Paolo Veronese, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Cristianismos a la medida

Allá cuando la religión era importante en el mundo occidental, había que estar muy atento a lo que se creía, pues cualquier desviación podía llevar a alguien a la hoguera. Por suerte, ahora ni los creyentes toman en serio el cristianismo.
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Los cristianismos son una miscelánea de textos del antiguo testamento con cuatro evangelios que en ciertos puntos se contradicen, además de adiciones paulistas y de otros autores del nuevo testamento, así como añadidos de padres de la iglesia, caprichos papales, tradiciones populares, imposiciones imperiales y regias, disputas teológicas, variantes de traducción, notas al pie e innumerables interpretaciones personales.

Allá cuando la religión era importante en el mundo occidental, había que estar muy atento a lo que se creía, pues algo tan natural como pensar que la eucaristía era una conmemoración simbólica, podía llevar a alguien a la hoguera. Había que proclamar la trinidad aunque nadie la entendiera.

Por suerte, ahora ni los creyentes toman en serio el cristianismo. Los católicos saben repetir cosas como “engendrado no creado”, sin tener idea de la diferencia; “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”, cuando ya nadie supone el retorno de Jesús montado en una nube alla Zeus; o “espero la resurrección de los muertos”, cuando hace siglos que dejó de esperarse tal cosa.

El cristianismo es un menú muy amplio de preceptos, algunos difíciles de sobrellevar, complicados de entender y promotores de la intolerancia. Por eso, como en los restaurantes de comida rápida, hay un menú infantil, que apenas incluye algunos sacramentos, tres consejos para portarse bien y la promesa de que todos van al cielo aunque los textos sagrados aseguren otra cosa.

Gente como Viktor Orbán, que de cristiano no pinta nada, apela al cristianismo para perseguir a los homosexuales, ante la felicidad de la iglesia húngara. El gobierno de Polonia, asociado con su medieval y aún antisemita iglesia católica, apela a los valores cristianos para negarle derechos a las mujeres. A muchos nos pareció un acto de ocultismo ver a Jeanine Áñez solemnizando su entrada a palacio con un biblión en mano. Los gringos escriben In God we trust en sus billetes para dejar en claro que su dios es Mammón.

Hace dos mil años, el cristianismo fue un avance ético, pero ya fue superado por la civilización, la democracia, la educación laica, la declaración de los derechos humanos, la fraternité, el espíritu de tolerancia, la cultura pacifista y las leyes de las naciones democráticas. Por eso, el cristianismo se volvió superfluo. Si hoy, desde un gobierno se le invoca, es porque se prefiere apelar a una superstición oriental antes que a una ley.

En cuanto a los pobres, ayudarlos estaba en la esencia del judaísmo. El cristianismo les ofreció consuelo, los resignó a su suerte, pero nunca ha servido para erradicar la pobreza, acaso para enriquecer a la Iglesia. “A los pobres siempre los tendrán entre ustedes”, decía Jesús, pero se refería a ellos como ellos, y no solía juntarse con menesterosos sino con gente acomodada. La tradición cuenta que el nazareno era hijo de carpintero, descendiente de rey; y Mateo nos asegura que tres personajes venidos de oriente le trajeron oro, incienso y mirra, con lo que los miembros de la sagrada familia se habrán vuelto nuevos ricos. Jesús pasaba de un banquete a otro y por eso le llamaban “comilón”. Se dejaba derramar un perfume carísimo en vez de venderlo para ayudar a los pobres. Según la narración de las bodas de Caná, entendemos que se halla entre gente muy pudiente, y así también lo entendieron los pintores del Renacimiento. En cuanto a vinos, el Salvator Mundi tenía paladar de sommelier. No sabemos si en privado convertía un pichón en un pato a la naranja, pero podía hacerlo. Como Lanzarote, le gustaba de damas ser bien servido. Para la última cena le prestan un “gran cenáculo aderezado” con comida y bebida tan abundantes que los apóstoles se quedan dormidos cual Sanchos Panza pese a los augurios de esa noche.

Y sin embargo, Jesús sigue gozando de autoridad milenaria. Por eso hay prójimos que se amparan en él para obrar a su propio tanteo, siempre pizcando los chocolates con el relleno propicio.

Imaginemos a un cristiano que guste de la frase: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, derrama”. Ese creyente seguro pasará por alto: “Y si alguna casa fuere dividida contra sí misma, no puede permanecer la tal casa”. Hay buenos cristianos que eligen recordar que Jesús perdonó a un ladrón, pero olvidan que la manifestación favorita del Cristo fue curar enfermos. Quienes se declaran cristianos piensan que Cristo no habla de ellos sino siempre de los otros cuando dice: “¿O cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, deja, echaré fuera la paja que está en tu ojo, no mirando tú la viga, que está en tu ojo? Hipócrita, echa primero fuera de tu ojo la viga, y entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano”.

El que se hace llamar cristiano también cree que ciertas advertencias no se hicieron para él sino para los fariseos: “¡Ay de vosotros, guías ciegos!”. O bien: “Así también vosotros de fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres; mas de dentro, llenos estáis de hipocresía e iniquidad”. O esto: “No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre”. Y lo de “la otra mejilla”, pasó a un mero anecdotario del absurdo.

Está en la naturaleza humana tomar, desechar y torcer, según cada parecer. Pues, como decía Calderón de la Barca, “nada me parece justo, en siendo contra mi gusto”. Como buen personaje de novela, el Cristo está lleno de misterios y contradicciones y opciones para cada antojo; y, como también casi decía Calderón de la Barca, las novelas, novelas son.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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