Cuando se acabe el agua

Las consecuencias del cambio climático son innegables, aunque un número considerable aún lo dude. 
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Dios tiene muy claros los peligros del calentamiento global. O al menos el Dios del Twitter. La cuenta @TheTweetofGod, creada por el notable escritor cómico David Javerbaum, publicó la semana pasada el siguiente mensaje:

(La mala noticia: el cambio climático amenaza a una de cada seis especies. La buena noticia: tú eres una de ellas)

 

A esta ciberadvertencia divina se ha sumado la del Vaticano. En lo que podría volverse su mayor legado, el Papa Francisco parece decidido a participar en el debate de la crisis climática y, más importante todavía, a condenar a aquellos (muchos) que agravian al planeta. Apenas hace unos días, el influyente cardenal Peter Turkson —en su momento papable— declaró con inusitada contundencia que “un crimen contra el mundo natural es un pecado” y agregó a la lista de transgresiones intolerables el atentar contra la biodiversidad y provocar la extinción de especies dentro de “la creación de Dios”. La enérgica crítica vaticana pronto derivará en la encíclica papal sobre cambio climático. A juzgar por el tono de Turkson, las palabras de Francisco serán un verdadero parteaguas.

El enérgico llamado de atención papal llegará en un momento de extrema urgencia. Las consecuencias del cambio climático son innegables, aunque un número considerable aún lo dude. En Estados Unidos, por ejemplo, solo el 36% de los encuestados por Gallup el año pasado admitía que el calentamiento global afectará seriamente su estilo de vida. Es una terquedad inadmisible. La buena noticia, diría Javerbaum, es que la naturaleza siempre encuentra la manera de poner a los escépticos en su sitio. Para ejemplo, California.

El estado más poblado de Estados Unidos atraviesa, desde hace cuatro años, por una sequía brutal. El 2014 fue el más caluroso en la historia californiana. Durante los primeros cinco meses de 2015, las consecuencias del estiaje en 93% del estado han sido catalogadas como “severas” o “excepcionales”. Los científicos calculan que California no ha visto nada como esto desde hace más de un milenio. Las grandes reservas hídricas del estado están a un alarmante 20% de su capacidad. La nieve en la hermosa Sierra Nevada californiana ha caído hasta el 5% de su registro habitual. La sequía ya le ha costado al estado 2 mil millones de dólares. Se han ido casi 18 mil empleos. La industria lechera y ganadera ha perdido cientos de millones de dólares. Agricultores locales han tenido que plantearse abandonar ciertos cultivos típicamente californianos, como la almendra, un plantío tan sediento que la cosecha de una sola requiere de tres litros de agua. La situación es casi catastrófica (y quizá me sobra el “casi”).

La única consecuencia positiva de la sequía ha sido una cierta toma de conciencia en un buen porcentaje de ciudades de California. Contra todo pronóstico, los incentivos ofrecidos por el estado y la campaña de información impulsada por el gobernador Jerry Brown (un tipo inteligente) han dado frutos. Los californianos parecen haberse dado cuenta de que los tiempos del dispendio hídrico se han ido para no volver más. El paisaje urbano en Los Ángeles, por ejemplo, está cambiando drásticamente. La cultura del frontlawn, tan típica de este país, se está extinguiendo. Los enormes terrenos cubiertos de césped que adornaban el frente de las viviendas en buena parte de la ciudad han dado paso a nuevas opciones resistentes a la sequía. Lo que antes era riego por aspersión, indiscriminado y constante, se ha convertido en cuidadosas instalaciones de riego por goteo. Los periódicos locales otorgan sus primeras planas a proyectos de huertas, jardines decorados con plantas desérticas y barriles para captar la escasa agua de lluvia. En suma, un cambio cultural. Pero no es un cambio que nazca sólo de la buena fe. Los gobiernos de varias ciudades concluyeron que la mejor manera de impulsar la eliminación de los 50 millones de pies cuadrados de césped (es la cifra que el gobernador Brown ha puesto como meta) es proponerle a los habitantes un rembolso. La ciudad de Los Ángeles, por ejemplo, otorga 3.75 dólares por cada pie cuadrado removido y sustituido por una opción sustentable. El programa —“la guerra contra el pasto”, le llaman acá— ha dado resultados. Varios condados ya reportan haber desarraigado toneladas y toneladas de césped.

Por desgracia, nadie sabe si esta dramática transformación de la cultura urbana terminará por ser suficiente. Si la sequía se extiende y el estado no logra reducir aún más el consumo de agua, la ciudades tendrán que considerar medidas más extremas que podría derivar en conflictos ya de otra índole. Las lecciones están ahí para quien quiera aprenderlas. Si lo ha hecho el Vaticano —una institución no precisamente proclive al cambio—, todo es posible.

(El Universal, 4 mayo 2015)

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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