Foto: MX, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Castigar al futbol mexicano no es la solución

Es difícil cambiar la situación del futbol en un país que tiene problemas mucho más serios que su deporte más popular. Y, por más desesperada que esté la afición, ni siquiera el harakiri futbolístico sería la píldora mágica.
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A los mexicanos nos gusta pensar que somos únicos. “Como México no hay dos”, reza el dicho. “Esto solo pasa en México”, tendemos a repetir cuando nos enteramos de un caso de corrupción o una situación surrealista que tiene que ver con nuestras autoridades.

En general, sin embargo, nuestras afirmaciones de unicidad no están basadas en ningún argumento real, y tienen más que ver con nuestro desconocimiento de lo que sucede en otros lares que con comportamientos realmente únicos.

Dicho esto, en los últimos meses el futbol mexicano se ha encontrado con un fenómeno con el que jamás me había encontrado en las casi cuatro décadas que llevo de afición y las más de dos que llevo estudiando al deporte a profundidad. Hay una parte de la afición que desea que a su selección le vaya mal. No solo eso: desea que se le acumulen los males.

Tras la violencia que se suscitó en el Querétaro-Atlas del sábado 5 de marzo, comenzó una campaña en redes sociales con la consigna de que México sea castigado por la FIFA y no vaya al Mundial. Muchos participantes remataban con el deseo de que, además de perderse la cita de Qatar 2022, el máximo organismo del futbol mundial le retirara también la sede en 2026.

Varios amigos extranjeros me preguntaron qué mosca le había picado a los aficionados del Tri. Una cosa es desearle mal al club rival de tu equipo en una competencia internacional, como suele suceder en países apasionados, como Argentina, Brasil o Italia, pero esto estaba lejos de cualquier fenómeno que ellos hubieran visto antes. Es un deseo suicida, un harakiri futbolístico que, esta vez sí, nos hace únicos a nivel mundial.

No es que no existan razones para ello. Existen y, paradójicamente, tienen que ver con esa sensación de los mexicanos de que somos únicos, aunque no lo seamos.

En principio, todo tiene que ver con un hartazgo general. Nuestro país se ha polarizado de tal forma que parecemos estar enojados con todo y con todos. Tiene que ver con la política, por supuesto, pero también con el futbol. La gente está molesta aunque, en principio, parecería no haber razones para estarlo. O por lo menos, las razones no son nuevas. El futbol mexicano no está objetivamente peor que en los últimos 30 años. Sin desplegar un estilo atractivo, la selección está en camino de calificar a Qatar 2022. La Liga MX, por su parte, se mantiene en la cima de su región, habiendo ganado la Concachampions en 16 ocasiones seguidas (aunque la edición de este año no tiene muy buena pinta).

Los jugadores mexicanos en Europa, sin destacar enormemente, han mantenido un nivel razonablemente bueno. Raúl Jiménez, Héctor Herrera, Édson Álvarez e Hirving Lozano (antes de su lesión) son titulares en equipos de buen nivel en sus ligas. Érik Gutiérrez y Johan Vásquez han sorprendido positivamente esta temporada.

La Liga MX ha tenido sus chanchullos y sus decisiones absurdas, pero no ha sido distinto en las últimas décadas. Se anuló el descenso, se cambió a un equipo de sede, hubo una bronca mayúscula pero, en la práctica, no es que haya pasado nada mucho más terrible que en años anteriores. Business as usual para el futbol mexicano.

Sin embargo, la reacción ante cada uno de esos acontecimientos ha sido de una rabia tal, que incluso a esos aficionados les parece que el máximo castigo futbolístico que puede existir –la inasistencia de la selección al Mundial, o incluso el retiro de la sede de 2026– es aceptable a cambio de la minúscula posibilidad de que la situación general del balompié nacional se modifique.

