En sus Historias, Herodoto narra que, durante el reinado de Atis, los lidios desarrollaron algunos juegos para enfrentar una época de escasez de alimentos. De ese modo podían olvidar, al menos por un instante, que tenían hambre. Pero “enfrentar” la realidad parece más bien una evasión. Por eso suele decirse que los juegos provocan un aislamiento, que son una suerte de desprecio por los acontecimientos diarios. Parece una descripción acertada pero también incompleta. Porque para evadirse basta dormir, encerrarse en un cuarto oscuro o ver infomerciales por la madrugada. Jugar, en cambio, significa algo más: salir de esta realidad, sí, pero con el propósito adicional de entrar en otros mundos, nuevos y desconocidos.
Recientemente un tipo de juego se ha alzado por encima de casi todos y se ha consolidado posiblemente como el más popular: los videojuegos. Es un lugar común asegurar que la primera de estas criaturas fue Pong (1972), ese título de Atari en el que, usando una especie de raqueta, lanzamos una pelota hacia el contrario con la intención de que yerre el golpe. Falso. Aunque es difícil señalar con precisión cuándo surgió el primero (toda búsqueda de los orígenes está repleta de escollos), posiblemente la fecha más aceptada sea el año de 1958 con el nacimiento de Tennis for Two, un primitivo juego de tenis cuyo objetivo consistía en pasar la pelota por encima de la red:
El autor de Tennis for Two fue William Higginbotham, un científico que en algún momento trabajó para el Manhattan Project y que creó este divertimento para la exhibición anual del Brookhaven National Laboratory, un centro de investigación nuclear. Si bien despertó el entusiasmo de los asistentes, su popularidad no cruzó los muros del laboratorio por una razón muy sencilla: en 1958 nadie tenía una computadora en casa.
Luego, en 1962 Steve Russell del MIT diseñó Spacewar, un juego en el que dos naves espaciales se enfrentan lanzando misiles mientras tratan de evadir el campo gravitacional de una estrella:
La “industria” de los videojuegos no nació sino hasta 1971, cuando Nolan Bushnell y Ted Dabney desarrollaron Computer Space la primera “maquinita” que se vendió comercialmente, casi todas en bares. Por desgracia, fue un fracaso económico debido, entre otras cosas, a que los controles eran muy complicados. Poco después Bushnell y Dabney fundaron Atari y en 1972 nació Pong, el primer juego en alcanzar un éxito considerable.
Por estos años aparecieron las primeras consolas (Magnavox Oddysey y Atari) y aunque ese suceso fue determinante en la historia los videojuegos, no es suficiente para explicar su popularidad. Estos primeros juegos no eran muy distintos de cualquier otro salvo por el hecho de ocurrir en una pantalla. Incluso pensando en títulos posteriores como Pac-Man, Burger Time o Auto Racing, ninguno tenía características que los diferenciara con claridad de sus parientes más tradicionales como el tiro al blanco o los dados.
El momento que marca un antes y un después es el año de 1976, con la aparición de un nuevo tipo de juego que, conjeturo, lo cambió todo. Se trata de un proyecto modesto pero con la fuerza suficiente para fundar un género. Imaginen el instante en que surgió la vida en la tierra: un organismo unicelular nadando en un charco no parece nada del otro mundo, pero de ese insignificante bicho vienen las ballenas azules, los gorilas y nosotros. El equivalente a ese organismo es un juego de Bill Crowther que inauguró el género “text adventure game”: Colossal Cave Adventure, conocido como Advent, el nombre de su archivo ejecutable. Debido a las barreras técnicas de ese entonces, ni siquiera tiene imágenes. El jugador recibe cierta información de la pantalla y reacciona escribiendo comandos sencillos en el teclado (get keys, fill bottle, unlock grate, etc.):
Presionar la letra “e”, por ejemplo, nos llevaba al “este”. Entonces surgía otro texto que describía el lugar y así sucesivamente. El jugador podía analizar objetos, levantarlos, explorar su entorno, todo por medio de estas instrucciones. El objetivo era resolver los acertijos y hacerse de los tesoros escondidos en la cueva. El planteamiento parece simple pero ahí están, así sea de manera incipiente, Maniac Mansion, la serie de King´s Quest o The Room. Todo el que haya crecido en los ochenta se percatará del paralelismo entre Advent y el juego de rol Dungeons & Dragons.
