Radiografía para Britney Spears

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(En el sentido de Radio City Music Hall)

Paris Hilton, Lindsay Lohan y Britney Spears forman el modelo de éxito femenino adolescente porque encarnan formas de “pureza” que desean tenerse para luego perderlas: la del abolengo, la cinematográfica y la del video clip; y a su vez, las tres formas encumbradas de sexualidad: la pornográfica, la glamorosa y la virginal. Pero de esta trinidad, sólo Britney es joven de forma perfecta; es decir, por “generación espontánea”. A Hilton la marca la vejez de su apellido; a Lohan, su infancia fija en la pantalla. Sólo Britney nació mítica, famosa, sexuada, dentro de las fronteras de la juventud. Britney –como la llama todo aquél que quiere tomarle una foto– es una pop star con la explosiva ingeniería del instante en que la palabra pop es onomatopeya del nacimiento de una golosina destinada a las salas de cine. Aún hoy, rastrear su infancia implica la búsqueda de un erotismo precoz, no de una inocencia. Esta condición la ha hecho protagonista de los más memorables “episodios” de erotización y espectacularización de lo femenino.

Después de que Justin Timberlake destruyera en cadena nacional su reputación de Virgen de América, un beso con Madonna la convirtió en el punto de fuga de una feminidad autosustentable, el negativo de la historia del “príncipe y la plebeya” al estilo anquilosado de Diana de Gales o de Letizia de Asturias. El estilo Spears consiste en sucesivas desacralizaciones de lo femenino clásico: el príncipe azul –su relación con el hasta entonces desconocido y hoy sólo célebre ex-de-Britney Kevin Federline–; la boda –con la unión en Las Vegas con un chico de su pueblo, anulada apenas 55 horas después de consumada–; los hijos –cuya custodia perdió al no ser una madre como se plantea en el “código de celebridades”– y por último lo más grave: aparecer con sobrepeso –imperdonable falta en nuestros días– en los MTV Music Awards 2007 para cerrar su ciclo de demoliciones: la virginidad, el amor, el matrimonio, la maternidad y el cuerpo perfecto. Todo lo que la hacía ser fue devastado por ella misma.

Perdido el esplendor erótico, sólo queda el artificio de la lástima. Recurso que para muchos contiene el morbo del autoatentado-para-subir-ventas al estilo de las oscuras versiones del 9/11. Britney Spears ha agotado sus posibilidades de lo femenino como espectáculo. Llegó a lo que se proponía demasiado pronto y ahora sólo le queda vender cómo paga por ello.

Leave Britney alone! El video en YouTube donde un fanático llora para convencernos de que ella es una persona, tuvo tal éxito que su protagonista obtuvo ya un contrato en una cadena de televisión. ¿Qué es lo que su llanto defiende? ¿Qué busca recordarnos? Quizá cuestiona el placer de los que miran llorar a Hilton en la cárcel, a Lohan por vender sus propiedades debido a sus gastos en drogas y rehabilitaciones, a Spears por no poder ver a sus hijos. Quizá sólo quiere ser parte del espectáculo del momento, participar tanto como Rihanna –futura sucesora que encabeza las listas de popularidad con una canción que la misma Spears rechazó– posando con “inocente” sonrisa en close up, mientras Britney fracasaba bajo pecado de obesidad en los mismos premios MTV que años antes la habían consagrado.

El tema trágico de Britney es la falta de libertad. Toda ella es consecuencia de imágenes restringidas: la fe bautista, ser una niña “fracasada” –ya que debió ser una “niña estrella” en la más pura tradición de Judy Garland o Shirley Temple–, y ser una sexualidad global y democratizada. La fascinación por Britney no está en su música, se sabe, sino en que ha dejado de ser joven cuando aún no dejaba de ser niña. En los sueños latinoamericanos, Britney es resultado de la “decandencia” estadounidense; motivo para exaltar con orgullo la integridad moral de Shakira o de la señora Motola, mientras los emigrantes latinos importan mujeres de sus respectivos países para no caer en la fatal liviandad femenina estadounidense. Britney para nosotros, y para todo el mundo, es el ilusorio referente sobre lo femenino.

En un tiempo donde lo joven busca ganar tiempo, Britney ya ha hecho todo –lo envidiable, claro está–. Es parte de la tradición empeñada en demostrar que después de la juventud todo sobra. Quizá así, viendo el resto de la vida como sobrante, podamos liberarnos del miedo a la muerte. Y así, viendo el espectáculo de destrucción de lo joven, nos sentiremos felices de sobrevivirlo. Tal vez ésa sea la aportación que Britney nos dejará finalmente. Es un buen tema para meditarlo mientras peregrinamos por las alfombras rojas, único espacio que nos queda para verificar que los “afortunados” tienen nuestra misma proporción. Mientras, Britney “crece” saliendo del peligro de morir joven, es decir, del peligro de inmortalidad.

– Alberto Villarreal Díaz

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(ciudad de México 1977) Escritor y director de teatro. Fundador y director artístico de Artillería Producciones y La Madriguera Teatro.


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