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David Foster Wallace nunca entendió a Rafael Nadal

El físico de Nadal lo ha abandonado demasiadas veces como para considerarlo la única razón de su éxito. Hay una rutina de trabajo sin la que no se entiende su regularidad. Nadal es uno de los jugadores más inteligentes de la historia, un hombre siempre consciente de sus carencias y que obliga al contrario a jugar el partido en territorio comanche.
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Después de varios años peleándose en las pistas de Argentina y de Brasil, Rafa Nadal decidió a finales de la temporada pasada renunciar a la gira sudamericana e incluir de nuevo en su calendario el torneo de Acapulco. En principio, la decisión resultó extraña: el cemento mexicano podía causar más problemas a sus articulaciones y la humedad del popular puerto implicaría sin duda un mayor desgaste físico. Sin embargo, él sabía lo que hacía.

La elección de Acapulco tenía que ver con el presente pero también con el pasado. En sus dos actuaciones anteriores en el torneo -ambas sobre tierra batida, eso sí-, el español se había llevado dos trofeos de campeón con un palmarés inmaculado: diez partidos y veinte sets ganados de forma consecutiva que llegaron a ser catorce y veintiocho. Todo hasta que se cruzó Sam Querrey en la final y desbarató la estadística. Viene siendo una constante en la trayectoria reciente de Rafa: una serie de victorias contundentes levantan todas las expectativas para venirse abajo con una derrota totalmente inesperada en el momento decisivo.

Con Nadal se pierde a menudo el término medio y también se perdió en México, por supuesto. Hablamos de un hombre que lleva doce años ya entre los diez primeros del mundo, sin ausentarse ni una sola semana. Mientras los más optimistas aprovechan cualquier indicio para anunciar su enésimo advenimiento, los más pesimistas viven cada derrota con la sensación de fin de ciclo, de “nada será lo mismo” que acompaña a los últimos años de todos los grandes deportistas. En cierto modo, el final de Nadal está siendo como el de Federer, un continuo preguntarse hasta cuándo.

Sin embargo, con la temporada de tierra batida aún por empezar, las señales que transmite Nadal son inmejorables. No son las de un dominador porque ya no lo será nunca, como no lo será Roger. Son las de un jugador que aspira a todo en cualquier superficie y eso hace tiempo que no se veía. En la misma pista donde Novak Djokovic perdía en cuartos de final, Nadal fue sumando víctimas de mayor o menor enjundia –curiosamente, su partido más sencillo fue ante un top ten como Marin Cilic- pero sobre todo fue mostrando una seguridad en sí mismo que no deja de recordar los mejores tiempos: derecha sólida, saque que apenas da opciones al rival y acoso constante desde el resto.

De Nadal se ha escrito mucho pero a menudo se ha escrito mal. Culpa de ello puede tenerla la juventud con la que llegó a la élite –apenas había cumplido diecinueve cuando ganó su primer Abierto de Francia en Roland Garros- o la mística alrededor del famoso artículo de David Foster Wallace sobre la final de Wimbledon de 2006. Pareciera que todo en Nadal es coraje cuando el coraje es solo una de sus múltiples armas. Dejando lo apolíneo –la belleza, sí, pero también la razón- del lado de Federer, Foster Wallace dejaba a Nadal como poco más que una fuerza de la naturaleza, un continuo nacimiento de la tragedia tras cada bola imposible.

Es indudable que la leyenda de Nadal se ha construido a partir de esa voluntad de poder: seguir adelante donde los demás se rinden. Durante sus quince años como profesional, el jugador español se ha caracterizado por hacer lo que los otros se niegan: correr un metro más, sudar una gota más, jugar un intercambio más… muchos de sus partidos han sido auténticas montañas rusas donde las derrotas se convertían en victorias inesperadas y algunas victorias –las menos- acababan en derrota sin saber muy bien por qué.

Que Nadal es un jugador cuyo físico es importantísimo no debería ocultar una cuestión clave: su físico le ha abandonado demasiadas veces como para considerarlo la única razón de su éxito. Más allá de la épica, las montañas rusas y los brazos musculosos hay una rutina de trabajo sin la que no se entiende precisamente esa regularidad de lustros. Nadal es uno de los jugadores más inteligentes de la historia, un hombre siempre consciente de sus carencias que obliga al contrario a jugar el partido en territorio comanche. Es capaz de ganar cojo, manco e incluso desacertado. Hace un par de años, su tío Toni afirmó: “Rafa es el jugador que más veces gana jugando mal”. Nadie se atrevió a rebatirle.

Y es que, en el fondo, aquello no era un ataque. Era el diagnóstico de una situación peligrosa que otorgaba aún más mérito a su carrera. Ganar jugando bien lo hace cualquiera. Ganar jugando mal requiere de una consistencia mental y táctica a prueba de bombas. Nadal siempre sale con un plan en la cabeza y siempre te pone la bola donde tú no quieres jugarla. A veces gana el punto y la mayoría, te lo hace perder. Es un animal competitivo como se han conocido pocos en cualquier deporte y eso va más allá de sus carreras de lado a lado de la pista. Tiene que ver con dónde, exactamente, aterriza la bola después de cada sofocón.

Nadal nunca tuvo el talento de Federer y nunca aspiró a tenerlo. Se limitó a buscar la manera de ganarle y lo consiguió tantas veces que el mundo quedó con la boca abierta. No solo era cuestión de que el suizo tuviera que jugar una bola más sino que tuviera que jugarla de revés y por encima de la cadera. Incluso la pasada final del Open de Australia vivió uno de esos “momentos Nadal” que cambian partidos cuando, visiblemente cansado, empezó a sacar contra el cuerpo de su rival, una táctica que Federer tardó un set y medio en descifrar y que a punto estuvo de llevar el trofeo a Mallorca.

Coincidiendo con una de las enésimas remontadas de Nadal, creo que en los pasados Juegos Olímpicos, se me ocurrió tuitear que Rafa era “el mayor competidor de la historia”. Probablemente fuera una exageración y así lo tomaron la mayoría de mis seguidores, que creían que había perdido la cabeza. Sin embargo, incluso en frío, cuesta pensar en alguien que le supere. Todos pensamos en Michael Jordan, claro, pero Michael Jordan era Michael Jordan, probablemente el jugador con más talento que ha existido jamás. Competir y ganar desde el talento, como ya he dicho antes, no es sencillo… ahora bien, competir y ganar desde las limitaciones es un desafío heroico.

En Acapulco vimos solo destellos de esa fiera competitiva. Falló, precisamente, donde nunca falla –en toda su carrera, solo tres veces había perdido una final contra un rival alejado de los cuarenta primeros de la clasificación ATP-, pero todo hace indicar que “el rodillo” está de vuelta, esa máquina engrasada de buscar ángulos y cambiar alturas. De acelerar y frenar. De combinar derechas paralelas y reveses cruzados. Una máquina cada vez más falible, eso es cierto, pero con las herramientas necesarias para aspirar a todo. No al dominio absoluto de 2008, 2010 o 2013 pero sí a una superioridad suficiente como para que vuelva a partir como gran favorito en cada torneo. Los grandes, los pequeños y todos los intermedios.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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