Una vez más se avivó el debate sobre la tauromaquia. Esto lleva siglos, y la fiesta brava ha sobrevivido incluso a los ataques de reyes todopoderosos porque tiene los argumentos a su favor. Un buen compendio al respecto puede leerse en Cincuenta razones para defender las corridas de toros, del filósofo francés Francis Wolff. En las primeras páginas comenta: “Solo hay un argumento contra las corridas de toros y no es verdaderamente un argumento. Se llama sensibilidad”.
Esa sensibilidad hace que se le llame cobardes a los toreros cuando evidentemente no lo son y se diga que la tauromaquia no es cultura cuando evidentemente sí lo es.
Los antitaurinos han perdido terreno en el debate por una postura que parece más rabia contra el ser humano que amor por los animales. Como si, antes que la suerte del toro, molestaran los oles. El caso extremo se dio en España con aquel niño Adrián, enfermo de cáncer terminal y que soñaba con ser torero. Los insultos que recibió en redes son una página lamentable en la breve historia del buenismo. “Que se muera, que se muera ya. Un niño enfermo que quiere curarse para matar a herbívoros inocentes y sanos que también quieren vivir. Anda ya. Adrián vas a morir”. Y si alguien se solidarizaba con Adrián, podía recibir este mensaje: “Patético es que defendáis a un niño que prefiere matar a un animal, ojalá el Adrián mate a vuestra madre y se muera”.
En la tradición del toreo siempre ha estado la solidaridad. Por eso suelen organizarse corridas a beneficio de hospitales o causas humanitarias. Está en la sangre del torero hermanarse con un mundo que puede abandonar en el siguiente pase.
De ese modo comenzaron las corridas en México. En Historia de la Nación Mexicana, de Mariano Cuevas, se lee: “La primera corrida de toros tuvo lugar en México el 13 de agosto de 1529. En dicho día, estando juntos en Cabildo el Muy Magnífico Señor Nuño de Guzmán y los Regidores de la Ciudad de México, ordenaron e mandaron que, de aquí en adelante todos los años por honra de la fiesta de Señor San Hipólito, en cuyo día se ganó esta ciudad, se corran siete toros e que de aquellos se maten dos y se dé, por amor de Dios, a los monasterios e hospitales”.
Al niño Adrián le organizaron una corrida para recaudar fondos y poder salvarlo. El día más feliz de su corta vida fue cuando paseó en hombros de sus héroes en la plaza de toros de Valencia. Poco después murió. Su muerte fue celebrada por “los buenos”.
Hay que amar al cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces, pero más a mi hermano el hombre.
La tauromaquia sale de la plaza para convertirse en manifestación de artes, historia, música, literatura y gastronomía. Durante mi infancia, cada domingo brotaba del radio del abuelo el pasodoble de “El Gato Montés” y la bella prosa espontánea de Pepe Alameda, dejándome la certeza de que allá, a mil kilómetros, en la Plaza México, estaba ocurriendo algún prodigio.
Además de tanta poesía, narrativa y artes plásticas taurinas, los estantes de mi librero tienen obras llanamente toreras, entre las que destaca el Cossío: una joya enciclopédica. El último arribo es un brillante y amoroso libro titulado El fin de la fiesta, de Rubén Amón. “Los toros son un escándalo porque reivindican la liturgia y el rito en una sociedad enfermizamente secularizada, desprovista de ceremonias”.
Especialmente sagaz es Carlos Fuentes en El espejo enterrado. “El matador es el protagonista trágico de la relación entre el hombre y la naturaleza. El actor de una ceremonia que evoca nuestra violenta sobrevivencia a costas de la naturaleza. No podemos negar nuestra explotación de la naturaleza porque es la condición misma de nuestra sobrevivencia. Los hombres y mujeres que pintaron los animales en la cueva de Altamira ya sabían esto”.
Mi consentido es un volumen de 1836, titulado Tauromaquia completa, del torero Francisco Montes Paquiro. En las primeras líneas dice que “la lucha de toros gozará la preeminencia, por haber sido el más valiente caballero español el primero a quien se le vio lidiarlos”; se refiere al Cid Campeador. Más adelante: “no había ningún acontecimiento de utilidad y alegría pública que no se solemnizase con corridas de toros”. Y muy interesante resulta que entre las tres causas que promovieron la tauromaquia en España, la primera fue “el espíritu de galantería… haciendo que cada caballero comprometiera y dedicara a su dama los esfuerzos de su valor, la cual, habiéndolos presenciado, y juzgando por ellos si aquel caballero era bastante valiente para merecer su atención, premiaba sus afanes con un distinguido favor”.
Allá en los años ochenta las jóvenes mexicanas se derretían con los desplantes de valor de Valente Arellano. La hombría estaba de moda.
La tauromaquia nunca será derrotada, pero va a morir asesinada. A golpe de autoritarismo, de decretos, de linchamientos, de rivalidades políticas, de echar montón. Será el triunfo de lo pueril sobre lo sagrado. Y el toro bravo, el más bello animal que creó natura y crio el hombre, pasará a ser un pájaro dodo.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.