¿Desde dónde comenzar a escribir una nota acerca de La mujer que soy, la recientemente publicada memoir de Britney Jean Spears, mejor conocida como Britney Spears, que ya es uno de los fenómenos editoriales del año, que vendió 1.1 millones de copias en todos los formatos, en una semana, tan solo en Estados Unidos, y cuya traducción apresurada en castellano se publicó de manera simultánea?
Descartado, por supuesto, comenzarla con las revelaciones que ya se han encargado de divulgar los titulares de los tabloides y los canales de chismes de Youtube. ¿El aborto casero de un hijo de Justin Timberlake, su acercamiento temprano al tabaco o al alcohol gracias a los daikiris que tomaba con su madre (tenía entonces trece años), o que, como toda muchacha sureña precoz, haya “perdido su virginidad” a la misma edad, con uno de los amigos de su hermano mayor? ¿Hablar de todas las bajezas de Justin Timberlake y Kevin Federline? ¿Del momento en que perdió la custodia de sus hijos, o cuando atacó a un paparazzi y se rapó el cabello? Momentos que todos recordamos con tristeza y consternación.
Podría dedicarle largos párrafos a los trece años de curadoría (o tutela) judicial a la que fue sometida por su padre y el estado de California, y cuyos detalles ya todo mundo leyó en las páginas de chismes o vio en los documentales. También podría hablar del movimiento #FreeBritney, del que algunos se mofaron en un principio, pero que resultó ser algo de mayor alcance, porque, al leer los detalles, uno se pone a pensar cómo es posible que cualquier ser humano pueda ser sometido y explotado de tal forma, bajo el amparo de las leyes.
Tal vez podría comenzar la nota desde un punto de vista nostálgico y personal –esto siempre gusta a los lectores– y contar todo lo que significó para mí crecer los últimos 24 años con Britney, mi transición de joven adulto a una madurez incierta, un gusto culpable al principio, luego descarado y finalmente reivindicativo no solo de una época, sino de una mujer que fue tratada injustamente por esa trituradora de carne que es Hollywood, los medios y la industrial musical, que desde el primer momento la fetichizó, y que más tarde se dedicó a acosarla por ser “demasiado sexy”.
¿Qué tal una declaración de amor? “Te amo, Britney”, se llamaría la nota, una carta en segunda persona que tuve que comenzar y desechar dos veces. ¡Qué original! O tal vez tendría que ser petulante, comenzar por la “cosa en sí”, es decir, el libro como producto editorial, literario, que pasó por varios escritores fantasma bastante competentes, hablar del “gótico sureño”, del lenguaje bíblico de las primeras páginas –del “mi lengua y mi canto fueron mi espada” que todo mundo citó–, de la estructura casi redonda de la narración, demasiado literaria. Muy buen producto sin duda.
Pensaba en todo esto después de comprarlo en el aeropuerto –una señora extranjera que estaba detrás de mí en la caja de la librería me miró con desaprobación– y en las horas de vuelo de ida y vuelta que me tomó leer el libro, y a lo largo de la semana que transcurrió después de mi viaje, durante la cual dediqué mi tiempo libre “a revisitar” todos esos momentos de los que habla Britney: los videoclips, las entregas de premios, el Super Bowl XXXV, el espectáculo de Las Vegas… ¿Podríamos ver algo que no sea Britney?, me suplicó mi novia, haciéndome sentir como Richard Dreyfuss frente a un plato de puré de papa en Encuentros cercanos del tercer tipo. Esta es la razón por la que no soy un periodista competente.
¿Sería finalmente una nota fría y objetiva, esnob, o una sentimental y en primera persona, porque soy demasiado impresionable? ¿Tendría que mencionar la manera en que Britney explora su propia personalidad, para explicarse a sí misma y al lector, la forma en que fue abusada de manera tan sistemática durante largos años? Un cierto complejo de inferioridad, una obsesión desde muy niña por querer agradar a todos en un hogar disfuncional, con un padre alcohólico, la cultura del sur de los Estados Unidos, el patriarcado, y finalmente intentar madurar y desenvolverse como mujer en el doble rasero de la sociedad del espectáculo, que la obligaba a “ser sexy” pero que también negaba su sexualidad y la intentaba preservar como una especie de “virgen eterna”. Que aplaudía los desmanes de Justin Timberlake, o de cualquier estrella varonil, pero que condenaba los más mínimos tropiezos de una chica que solo quería “cantar y bailar” Porque no es casualidad que el título de esta memoir sea finalmente un verso de “Im not a girl, not yet a woman”, la balada soft rock de su tercer disco, Britney, que resultó ser premonitoria.
Tampoco es casualidad que la abuela de Britney, Jean, haya muerto por suicidio después de ser internada en una manicomio y tratada con litio, al sufrir una depresión posparto, mismas situaciones por las que pasaría su nieta, quien sobrevivió. Más allá de especular sobre una predisposición genética, ambas fueron víctimas del sistema patriarcal y una visión torcida de la psiquiatría. Y han tenido que pasar veinte años para que Britney nos cuente su historia. Antes que ella, Timberlake, “el muchacho favorito de América”, se paseó de un lado a otro vendiéndose como víctima de una vampiresa; incluso la madre y la hermana de Britney tuvieron la oportunidad de publicar sus versiones para victimizarse también, pero es ahora el turno de Britney. Es ella quien tiene el derecho de contar su historia, y lo hace sin ánimo revanchista, sino más bien autorevindicativo, en un tono en ocasiones demasiado suave para con su familia tras los agravios sufridos. Y si bien se trata de un producto editorial bien ejecutado por manos expertas, el centro de la historia, su honestidad, en mi opinión, permanece intacto.
Debo confesar que, al terminar de leer este libro, al conocer la versión de Britney, llegué a sentirme desolado. Como ocurre en aquella película de Sexto sentido en la que nos damos cuenta de que (spoiler alert) Bruce Willis siempre ha sido un fantasma con un exagerado sentido del deber, repasar desde dentro, a profundidad, veinte años de chismorreo que atestigué en diferentes medios, tal vez sin poner demasiada atención, me ha hecho sentir culpable por mi falta de empatía. Una falta de empatía inexorable entre el público ávido de escándalos y chismorreo, exacerbada aún más ahora por las redes sociales. Pondré un ejemplo de algo que me pareció en especial desolador: cuando en la ceremonia de los Video Music Awards 2007, Britney interpretó “Gimme More” y el público comentó toda clase de sandeces acerca de su cuerpo. A esta actuación se le consideró un desastre y hasta se parodió, lo recuerdo, en un episodio de iCarly, donde aparece una artista pop genérica tan drogada que ni siquiera sabía cómo se llamaba su hijo.
Pero tal y como lo cuenta en La mujer que soy, Britney había estado dos años embarazada (se le había criticado durante este periodo por “estar gorda” ), sufría de depresión posparto, su equipo la obligó a vestir un bikini y aparecer en el show para demostrarle a los Estados Unidos “que ella estaba bien”. Después de leer el libro, volví a ver el video y también uno de sus shows en Las Vegas: lo que encontré fue una mujer a quien se le había robado el brillo de los ojos.
En conclusión, me parece que La mujer que soy es mucho más que un libro cuyo valor de mercado está en su novedad, o en la base de seguidores de Britney Spears, que sin duda lo comprarán. Un poco historia de terror, de crecimiento, de ascenso y caída, de superación, también es un libro en el que nos podemos reflejar un poco, o tal vez demasiado. ¿No es ese el objetivo de toda buena historia? ~
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).