Once de la noche. Domingo en el sรบper, haciendo cola para pagar. Hablo por telรฉfono, en espaรฑol, con un amigo. Cuelgo. Una mujer, de esas a las que no se les puede calcular la edad (treinta, cincuenta) con la complexiรณn de una cuchara, voltea y con los ojos desorbitados me pregunta en inglรฉs:
ยฟDe dรณnde eres?
De Mรฉxico, respondo.
De manera instintiva, como cuando quitamos la mano tras tocar un plato demasiado caliente, la mujer da un paso para atrรกs.
ยฟDe Mรฉxico? ยฟVives allรก?, inquiere, con la voz trรฉmula.
No, Vivo aquรญ.
ยฟPero eres de Mรฉxico?
Sรญ.
La mujer de nuevo recula. Se aleja como cangrejo. Tres o cuatro pasos hacia atrรกs, su espalda pegada al mostrador de las revistas. Sujeta su galรณn de leche como una madre aferrรกndose a su reciรฉn nacido.
ยฟNaciste allรก?
Sรญ, pero no he ido a Mรฉxico en un rato.
Silencio. Una seรฑora pasa y nos pregunta si estamos formados para pagar. La mujer cuchara se ha separado de la fila: parecemos dos viejos conocidos que se acaban de reencontrar, pero que nunca se han caรญdo bien.
ยฟEn cuรกnto tiempo?, pregunta.
No he ido a la ciudad de Mรฉxico en dos meses, respondo con una sonrisa. Espero que esta informaciรณn le sea suficiente.
Ella no sonrรญe de vuelta, pero vuelve a formarse. No lo hace con confianza. Mantiene una cierta lejanรญa. A pesar de que me parece ridรญcula, decido no incomodarla: me mantengo a tres pasos de distancia.
La mujer compra su galรณn de leche y una caja de kleenex.
Be safe, me dice, antes de irse.
Yeah, you too.
Pensando que es un incidente aislado, me voy a mi casa a cenar y dormir.
Dos dรญas despuรฉs, esperando un camiรณn en la calle 23, una seรฑora de aspecto angustiado, con una melena rojiza y alborotada, me pregunta, al escuchar mi acento, de dรณnde soy.
De Mรฉxico, respondo.
Y, de nuevo, retrocede. No hay recato, ni disimulo.
– Daniel Krauze