Amado Nervo escribió un poema titulado “A Kempis”, que termina diciendo:
¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste!
¡Ha muchos años que estoy enfermo,
y es por el libro que tú escribiste!
El poema puede tomarse por el lamento de un hombre que se contagia de asco por la existencia o puede leerse como un reclamo o un texto irónico. Pero La imitación de Cristo, el libro de Tomás de Kempis, no tiene vuelta de hoja: es una bajeza, un compendio de hipocresías, un supuesto discurso amoroso que no muestra sino desprecio por el ser humano. Mientras en Italia celebraban con gran arte y literatura que el hombre fuera hombre, el grisáceo y germano Kempis buscaba desdichar al ser humano. Para esto se inventó un cristo que muy poco resembla el de los evangelios.
Entre sus dorados consejos, Kempis solicita a sus lectores mantenerse en la ignorancia, pues el que más sabe, más duramente será juzgado. Mejor es saber poco y poco entender. “No tengas deseo demasiado de saber porque en ello se halla grande estorbo y engaño”. Al igual que ciertos iluminados contemporáneos, se lanza contra los intelectuales: “Los letrados gustan de ser vistos y tenidos por tales”. Solicita con autoridad que “callen los doctos”. Juzga que “muchos estudian más para saber que para vivir bien”, como si no se diera cuenta de que enorme placer hay en saber y que quien sabe más vive mejor. Supongo que recomienda leer revistas de TVbasura, pues dice: “Nunca leas cosas para mostrarte más letrado o sabio”.
También con un espíritu muy de nuestros días, Kempis aconseja no interesarse por las artes o las “vanas ciencias”. Mejor es temer el conocimiento que de ellas resultan. “No quieras con presunción saber cosas altas, mas confiesa tu ignorancia.” Supone que allá en el cielo Dios prefiere a los babosos, y quién sabe, tal vez en eso tenga razón. Para dejarlo claro, enuncia el lema de los ignorantes: “Ciertamente en el día del juicio no nos preguntarán qué leímos”.
La máxima de la sabiduría griega de “Conócete a ti mismo”, él la convierte en “Despréciate a ti mismo”. Nos pide que aprendamos a despreciarlo todo y, en el colmo del odio por la humanidad, proclama: “Verdaderamente es cuerdo el que todo lo terreno tiene por estiércol”. Ya me veo invitando a casa al pesado de Kempis. Le preparo una deliciosa paella de mariscos y:
“¿Qué te pareció la cena, Kempis?
“Estiércol.”
“¿Estaba bueno el vino?”
“Una mierda.”
Ya es raro que el cristo enseñara a pedir el pan de cada día cuando el padre había dejado claro que ese se gana con el sudor de la frente, pero Kempis, como mal padre, es de los que darían una piedra al hijo que pide pan: “Dame, Señor, de comer el pan de lágrimas”. Para machacar más en la desgracia de haber nacido, resopla: “Bienaventurado el que tiene siempre la hora de su muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir”. Y agrega para acabar de lanzar un escupitajo al ser humano: “En muchas cosas te conviene ser ignorante, y estimarte como muerto sobre la tierra”.
La imitación de Cristo hace evidente que Kempis es precisamente lo que critica: un letrado soberbio. Su soberbia es tal, que destila gran desprecio en su fingida caridad. Y es que suele agazaparse mucho odio detrás de los que dicen amar. Le ocurre a quienes creen imitar a un cristo hecho a modo. Lo que acaban tomando de él es una supuesta supremacía y una emponzoñada pureza moral; entonces se creen envueltos en coraza de santidad o divinidad. “Mis juicios han de ser temidos, no examinados; porque no se comprenden con entendimiento humano”. Con tal sentencia se mata todo argumento. “Yo soy digno de ser alabado y ensalzado sobre todas las cosas.”
Cada loco con su cristo.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.