Profundizando sobre esta idea de escribir comandos simples en el teclado, en 1979 unos programadores del MIT (Tim Anderson, Marc Blank, Bruce Daniels y Dave Lebling) diseñaron lo que en poco tiempo se volvería un clásico, Zork, cuyo objetivo era adentrarse en el Great Underground Empire y conseguir los “veinte tesoros de Zork”.
Antes de Advent y Zork, los videojuegos aún no se distanciaban gran cosa de los demás miembros de su especie. En cambio, estos dos juegos sí representan algo fundamentalmente nuevo. Algunos pensarán que un juego sin gráficas no merece mayor reconocimiento. Pero eso es un detalle menor, especialmente si consideramos las limitaciones del momento. En ese entonces no era posible (técnicamente hablando) seguir el viejo principio de “show, don´t tell”. Lo relevante es que este punto en la historia significó un giro hacia la narración, hacia la ficción, y eso enriqueció el elemento lúdico (común a todos los juegos) de maneras insospechadas.
Ciertamente Advent, Zork y sus primeros sucesores no son un ejemplo de buena escritura. Desde una perspectiva puramente estilística, el resultado no es brillante ni mucho menos. Pero eso no necesariamente es un defecto puesto que al final del día son juegos y no literatura. Si bien las tramas eran limitadas, cumplían una función importante al fortalecer el aspecto lúdico y, en consecuencia, aumentar el interés por el juego. Antes, derrotar a un enemigo era un fin en sí mismo que no producía nada más allá de la pura satisfacción del triunfo. Ahora, ese enemigo se convierte en un obstáculo que, una vez vencido, nos permite responder a una pregunta esencial de toda narración: ¿qué pasará después? No es lo mismo matar ninjas mecánicamente que hacerlo, como en Ninja Gaiden, con el propósito de averiguar quién mató al padre de Ryu Hayabusa y por qué lo hizo. Claro que hay grandes juegos que no tienen una trama o cuya historia es limitada, como Pac-Man, Angry Birds o Meat Boy. Estos pueden ser divertidos pero la falta de una estructura narrativa más elaborada los acerca más a los juegos tradicionales y no explotan al máximo las posibilidades lúdicas y narrativas que proporcionan los videojuegos.
Una vez que los desarrolladores vieron la manera en que las “historias” atrapaban a los jugadores, de inmediato empezaron a incorporarlas. Previsiblemente, para contar estas historias acudieron a la literatura. El problema es que un videojuego no es un cuento ni una novela y, por lo tanto, no es posible usar las mismas herramientas. Desde luego es posible trazar similitudes entre lector y jugador pero las diferencias están ahí y no hay que pasarlas por alto, especialmente porque uno de ellos “juega” dentro de la narración. No es que un lector no juegue en algún sentido con lo que lee o que no interactúe con el texto. La buena literatura siempre es interactiva, pero en Resident Evil no sólo vamos “leyendo” una historia sino que también matamos zombies. Desafortunadamente, con el paso del tiempo los juegos empezaron a repetir indiscriminadamente esta fórmula “literaria”. Parecía que los desarrolladores estaban satisfechos forzando estos aspectos “literarios” en lugar de experimentar con el lenguaje propio de los videojuegos. Este abuso dio como resultado juegos con historias rebuscadas y repletos de diálogos artificialmente serios, productos tan tristes e ingenuos como la mayoría de los conciertos de rock sinfónico: Final Fantasy XIV, algunos Resident Evil o Sherlock Holmes para el Sega-CD.
