By Montecruz Foto from Berlin, Alemania - Celso Piña @ Salón de Baile, CC BY-SA 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=70233485

Celso Piña en el Auditorio

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Vestido de impecable blanco, Celso Piña acomete su presentación en el Auditorio Nacional interpretando esa cumbia maravillosa compuesta por José Joaquín Bettin para honrar a su natal Sampués, en el departamento de Sucre, Colombia: la “Cumbia Sampuesana”, con la que abre y cierra su concierto. Han pasado treinta años desde que este nativo del barrio Nuevo Repueblo, del meritito Monterrey, emprendiera su camino musical. Una trayectoria que comienza incursionando en la música tropical para de inmediato concentrarse en la cumbia, en el aprendizaje y deconstrucción del estilo de los maestros Aniceto Molina, Alfredo Gutiérrez y Los corraleros del Majagual. En 1980 surgió la hoy famosísima Ronda Bogotá, agrupación que formó Celso con sus hermanos Eduardo, Rubén y Enrique. Y al poco tiempo un locutor regio le endilgó el mote El Rebelde del Acordeón, con el que Piña se siente cómodo a pesar de que colecciona apodos: El Cacique de la Campana, El Jerarca…

Celso, fabulador por derecho propio, parece añorar sus años de formación. Precede a cada una de las interpretaciones de la primera tanda del concierto con que celebra sus treinta años de trayectoria una breve alocución dónde abundan las referencias a las calles y colonias de Monterrey, a los vatos y locos, a las pasiones deportivas, a los pueblos cercanos, a los burros y naranjos. Cuando presenta “Fiesta en San Jacinto” jura que jamás ha pisado Colombia –la canción alude a un pueblo colombiano. Que este concierto, además de una conmemoración y de un gesto simbólico –la cumbia acriollada de la colonia Independencia y celebrada por el barrio Postal es ungida por el Auditorio Nacional–, es en realidad dos conciertos, uno que recapitula en torno al cancionero tradicional y otro que promueve Sin fecha de caducidad, el disco de duetos de Piña que comenzó a circular el 3 de septiembre, lo hace patente que mientras el cancionero es presentado con historias alusivas y descriptivas, el otro cancionero, el que ha convertido a Celso en una especie de Mercurio para los dioses del Olimpo del pop mexicano, carece de contexto, tanto como alguna de las figuras que hoy comparten el escenario. Varias de las cuales, hay que decirlo, ya han tocado con él anteriormente.

Celso, tímido en principio, comienza poco a poco a liberarse, a comprender que no importa el escenario, que su raza está presente. Antes de entonar la “Cumbia Arenosa” exhorta al público a lanzar “un grito machín” y juega con la procedencia. Mayoría chilanga, previsible en un recinto capitalino, muy pocos regios que alzan la mano o se definen bailando al estilo chúntaro, ese baile zopilotesco. “Los del DF siempre nos ganan” dice y alude a las derrotas en futbol, en beisbol. Sin embargo cuando el vocalista de acompañamiento, recuerda que el “Premio Nobel de la Paz (sic), Gabriel García Márquez” bailó al compás de las cumbias de Celso, la multitud enloquece. Ya Celso había intentado conmover al unísono a la audiencia con “Hasta siempre”, pero es con “Macondo” que las chicas comienzan a treparse a sus asientos y a moverse febrilmente con pasos más elaborados mientras la gente, los más, se limitan a bailar en sus lugares, contoneando el cuerpo, moviendo los brazos. Nadie recuerda que la rola es de Óscar Chávez. Celso es hoy tan grande que todos los covers los convierte en canciones de su autoría, incluyendo boleros antiguos o vallenatos.

Si el cancionero de Celso no había cimbrado a la audiencia, pese a incluir clásicos como “Cumbia de la Paz”, “Cumbia Arenosa” y “Como el viento”, será con la aparición del primero de los siete invitados, Pato Machete, que el público aúlla y enloquece. Las notas casi hip hoperas de “Cumbia sobre el río”, resuenan y Celso se limita a un papel secundario mientras la música se reviste de ambiente sonidero. Papel que no abandonará en la mayoría de las siguientes canciones, donde destacan más los estilos y las interpretaciones de los invitados que el propio anfitrión.

Con varios asientos vacíos y un público que aclamaba a las figuras más icónicas del pop mexicano contemporáneo –Natalia Lafourcade fue saludada con una ovación más entusiasta que Pato Machete; a Eugenia León y Alex Lora les pidieron “otra”, a Benny le gritaban enfebrecidos–, este concierto es como la actual imagen de Celso: un híbrido. Están algunos, los menos, quienes recuerdan y comentan que muchas de las canciones de Celso están editadas. “Te comiste lo de Andrés Landeros”, grita alguien, al referirse a una de las melodías, que por alguna razón Celso edita. Los más prefieren aplaudir a Laura León, una especie de Pamela Anderson tropical, con sombrero e indumentaria de hilos plateados sobre vestido blanco, a Benny, de camisa rosa, quien parece el más compenetrado con Celso, a quien saluda llamando “apá” y bromeando sobre su propio incipiente bigote. Es un concierto para quienes reconocen a Celso como un ícono, uno más en el firmamento del Canal de las Estrellas. A Celso, quien se va asentando paulatinamente, no parece importarle. Sabe hacerse a un lado, sabe cuándo tocar y cuándo ofrecer sus pasos cumbiangueros, como prefiere nombrarlos. Y al final explota con una versión casi en clave de ska de la “Cumbia sampuesana”. Se despide con un encore: nuevamente la Cumbia sobre el río, ahora sin el Pato y con una insólita go go girl: Natalia Lafourcade efectuando vueltas como bailarina de cajita musical. Dos horas intensas en las que Celso se consagra como una estrella de barrio devenida estrella pop.

– José Homero

 

 

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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