En diciembre del aรฑo pasado visitรฉ Nueva Zelanda. Viajรฉ de Melbourne a Queenstown, un pequeรฑo poblado al oeste de la isla del sur, en el que se concentra la mayor actividad turรญstica del paรญs. Desde ahรญ visitรฉ, en coche, el parque Aoraki/Mt. Cook, Te Anau y Milford Sound, un fiordo espectacular que desemboca en el mar de Tasmania. El siguiente paso en mi itinerario era Kaikoura, una bahรญa que marca la parte final de los alpes del sur, en la que cientos de especies marรญtimas convergen: focas, delfines y decenas de especies de ballenas. Para llegar a Kaikoura โarriba y al este de la isla sureรฑa- viajรฉ a Christchurch en aviรณn. Ahรญ pasรฉ cuatro noches, instalado en un discreto motel en la avenida Papanui, a menos de veinte minutos caminando del centro de la ciudad.
Desde mi primera tarde, Christchurch me pareciรณ una ciudad absolutamente distinta a Queenstown. Mientras que aquella capital turรญstica estaba atestada de mochileros, cerveza y fiesta, Christchurch daba la impresiรณn de ser una ciudad con el volumen apagado. No precisamente muerta sino silenciosa. Salรญ del hotel a las cinco de la tarde y caminรฉ hasta Oxford Terrace. Pasando por la zona restaurantera tuve que acercarme a la puerta de los bares para asegurarme si estaban abiertos. Los รบnicos negocios en los que parecรญa haber clientela eran los restaurantes de comida asiรกtica que salpicaban las esquinas de las cuadras junto a tiendas que no volverรญan a abrir sus puertas hasta mediados de enero. Pizzerรญas, mueblerรญas, galerรญas de arte: cerradas hasta nuevo aviso. Los cafรฉs, los pubs y las tiendas de souvenirs parecรญan ser los รบnicos establecimientos inmunes a la pereza vacacional.
Basta arrojarle un sucinto vistazo a wikipedia o la guรญa de Lonely Planet para saber que Christchurch es la ciudad mรกs inglesa de Nueva Zelanda, a diferencia de, digamos, Dunedin, donde la influencia escocesa es palpable. Por lo tanto, caminar por el centro de Christchurch es una experiencia similar a caminar por las callejuelas de Oxford: los parques de รกrboles frondosos enmarcados por edificios de influencia gรณtica; el rรญo Avon que cruza la ciudad, cargado de turistas remando en pequeรฑas gรณndolas. Como ocurre con toda ciudad pequeรฑa (Christchurch tiene menos de medio millรณn de habitantes), el carรกcter de la gente que te atiende estรก desprovisto de la brusquedad que caracteriza a aquellos que residimos en las grandes urbes. Una visita a una fruterรญa te topa con un cajero que te sugiere la mejor fruta de la temporada; la chica que te atiende en el pequeรฑo cafรฉ donde desayunas es toda sonrisas (e inglรฉs incomprensible). En mi penรบltimo dรญa, una de estas sonrientes neozelandesas se acercรณ a mรญ antes de que pidiera la cuenta en un restaurante. Era una mesera, nacida en Christchurch y criada en Chile, que querรญa sentarse junto a mรญ para practicar su espaรฑol. Paguรฉ la cuenta y la chica ofreciรณ enseรฑarme el mejor lugar para beber en su ciudad. Aunque su tono era amable y su trato generoso, no pude dejar de notar que no parecรญa entender quรฉ me habรญa llevado de Mรฉxico a Christchurch, a travรฉs de un vuelo de mรกs de catorce horas y un ocรฉano de distancia.
“Me mudo a Wellington en verano”, me dijo. “Aquรญ nunca pasa nada.”
Caminamos en silencio a travรฉs de las calles del centro. Era un martes por la noche y el รบnico ruido que escuchamos fue el de un grupo de hippies tocando desafinadamente la guitarra en una esquina. Llegamos a South of Lichfield Lane, un angosto callejรณn en el que los bares y restaurantes abren sus puertas hombro con hombro. Arriba de nosotros colgaban hilos de luces, paralelos unos a otros. Entramos al lugar en el que habรญa mรกs clientes. Yo pedรญ una Montieth (la cerveza mรกs popular de Nueva Zelanda) y ella una Corona. Nos sentamos afuera, en un sillรณn, frente a un hombre neozelandรฉs que, al escuchar mi acento, me preguntรณ de dรณnde era. Mรฉxico, le dije.
El hombre guardรณ silencio y revisรณ el fondo de su vaso.
“Mexico? Do they speak Spanish or Portuguese there?”
“Espaรฑol”, le respondรญ. La mesera, a mi lado, meneรณ la cabeza, sonrojรกndose.
Al dรญa siguiente de mi viaje a Kaikoura, regresรฉ a Christchurch y visitรฉ con calma las atracciones turรญsticas. Vi la catedral central. Una chica, de no mรกs de treinta aรฑos, cantaba, afuera, una canciรณn de su autorรญa. Di vueltas por Oxford Terrace, sin itinerario. Comรญ un cordero celestial en el pub de una esquina y, despuรฉs, aburrido, contando las horas, me encaminรฉ hacia al cine, a ver una pelรญcula de Jake Gylenhaal. Salรญ a las ocho de la noche, pero aรบn no oscurecรญa. Volvรญ al cafรฉ en el que habรญa desayunado dos dรญas seguidos.
De regreso al hotel. Mi รบltima noche antes de viajar a Wellington. Fui el รบnico caminando por un parque, el รบnico resguardรกndose de la lluvia debajo de la fachada de un edificio, el รบnico cruzando Bealey Avenue, el รบnico que entrรณ a la tienda de una gasolinera para comprar galletas de ginebra y unos cigarros (mi cena neozelandesa). A lo largo de Papanui Road, las obras de renovaciรณn interrumpรญan el camino en la acera. Mรกs de una decena de edificios eran reconstruidos despuรฉs del terremoto de septiembre del 2010. A pesar de este aparente bemol en su superficie, disfrutรฉ esa รบltima caminata a travรฉs de la aburrida tranquilidad neozelandesa. Envidiรฉ sus esquinas limpias, sus automovilistas civilizados, sus avenidas despobladas, sus edificios, prรกcticamente nuevos para los estรกndares de un mexicano, decorando el gris de sus cuadras. Envidiรฉ, pues, esa ciudad en la que โnunca pasa nadaโ.