La mala reputación de los videojuegos

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The rabbit-hole went straight on like a tunnel for some way, and then dipped suddenly down, so suddenly that Alice had not a moment to think about stopping herself before she found herself falling down a very deep well.

Lewis Carroll, Alice’s adventures in Wonderland

Los videojuegos, en tanto mecanismos lúdicos, ponen en suspenso lo que sucede más allá de sus fronteras, pero sus efectos no se detienen ahí: al incorporar la ficción, nos llevan a otros parajes, nos permiten vivir en ellos. De ese modo es posible habitar distintas realidades y esa cualidad puede ser su mayor virtud. Al mismo tiempo, es la causante de buena parte de la animadversión de que son objeto. ¿De dónde viene la incomodidad frente a ellos? Hay dos frentes muy visibles. En un bando están quienes, desde una pretensión de superioridad moral, los acusan de ser un entretenimiento superfluo, irrelevante; en el otro, quienes reniegan de ellos por su proclividad para aislarnos.

Así, sin matices, ninguna de estas posturas conduce a una mejor comprensión del medio. La primera se muestra como una actitud con la cual algunos pretenden aumentar su prestigio exhibiendo su desdén por tal o cual entretenimiento: un desplante que rara vez se relaciona con la cosa atacada. Esto dice más del agresor que de la víctima. ¿Cuántas veces no se ha escuchado a alguien afligirse, casi hasta el llanto, porque las personas ven futbol o juegan Fortnite en lugar de atender cuestiones más trascendentes? La segunda postura se muestra desconfiada frente a lo “virtual” y tampoco es muy acertada. Los juegos, advierten los desinteresados bienhechores, aíslan y confinan. La condena siempre me ha generado desazón. No veo lo negativo en ausentarse de lo que ocurre de este lado de la pantalla. Denunciar la “falsedad” de estos sitios pasa por lo elusivo del término “realidad”. Sobre él se han preocupado sociólogos, escritores y filósofos, y muchos suelen coincidir en que esta no es tan sólida como creemos. Para Berkeley, allá por el siglo XVIII, solo existe cuando es percibida: “…es imposible que esas cosas tengan ninguna existencia fuera de los espíritus o cosas pensantes que las perciben”. Algo similar diría Kant unos años después. Según el filósofo alemán, los fenómenos son representaciones que nosotros hacemos de las cosas. En opinión de los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann, la realidad se construye socialmente, entre todos. Daniel Dennett, filósofo de la Universidad de Tufts, comenta en su libro Consciousness explained que todas las percepciones están sujetas a numerosos procesos interpretativos y a una continua reelaboración por medio de la cual no solo captamos sino que reconstruimos. Por eso, de acuerdo a Dennett, la información entra a nuestro sistema nervioso y luego se somete a una “revisión editorial”. Parece una afirmación sensata pero es conveniente no ser un escéptico absoluto frente a la realidad y asumirnos como ciudadanos de la Matrix. Basta con reconocer lo escurridizo del término y no olvidar la arbitrariedad de la línea entre lo real y lo imaginario.

Para entender los videojuegos no es necesario hacer un recuento de las dificultades científicas o filosóficas del término “realidad”. Ni siquiera emprender una odisea y dar con una definición relativamente precisa. Digamos que, sin ánimo de provocar una polémica innecesaria, lo “real” aplica a los sucesos de este lado de la pantalla. Por una parte está lo que podemos tocar a diario; por la otra, lo que acontece al interior de una consola o una computadora. No son lo mismo, pero son igual de reales. Curiosamente, la reacción frente a los dominios pixelados es de recelo, acaso alimentada por el temor a la “adicción” y a otros efectos nocivos como la falta de movimiento o la reclusión. La mayor parte de las veces ese malestar tiene su origen en un miedo más bien abstracto y un tanto desmedido. La preocupación es legítima y también tiene mucho de prejuicio. Desde luego resulta desafortunado ver a una persona agotar su día jugando frente al televisor, pero eso podríamos decirlo de básicamente cualquier otra actividad que acapare la atención hasta poner en riesgo la cordura.

