Estampa de Durango

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Once de la noche, carretera Durango-Gómez Palacio. Hace más de cien kilómetros que no hemos visto otro automóvil. Voy a La Laguna después de una charla en la capital duranguense, una ciudad remozada y hermosa que esconde, apenas, un proceso electoral inequitativo. El trayecto hacia Gómez Palacio ha servido para una larga charla sobre política y seguridad con el hombre que va al volante, un duranguense de menos de 30 años de edad que trabaja para el gobierno estatal. Animado, me ha platicado sobre la elección (“ganó la oposición, pero el PRI supo robársela”) y, ahora, sobre narcotráfico. Me explica que la región hacia donde nos dirigimos es poco menos que una zona de guerra. La próspera Laguna es territorio zeta, mientras que Durango pertenece a los Mayos. Ahí, en el puente sobre el río Nazas, está la frontera entre unos y otros. Y la batalla no se ha detenido ni un instante.

La capital de Durango, me dice, pertenece a los M, como se conoce a los partidarios de Ismael Zambada. La llegada de los Mayos prometía seguridad y prosperidad. “Nos dijeron que ya no iba a haber violencia ni robo de autos. Tampoco secuestros”, me dice mi interlocutor. “Pero no han hecho nada: prometieron cosas que no han cumplido”. Al escucharlo, caigo en la cuenta de que habla del grupo leal a Zambada como otros mexicanos hablaríamos del gobierno: compromisos de seguridad y prosperidad, todos quebrantados. Le pregunto si advierte la paradoja: “Estás hablando de los delincuentes como si fueran el gobierno”, lo interrumpo. Mi observación no lo hace titubear. “Pues sí”, me dice. “Es que ellos son el gobierno”.

Nos acercamos a Gómez Palacio. En el asiento trasero viaja mi anfitriona, una mujer alegre y de carácter firme que ha hecho el favor de invitarme a esta tierra. Apenas se avizoran las primeras luces de La Laguna y mi amiga se incorpora: tensa los hombros y le ordena al chofer: “Ojo con los altos”; “Espera: deja espacio entre nosotros y ese coche”; “Aguas con esos que van por allá”. Ha pasado las últimas horas descansando y riendo, sin mayor preocupación. Le pregunto el por qué de la súbita alarma. Gómez Palacio, me explica, no es chiste. Ahí hay que aplicar todas las recomendaciones para ciudades límite. Por eso mantendremos una distancia de cuatro metros en los semáforos. Por eso miraremos a todos lados como si el mal fuera a aparecerse de la nada. Por eso iremos en silencio, rápido, con la inquietud que sólo provoca la cercanía de la amenaza. Es la vida en Durango. Y en la pujante Laguna. La realidad destilada de este México.

Al final del trayecto me atrevo a preguntarle al chofer por El Chapo Guzmán. “¿Dónde imaginas que está?”, le planteo casi por morbo. De nuevo, no tarda ni un segundo en responder. “En Italia”, me dice: “Ese señor se codea con lo más alto del mundo”. Y entonces, de la nada, me hace una propuesta. Sabe que soy periodista porque me ha acompañado durante el día. Quiere saber si me interesaría conocer a un narco, entrevistarlo. La propuesta me sacude. Pienso que estoy con un infiltrado, en medio de una escena de película. Pero no, la realidad es muy distinta. Este muchacho conoce a un narco (tiene “contactos”) porque medio mundo aquí conoce o sabe de un narco. La invitación me la ha hecho él, pero podría haber sido cualquiera. No hay más de dos grados de separación. Así, el chofer me cuenta de un tío, de un amigo, de un conocido. “El día que quieras”, me dice. Cuando le pido que elabore, me suelta una loza: “En Durango, o trabajas para el gobierno o trabajas para el narco. Cualquiera que intente hacer otra cosa tiene que rendirle cuentas a cualquiera de los dos”. Afuera, la noche en la frontera entre Durango y Coahuila oculta ranchos que, me dice, son de Mayos. Otros pertenecen a Los Zetas. Y ahí, entre ellos, la guerra. El caos. Las armas chapadas en oro y plata. La juventud perdida. Imagino a los narcos durmiendo bajo las estrellas, tranquilos. Hace años que no veía tantas.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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