El hartazgo podría explicarse por el aburrimiento. La sensación es que el futbol mexicano se ha mantenido estático por los últimos 30 años, con los mismos problemas, la misma corrupción y los mismos resultados, aunque estos –los triunfos en la Concachampions o la clasificación consecutiva de la selección en siete instancias a los octavos de final en Copas del Mundo, y su posterior eliminación sin poder subir otro escalón–en la práctica sean positivos.

El aficionado quiere cambios. Que pase algo, lo que sea. Por supuesto, sueña con mejorar, pero es la inactividad la que lo incomoda. “A qué vamos al Mundial, si vamos a quedar igual”, dicen algunos, cuando la realidad es que solo México y Brasil han avanzado más allá de la fase de grupos tantas veces seguidas. “Ganar la Concachampions no sirve, deberíamos jugar en Conmebol”, dicen otros, sin entender que no hay posibilidad alguna de cambiar de confederación.

La realidad es que, si se analiza la realidad del país, no hay argumento alguno para sostener que el futbol mexicano debería estar por encima de donde está. México ocupa el lugar número 70 en la lista de países ordenados por PIB per cápita y el 124 en el índice de percepción de la corrupción. ¿De dónde sacan que nuestro deporte más popular debería ser un ejemplo de limpieza y que nuestro representativo tendría que ocupar una posición entre los ocho mejores? Lo raro es que no esté peor de lo que está.

Lo mismo sucede con los incidentes del Atlas-Querétaro, que desencadenaron la campaña para que México quedara fuera del Mundial. Un día después de la bronca, platicaba con un directivo que me decía: “obviamente, lo que sucedió es horrible, pero ¿qué esperábamos en un país con los índices de violencia que tenemos? Era cuestión de tiempo para que sucediera algo así. De hecho, es un milagro que no hubiera pasado antes”.

Por supuesto, eso no quita que haya muchas cosas por mejorar en el futbol mexicano, y que se deba exigir a los directivos que dejen sus malas prácticas. Pero la inconformidad extrema de los últimos años parece exagerada y la forma de manifestarla, absurda.

¿Qué ganaríamos no yendo al Mundial? Si el pasado es un buen indicador, nada. En 1988, la FIFA suspendió dos años a México por alinear jugadores pasados de la edad en un torneo juvenil. Para una generación muy talentosa, encabezada por Hugo Sánchez en su mejor momento, eso significó perderse el mundial de Italia 90. Los directivos de entonces se quedaron sin su puesto, pero dos años más tarde el Tri juvenil volvió a alinear “cachirules”. Los ricos no se hicieron menos ricos y los transas no se hicieron menos transas. Simplemente, la afición perdió la oportunidad de disfrutar al mejor jugador de su historia, en el máximo escenario, en pináculo de su carrera.

La fantasía es ridícula. El futbol es un gran negocio, y no ir al Mundial, si bien significaría un impacto para los directivos, no los haría pobres ni cambiaría sus prácticas. Cuando acabara el Mundial de Qatar sin México, nos olvidaríamos del mal trago y todo seguiría como antes.

Más ridículo aun es el modo en el que algunos aficionados –y ciertos nuevos “medios” de Twitter y YouTube– quieren provocar esa ausencia mundialista, gritando “puto” en los partidos, una práctica que se ha vuelto la falsa bandera de los supuestos justicieros sociales. Según ellos, lo hacen como castigo por las malas prácticas del futbol mexicano. La realidad es que lo hacen porque les molesta que no los dejen gritar lo que quieran, por más que sea un insulto homofóbico. Es la vieja mentalidad del “si no gano, arrebato”, que no nos hace únicos, pero tampoco inteligentes.

En resumen, es difícil cambiar la situación del futbol en un país que tiene problemas mucho más serios que su deporte más popular. Y, por más desesperada que esté la afición, ni siquiera el harakiri futbolístico sería la píldora mágica. En lugar de intentar destruirlo todo con conspiraciones absurdas, podrían empezar por usar la lógica de cualquier consumidor: al consumir un producto, lo validas. Así que, si no te gusta, no lo consumas.

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