Me puse a leer prensa de 1921. El aniversario cuatrocientos de la caída de Tenochtitlán se conmemoró “solemnemente, descubriéndose varias placas en algunos lugares históricos y efectuándose un desfile hacia el punto donde se sabe que se dio la primera misa”. Una de las placas se colocó “en una casa antiquísima de la colonia Santa Lucía, pues en dicho lugar estuvo preso el emperador Cuauhtémoc”. Asimismo se colocaron coronas en su monumento del paseo de la Reforma, mientras que en la catedral “se efectuaron solemnes honras fúnebres en memoria de Hernán Cortés y al mediodía se sirvió un banquete a los pobres en el hospital de Jesús, institución fundada por órdenes de Cortés y con los fondos que legara él mismo”.
Tal parece que en aquel entonces imperó el sentido común y la hermandad del mestizaje, no los complejos ni las ganas de dividir. La amistad entre los dos países también se hizo notar porque en esos días España estaba en guerra con Marruecos y varios países latinoamericanos, incluyendo México, ofrecieron luchar por la Madre Patria a modo de legión extranjera.
En este año que falta para que se cumplan quinientos de aquella espinosa fecha, no faltará quien revuelva historia con prejuicios. Por mi parte, no siento ninguna culpa por mi ADN español, mayormente cantábrico y vasco, ni rencores por el indígena que me toca; mucho menos porque este último es más amuzgo y lacandón que azteca.
Verdad es que de la península ibérica nos llegaron bendiciones y maldiciones. Llegó la epidemia de viruela, y al que eso le moleste, vaya y préndale fuego a China, pues presente mata pasado. Llegó la religión católica, otro virus de la época para el que seguimos sin vacuna. Llegó la lengua española: grande maravilla. Llegaron el queso, el pan y el vino: bienvenidos.
Si nosotros les dimos oro y plata, ya se lo gastaron, y no veo que hubiésemos hecho grandes cosas con esos metales.
Tras más de doscientos años de independencia resulta pueril echar culpas desde Antonio de Mendoza hasta Juan de O’Donojú, pues eso suena tan mal como cuando los hombres ya grandecitos responsabilizan a sus padres por ser como son.
Estos 365 días que nos restan para llegar a los cinco siglos nos pueden servir para agregarle cosas buenas y amigables al toma y daca. Por lo pronto pienso en la comida, ya que nada hermana tanto como la mesa. La cocina es la riqueza y cultura de cada día; es la más amorosa huella de la historia.
Podríamos adoptar el gazpacho y el salmorejo, excelentes para la prolongada temporada de calor, con buen tomate de Sinaloa.
La comida picante va mal con los vinos, pero muy bien con el cava. Acaso el vino que va mejor con un mole es el chacolí.
Se dice que el nombre de España en su forma primitiva significaba “tierra de conejos”. Será o no, pero en España se come mucho conejo y en México es un plato apenas de ciertas regiones. Es una carne deliciosa y se presta para miles de recetas a la española y a la mexicana.
La paella es una exquisitez; un plato sencillo de preparar, aunque complicado de atinar. Escribo esto y harto se me antoja en versión de conejo o marisco.
La fabada asturiana es el paraíso; pero no el cocido madrileño. Me gusta la fabada porque se escribe con efe de fermosa. Decía Paco Taibo el Bueno: “El cassoulet es una fabada que se perdió el respeto”.
Su auténtico queso manchego de oveja es muy superior a nuestro falso queso manchego de vaca, aunque el nuestro se derrite mejor en las quesadillas. En jamones y embutidos grandemente nos superan los españoles. Celebro que trajeran las aceitunas y el aceite de oliva.
Habría otras sugerencias, pero no propongo una puerta abierta de par en par, pues en México estamos mejor si la tortilla de patatas no cruza el mar. No veo a mis paisanos saboreando las migas. Las croquetas no tienen ningún chiste; ni siquiera las que hace la mamá de alguien que asegura que las croquetas de su mamá son las mejores. Los pimientos del padrón: unos no pican, otros tampoco. Los churros los hacemos mejor en México. Y, por favor, ruego al todopoderoso que los mexicanos nunca se enamoren de ese invento español para paladares muertos: el bocadillo de calamar. Si bien cualquier bocadillo español, incluso el serranito, luce como insípida minucia delante de una torta cubana.
En cuanto a las bondades que la cocina mexicana puede darle a España, mejor ni las menciono, pues, como dice San Juan, “las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir”.
Así las cosas, siguiendo con el tono bíblico, comamos y bebamos, porque mañana moriremos. Celebremos la vida, lo español y lo mexicano con esa cocina que se volvió tan mestiza como nosotros.
Y si a alguien le resta algo de hostilidad por lo ocurrido hace quinientos años, podemos “conmemorar solemnemente” el 13 de agosto de 2021 con algún remedo bélico: un partido de futbol entre México y España en el estadio Azteca. Si se sigue la costumbre fifesca, que no fifí, de entonar los himnos nacionales, recordaremos que el nuestro está escrito en español con música de un español y que de allá nos llegaron las guirnaldas de oliva.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.