felicidad
Keith Schengili-Roberts, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons

Triste felicidad

Incluso quienes hablan de que el propósito de la vida es el placer, hallan los placeres ahí donde no están.
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Buena parte de la filosofía dice que busca la felicidad del ser humano, pero no lo hace explorando la ruta hacia esa felicidad, sino empujando al hombre a una vida desgraciada para luego justificar con razones peregrinas que esa desgracia es consonante con la felicidad. Incluso quienes hablan de que el propósito de la vida es el placer, hallan los placeres ahí donde no están.

Desconozco cómo era el vino o el sexo en la Grecia antigua, pero a juzgar por las máximas de muchos filósofos pensaría que eran tan deplorables uno como el otro, y sin embargo en la literatura ambos aparecen como cosa grandiosa.

Sócrates llega a decir que el goce de la bebida solo llega hasta saciar la sed. De esto hace eco Montaigne, que escribe: “No alcanzo a entender cómo es posible prolongar el deleite de la bebida más allá de la sed.”

El maligno Platón escribe: “Ordenaríamos que hasta los treinta años se tomara vino con moderación, de modo que los jóvenes se abstuvieran totalmente de los excesos en la bebida y de la embriaguez; luego, cuando se hallen ya camino de los cuarenta y disfruten de las comidas en común, se podrá llamar a los dioses e invitar de manera especial a Dioniso”, quien proporcionaría “este vino que él ha dado a los hombres para atender y remediar esa sequedad de la vejez, de manera que reviva nuestra juventud”.

Parece proponer que los jóvenes sean viejos y los viejos, jóvenes. Mejor aquellos versos de Pushkin: “Bienaventurado el que fue joven en su juventud”.

Pero así es Platón de miserable, dictando que los muchachos “deben guardarse de las tendencias pasionales propias de la juventud”. ¿Para qué? Luego anda uno lamentándose como Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver. Cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer.” O como Shakespeare que en su soneto treinta derrama con las viejas congojas un llanto nuevo por el valioso tiempo perdido. Hay que avivar el seso y contemplar cuán presto se va el placer. O prolongarlo como Sinatra, que a los diecisiete tuvo un muy buen año, lo mismo que a los veintiuno y a los treintaicinco. Pasan los años y no por eso canta lo contrario:

But now the days grow short
I’m in the autumn of the year
And now I think of my life as vintage wine
From fine old kegs
From the brim to the dregs
And it poured sweet and clear
It was a very good year

El filósofo que más abiertamente proclamó que el ser humano debía buscar la felicidad fue Epicuro. Pero él llevó una vida calamitosa. En parte por su mala salud y en parte porque hallaba placer en la negación del placer. Se alimentaba con pan y agua, y le escupía a las comidas deliciosas y abundantes. No obstante, un día escribe a un amigo: “Mándame un trozo de queso para que pueda darme un banquete”. ¿Entonces se engañaba a sí mismo? ¿Por qué no dos trozos de queso? ¿Por qué no un queso a la semana? ¿Por qué no un feta, un halloumi y un manouri? ¿Y un poco de vino, mi estimado Epicuro? ¿Unas chuletas de cordero? ¿Al menos unas aceitunas? Pero él ya estaba atrapado en su discurso, tal como quedó atrapado Sócrates y hubo de beberse la cicuta.

Epicuro hallaba placer en tener amigos en casa. Yo también, pero no les ofrezco pan y agua. La amistad es compartir algo más que la conversación. El feliz Epicuro declaraba además que: “El sexo no le hace bien al ser humano y será afortunado si no le hace daño”. Según él, había que mantenerse alejado de tales pasiones, pues la libido era fuente de deseos enloquecedores. Su más celebre seguidor, Lucrecio, lo secundó hasta que terminó suicidándose por una de esas pasiones.

Y eso, a pesar de que Epicuro no creía en una vida después de la vida por la que hubiera que malpasarse en ésta. “La muerte no es nada”, pues si no había más sensaciones, entonces no había nada. Dicen que vivió feliz pese al constante dolor de los cálculos renales. En el último momento de su vida sí bebió vino, y eso lo mató. Quizás fue suicidio. Lo conmemoran unos versos.

Vivan alegres y recuerden mis doctrinas. Ésta fue
la última frase que dijo a sus amigos, al morirse, Epicuro.
Entonces entró en un baño cálido y sorbió vino puro,
y al punto se sintió penetrado del frío del Hades.

Cálculos renales en un hombre que vivió a pan y agua. Mala suerte. Triste felicidad.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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