compañero de insurrección. Ahora bien, en lo extradeportivo fue mucho más que cualquiera de ellos: nunca faltó una rueda de prensa para denunciar el machismo imperante en el mundo del tenis y sus alrededores, fue el primer gran tenista en elegir a una mujer como entrenadora –la francesa Amélie Mauresmo- y defender su capacidad a capa de espada. Se declaraba tan admirador de Serena Williams como de cualquiera de sus compañeros de vestuario y cuando había que hablar de política, hablaba: siempre se recordará aquel tuit en pleno referéndum por la independencia escocesa en el que defendía el “sí” con un contundente “Let´s do it!”.
En definitiva, y eso sí le iguala a cualquier otro campeón de cualquier otro deporte, puede mirar hacia atrás y repetir aquello de “I did it my way” sin impostura alguna. No se dejó arrastrar por las críticas voraces de sus compatriotas, por las noticias sensacionalistas que se cebaban con su mujer y su madre, no quiso ser el niño mimado de nadie y se tomó sus decepciones deportivas con una gran elegancia. Es cierto que a veces dio la sensación de faltarle ambición. Toda la que le sobraba a Novak.
El mismo arrebato que le llevó en 2016 a exprimir su cuerpo hasta llegar al número uno del mundo fue el que acabó con toda posibilidad de continuidad. Murray ganó la batalla y perdió la guerra: se dejó la cadera y las articulaciones en el camino y se condenó a dos años de irrelevancia en el circuito. Ahora bien, hay batallas que valen por mil y en cualquier caso esa era la batalla que se le puso entre ceja y ceja, la oportunidad de demostrar por una vez que sí, que él podía haber tenido el palmarés de los demás. Que todo era proponérselo y ponerse a ello.
Solo que, ya decimos, para cuando se dio cuenta de la fórmula –Djokovic lo tuvo claro de 2011 en adelante- ya era demasiado tarde. Llevaba doce años como profesional y estaba próximo a cumplir los 30. La extrema longevidad de los campeones actuales invita a pensar que los cuerpos son infinitos… pero no lo son. Tarde o temprano dicen basta. Lo que nos cabe esperar de Andy Murray en los próximos meses depende de si decide operarse para acabar con los dolores o no. En el segundo caso, podrá tener algo parecido a una gira de despedida con todos los honores que merece. En el primero, el partido contra Roberto Bautista en Australia puede haber sido el último como profesional. Partido en el que, por supuesto, todo se torció y acabó cediendo en cinco sets casi dos semanas antes de que Djokovic levantara su séptimo trofeo en Melbourne, en la misma pista donde Murray disputó (y perdió) cinco finales a lo largo de su carrera.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.