Foto: Johnny Cyprus, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons

Progresos morales

Se dirá que el progreso de la conciencia moral no tiene efectos prácticos, pero los tiene. Y más cuando se vuelve conciencia pública, gracias a la prensa libre y la libertad de expresión.
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Se dice que el progreso moral no ha llegado tan lejos como el progreso técnico. Es discutible.

De la geometría griega y la ingeniería romana al lanzamiento de satélites, el salto ha sido vertiginoso. Pero no más que la emancipación de la mujer. Y el derecho femenino al voto (un progreso moral) empezó un siglo antes que la píldora anticonceptiva (un progreso técnico).

Del progreso moral, hay antecedentes en la naturaleza. La solidaridad es obvia en el cuidado de las crías. También existe el altruismo animal: arriesgarse y hasta sacrificarse para salvar a otro. Todavía más notable si el otro no es de la misma especie, como el perro que salva a un niño.

Darwin fue mal leído por el “darwinismo social” de Herbert Spencer (1820-1903), que predicó la “selección natural” de los triunfadores despiadados en el mundo del poder, la fama o el dinero. Y por Francis Galton (1822-1911), que tuvo la peregrina idea de mejorar la especie humana cruzando los mejores hombres con las mejores mujeres, como se hace con el ganado. (La novela Un mundo feliz de Aldous Huxley es una sátira de la eugenesia).

La misma idea grotesca tuvieron los creadores de un banco de semen de genios reconocidos (véase en la web: Nobel Prize Sperm Bank).

Richard Dawkins (El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, 1976) llevó el darwinismo a los genes y negó el altruismo: “No hay tal
en la naturaleza, ni lo ha habido en la historia”. Curiosamente, llama egoístas a los genes, que es como llamar egoísta al Vesubio por su indiferencia a los desastres.

Con más sentido evolutivo, Piotr Kropotkin escribió El apoyo mutuo, un factor de la evolución (1902).

El apoyo mutuo culminó en las doctrinas de “libertad, igualdad, fraternidad” del cristianismo, la Revolución francesa, el liberalismo, el socialismo y otros ismos, con desviaciones, regresiones y crímenes cometidos en su nombre.

No hace tantos milenios, el infanticidio, la guerra, la esclavitud, los sacrificios humanos y el canibalismo eran comunes. Los torneos macabros del circo romano y las hogueras de la Santa Inquisición fueron espectáculos populares.

Hasta el siglo XIX, la conquista, el colonialismo, la discriminación, la pena de muerte, la tortura, los malos tratos (a mujeres, niños, subordinados, pobres, presos, animales, bosques, mares, ambiente) parecían realidades de la vida, no escándalos que exigen solución.

Hasta principios del XX, la guerra no escandalizaba ni a las mejores conciencias europeas. En 1914, muchos fueron a la Gran Guerra con la alegría de participar en algo noble, épico, glorioso. Los himnos nacionales (casi todos decimonónicos) lo reflejan: “Mexicanos, al grito de guerra”…

El desprestigio de la guerra es un progreso moral reciente, una mutación de la conciencia que destruyó un fetiche milenario.

El siglo XX, con todos sus horrores (guerras mundiales, racismo, persecución de minorías, gulag, hornos crematorios, bombas atómicas, comunismo, nazismo, fascismo), y quizá por la experiencia de tales horrores, terminó siendo un siglo de progresos morales.

La no violencia de Gandhi y Martin Luther King, el pacifismo, los movimientos por el desarme y los derechos humanos, el repudio a la pena de muerte, el ecologismo, la tipificación del genocidio, el feminismo, los derechos de los niños y la defensa de los consumidores son progresos recientes.

Más reciente aún (1993) es el reclamo de transparencia del poder, un progreso que rompe con la tradición milenaria del secreto de Estado.

Exigir transparencia y afirmar los derechos humanos frente a la autoridad es negar la soberanía del poder, algo antes inconcebible.

En la tradición autoritaria, el Estado es soberano, sabio y justo. Siempre tiene razón. Puede juzgar, pero no ser juzgado. Así también la Iglesia, los padres, los maestros.

La creación de organismos internacionales para negociar, juzgar, mediar y, en lo posible, resolver conflictos ha sido un progreso moral del siglo XX.

Más avanzado sería crear una fuerza pública de las Naciones Unidas que sus miembros débiles puedan contratar para garantizar sus fronteras y su independencia, ahorrándose un ejército propio.

Se dirá que el progreso de la conciencia moral no tiene efectos prácticos, pero los tiene. Y más cuando se vuelve conciencia pública, gracias a la prensa libre y la libertad de expresión.

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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