Recientemente la Organización Mundial de la Salud reconoció al gaming disorder como un patrón de comportamiento caracterizado por darles una preferencia a los videojuegos al grado de que adquieren una prioridad sobre los demás intereses u ocupaciones diarias. La definición parece sensata pese a su amplitud: en ella caben el dominó, leer un cómic o resolver crucigramas, y aplicaría también a leer literatura o tocar un instrumento musical. Para algunos no es lo mismo, solo porque le confieren un valor más alto a tocar la guitarra o a leer, pero ese juicio obedece a inclinaciones personales y a la preferencia de unas faenas por encima de otras.

Hoy, ciertamente, los videojuegos no ocupan un escaño muy alto en la jerarquía de actividades relevantes. Por eso, cualquier incidente se exagera hasta el paroxismo. Simon Parkin, crítico de The New Yorker, comenta un episodio escalofriante en su libro Muerte por videojuego: la muerte de Chen Rong-Yu, joven jugador que a sus veintitrés años se desplomó en un cibercafé luego de pasar más de veintitrés horas en League of legends, un título en línea en el que equipos de “campeones” (personajes con fortalezas y debilidades propias) se enfrentan entre sí con la intención de destruir la base del contrario: “Jugó durante veintitrés horas sin más descansos que alguna cabezadita frente al monitor de vez en cuando, apoyado en la mesa. Apenas se despertaba retomaba el juego donde lo había dejado, hasta que no volvió a levantar la cabeza. Y así permaneció durante nueve horas. Un empleado del cibercafé intentó despertar a ese hombre inmóvil para decirle que se le había acabado el tiempo y descubrió un cuerpo rígido y frío.”

El suceso pareció confirmar la angustia de padres temerosos de encontrar a sus hijos inertes o sin círculo social después de un fin de semana maratónico de Overwatch o Splatoon. Como era de esperarse, no hubo una oleada de muertes. Aún así, la reacción por el fallecimiento de Chen Rong-Yu (y otros más) fue muy airada. Esto se debe, conjeturo, a la escasa respetabilidad de este pasatiempo. Basta con ver cuántas personas han fallecido en Japón por exceso de trabajo (karoshi) y, hasta ahora, nadie ha dicho que trabajar mate. Por eso decía que los supuestos peligros que generan los videojuegos representan un temor gratuito, pues se asume de manera equivocada que estos nos confinan a un limbo donde flotamos insensibles a cualquier estímulo. El problema es que, más allá de si son opiniones atrabancadas o miedos disfrazados, desde estas posiciones es difícil entender de qué van los videojuegos.

En sus Historias, Heródoto dice que, durante el reinado de Atis, los lidios idearon juegos para encarar una época de escasez de alimentos. Así podían olvidar su hambre, al menos por un rato. Bien visto, ese “enfrentamiento” parece más bien una evasión. Lo mismo suele decirse de la serie de Metal gear y compañía: provocan aislamiento y una suerte de indiferencia por los acontecimientos diarios. Es una descripción acertada pero incompleta, parcial. Para evadir la realidad basta con dormir, encerrarse en un cuarto oscuro o ver infomerciales por la madrugada. En cambio, gracias a la ficción, jugar significa algo más: alejarse, sí, pero con el propósito adicional de irrumpir en otra realidad, nueva, incierta.

Hablando del arte como una herramienta evolutiva, Brian Boyd asegura que la ficción nos entrena para pensar más allá de lo inmediato y reflexionar dentro de una variedad de cosmos posibles (On the origin of stories). Esa aptitud de proyectar múltiples universos se materializa de manera contundente en los videojuegos. ¿Por qué habríamos de limitarnos a un solo mundo? ¿Algo impide habitar varios simultáneamente y pasar de uno a otro con absoluta libertad? No. Como decía Borges: “Felizmente, no nos debemos a una sola tradición; podemos aspirar a todas.” Los videojuegos no son un sedante que anula los sentidos y suspende la conciencia; no son una pausa ciega de la existencia, no, más bien funcionan como un agujero de gusano hacia otros destinos: ignorados, fantásticos tal vez, pero no menos reales. Las experiencias adquiridas en estos territorios virtuales pueden ser tan intensas y memorables como cualquier otra, y en ese instante ocurre un punto de encuentro entre esta y aquella realidad. Por eso, los fragmentos de una se cuelan fácilmente en la otra. ~

Fragmento de Ficciones lúdicas, que Dharma Books pondrá en circulación este mes.

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Escritor, abogado y videojugador. Aún no pierde la esperanza de ser futbolista y, algún día, hacer un videojuego.


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