Apuntes acerca de por qué nos gusta lo que nos gusta

El gusto hacia los objetos artísticos depende tanto de factores psicológicos como de la historia de cada persona. Por eso son tan personales y, a veces, tan difíciles de explicar.
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Quizá la decisión surgió tras comprobar, con Stranger Things, el buen resultado que da acicatear la nostalgia de quienes fuimos niños en los ochenta y hoy andamos cerca de los cuarenta. Me refiero a la decisión, por parte de Netflix, de presentar la serie animada Robotech entre su oferta desde el mes pasado. Reconozco que soy uno de esos a quienes, con solo ver la intro de cada capítulo, con solo escuchar los primeros acordes de la canción del programa, se les erizan los pelitos de los brazos.

En realidad, volví a Robotech en varias ocasiones a lo largo de mi vida. Un canal de cable la repuso cuando yo estaba terminando la escuela secundaria; mis compañeros se burlaban de mí por mirar dibujitos. Una década más tarde el canal Retro lo puso en pantalla. Esta señal desapareció del aire en abril de 2009: lo último que emitió antes de extinguirse fue un episodio de Robotech. Tengo la serie completa en DVD, y también se puede ver, desde hace años, en YouTube. Quizá la única novedad de Netflix sea no poder verla con el doblaje con que la vimos hace tres décadas. Y eso es una pérdida, la verdad.

Esos retornos a Robotech me hicieron pensar en los cambios en mis gustos y mis formas de mirar a lo largo de los años, y también en las diferencias entre mis formas de mirar y las de los demás. En algún momento, en alguno de esos regresos, me di cuenta de algo: en los ochenta, lo que más les gustaba de la serie a la mayoría de los niños eran las naves varitech, esos aviones que se convertían en enormes robots humanoides. Los dibujábamos, jugábamos a pilotarlos, los más afortunados tenían los juguetes oficiales de la serie. Pero a mí esos aviones no me generaban mayor entusiasmo. No era por eso que la serie me gustaba.

Lo que a mí me gustaba —aunque cuando era niño no podía tomar conciencia de esto— eran las historias de los personajes: el triángulo amoroso entre Rick Hunter, Lisa Hayes y Lynn Minmei, la amistad entre Rick Hunter y Roy Fokker, la trágica muerte de este último, el impacto que las costumbres humanas generaban entre los enemigos extraterrestres (los zentraedi) y otras cosas así. Para eso no hacían falta aviones.

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Cambiemos de serie: hablemos de Mad Men. Alguien me dijo hace poco que lo que más disfrutaba de ella eran esas reuniones en las que Don Draper y sus compañeros discutían ideas y planificaban estrategias para las campañas publicitarias. “Todo el capitalismo está condensado en esas escenas”, me decía, palabras más palabras menos, con un brillo de entusiasmo en los ojos, esta persona. Le contesté que, para mí, esas escenas eran lo más aburrido de Mad Men. Entendía que eran necesarias para el avance de la trama, pero lo que a mí me importaba eran las vidas de Draper y de Olson y Campbell y Sterling y los demás.

Las campañas publicitarias me daban igual. Para mí no eran más que un MacGuffin, ese recurso bautizado por Alfred Hitchcock que permite que un relato avance pero que para el espectador no tiene mayor importancia (“en historias de rufianes siempre es un collar y en historias de espías siempre son los documentos”, dijo el director de Psicosis). Pero entonces se me ocurrió que quizás a algunas personas sí les interesen los MacGuffins. O más aún: tal vez lo que para alguien es un MacGuffin, no lo es para las demás.

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Vuelvo a cambiar de serie: House of Cards, que le gusta tanto a tanta gente. Cuando traté de verla, me aburrió y la abandoné a la mitad de la segunda temporada, después de darle muchas más oportunidades de las que le habría dado si no hubiera llegado precedida de tanta alharaca. Varias personas me dijeron que seguramente no me gustó porque no me interesan (y me generan bastante rechazo) las internas, los corrillos y las roscas de la política. Es una explicación posible. Pero la verdad es que el mundo de la publicidad tampoco me interesa demasiado, y sin embargo Mad Men me fascinó.

Y es que la clave radica precisamente en dónde se coloca el foco al narrar una historia. Mientras en Mad Men el foco se sitúa sobre los personajes y los “negocios” ocupan momentos breves y destinados a hacer avanzar la serie, en House of Cards el foco está sobre los “negocios” y los personajes tienen mucha menos importancia. Don Draper está en constante lucha contra sus demonios y durante años lo hemos visto desbarrancarse, ponerse de pie y caer otra vez; Frank Underwood (hasta donde lo vi) no duda, y eso lo hace plano: un prototipo del mal absoluto, sin límites y sin escrúpulos. Lo que en Mad Men son MacGuffins, en House of Cards es el eje: como si toda la serie no fuera más que un gran MacGuffin empeñado en hacerse avanzar a sí mismo.

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Pero si House of Cards es tan elogiada y premiada, ¿quién soy yo para decir que no es una buena serie? El hecho de que no me gustara me llevó una vez más a la gran pregunta: ¿por qué nos gusta lo que nos gusta? Un estudio publicado por la Universidad de Cambridge en 2013 concluye que el gusto hacia los objetos artísticos depende tanto de factores psicológicos como de la historia de cada persona, y propone un análisis desde un “marco psicohistórico”, el cual, a diferencia de los que se han hecho hasta ahora, dé la misma importancia a ambos elementos. La psicología y la historia de cada uno: allí reside la explicación de que los gustos sean tan personales y de que, incluso, varíen tanto en una misma persona con el paso del tiempo.

Un caso más. La saga de Volver al futuro me parece una de las películas más geniales que hay, sin que le hagan ninguna mella las pequeñas incongruencias en la trama de las que me fui enterando con los años. Las películas de Star Wars, en cambio, no me mueven un pelo: me cuesta entender cómo es que movilizan tantas pasiones. Pero hay una idea que me inquieta y me perturba. Quizá todo se deba al momento en que las vi: Volver al futuro, de niño; Star Wars, ya de mayor. Quizá, si hubiera sido al revés, ahora sería fan de Star Wars y Volver al futuro me parecería una nadería ingenua y bastante sosa. Quién sabe.

La idea me inquieta y me perturba porque ciertos gustos definen nuestra personalidad, nuestra forma de ser. Si mis gustos fueran diferentes, yo no sería yo: sería otra persona. Supongo que todos sentimos lo mismo, porque todos estamos contentos con los gustos que tenemos, de ser quienes somos. A mí, por lo menos (y perdón por lo autorreferencial del artículo, pero, dado que se trata de gustos, casi que no pude evitarlo), me encanta ser este al que se le erizan los pelitos de los brazos cuando escucha la música de inicio de Robotech, o cuando ve al Doc Emmett L. Brown decirle a Marty McFly que allá a donde van no necesitan caminos.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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