Hoy acaso el mayor reto que enfrenta la industria sea sacudirse el yugo del cine. Si en un inicio los videojuegos vivieron a la sombra de la literatura, ahora lo hacen a la de las películas. Es normal que, en vista de la potencia gráfica de las consolas modernas, el interés por “copiar” al cine vaya en aumento. Claro que vale la pena voltear hacia allá pero con cautela. David Cronenberg lo advierte con precisión: “En un sentido visual muchos videojuegos pueden ser vistos como arte pero en general noto una propensión a imitar a Hollywood…”. Así como en el caso de la literatura, un juego no es una película. Si lo olvidamos corremos el peligro de crear juegos gráficamente sorprendentes pero que se limitan a mostrar secuencias de estilo cinematográfico cuya interacción más bien pedestre se agota, por ejemplo, en elegir derecha o izquierda en una bifurcación, como ocurría con la maquinita de Dragon´s Lair o Road Avenger del infame Sega-CD.
¿Esto significa que los videojuegos deben alejarse completamente del cine o de la literatura? No, aunque hay voces críticas que parecen sugerirlo. En lo que se refiere al vínculo entre videojuegos y narración, posiblemente el ejemplo más representativo sea Ian Bogost, diseñador y crítico de videojuegos que, en un texto publicado recientemente en The Atlantic, se manifestó en contra de las “historias”. El título sugiere un malestar con todo tipo de “historias” (Videogames are Better Without Stories) pero su crítica se concentra en lo que él llama “narraciones interactivas”. Bogost no desprecia la interacción lúdica del jugador sino la idea de que los videojuegos deben replicar lo que hace el “holodeck” de Star Trek, un aparato de realidad virtual que permite a los participantes influir directamente todos los sucesos. Bogost lo describe así: “Sería como vivir en una novela en la que el jugador tendría tanta influencia sobre la historia como la tiene en el mundo real”. Esta interactividad total se antoja como un libro en blanco que permitiría a los jugadores crear su propia historia con absoluta libertad sin las ataduras de un guión preestablecido. Steven Poole, autor de Happy Trigger, en el fondo coincide con él cuando sugiere olvidarnos de la fantasía “interactiva” y concentrarnos en contar buenas historias: “Aunque ciertamente no constituye una narración interactiva [se refiere al mecanismo narrativo actual de los videojuegos], puede funcionar muy bien; bajo las mismas circunstancias que cualquier otra historia: cuando está bien escrita”. Coincido con ambos: no creo que éste sea el camino a explorar. Obviamente los jugadores afectan la historia pero siempre dentro de un campo acotado. No hay una libertad absoluta por la sencilla razón de que no es posible “alterar” el guión. Habrá quienes digan que esto es un problema transitorio, eventualmente superable por los avances en el campo de la inteligencia artificial. Puede ser, pero es recomendable estar atentos a no hacer algo muy parecido a la vida “real”. Un juego no es la vida cotidiana, no puede serlo. Si lo fuera, perdería buena parte de su interés. Si queremos jugar algo extremadamente complicado, con una duración que puede alcanzar varios años, sin el beneficio de múltiples oportunidades, que no se “trata” de nada, y en el que no parece haber un objetivo claro, ahí tenemos nuestra vida.
Hoy cada vez más desarrolladores empiezan a alejarse de las fórmulas y a entender que los juegos poseen un lenguaje y una estructura particulares. Gracias a eso tenemos títulos que experimentan con esos elementos de manera muy afortunada: The Last of Us, Gone Home, What Remains of Edith Finch, Thomas Was Alone. ¿Qué nos aguarda el futuro? Es difícil saberlo pero espero que los videojuegos no se alejen del camino narrativo pues, como asegura Borges: “no creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar historias”. Lo que sí deben hacer es distanciarse de la literatura y el cine. No para perderlos de vista o para renegar de ellos sino para jugar y experimentar con las posibilidades de su propio lenguaje. Abandonar la idea de narración interactiva es una propuesta sensata pero eso no implica olvidarnos de la narración. Lo único que debemos hacer, como dice Steven Poole, es contar bien una historia.
Escritor, abogado y videojugador. Aún no pierde la esperanza de ser futbolista y, algún día, hacer un videojuego.