En 2001, el ex director deportivo del equipo Festina, Bruno Roussel, publicó un interesantísimo libro llamado Tour de vices, que abordaba el tema del dopaje en el ciclismo de manera sorprendentemente abierta para la época. Roussel tenía motivos para el descargo de conciencia porque había sido el gran señalado tres años atrás cuando al masajista de su equipo, Willy Voet, le pillaron en la frontera con Bélgica con un auténtico arsenal de medicamentos camino del Tour de Francia. El escándalo provocó la expulsión del Festina de la competición y las redadas policiales que acabaron con la detención de varios ciclistas, médicos, preparadores físicos y directores deportivos.
Por supuesto, el libro no se llegó a traducir nunca a nuestro idioma porque en aquel momento “no tocaba” –aún no se había abierto la caja de los truenos del caso Armstrong– y porque las acusaciones al ciclismo español eran devastadoras. En cualquier caso, entre los muchos detalles que comentaba Roussel destacaba, con cierta ironía, la cantidad de ciclistas que eran asmáticos. Un porcentaje que él cifraba en el 60-65% del pelotón cuando en la sociedad el número no pasaba del 10-15%. ¿Cómo era posible que un atleta de élite pudiera rendir al doscientos por cien con una enfermedad previa que debería perjudicarle con respecto al común de los mortales? Esa era la gran pregunta de difícil respuesta.
Sería injusto meter en el saco a todos los afectados, pero Roussel dejaba caer que ni las alergias eran tantas ni tantos eran los verdaderos asmáticos. Tener un certificado que acreditara la enfermedad era el salvoconducto ideal para poder consumir Ventolín, es decir, salbutamol, un broncodilatador que te permite respirar con mayor facilidad, reduce la sensación de angustia y ayuda al organismo en los momentos en los que se siente más exigido. No todos los ciclistas que se declaran asmáticos son unos tramposos –es cierto que el propio esfuerzo continuado puede provocar trastornos respiratorios que acaben cronificándose- pero, desde luego, Roussel apuntaba al asma como una perfecta excusa para ingerir un producto que mejora el rendimiento de manera artificial, es decir, la definición misma de dopaje.
Por todo lo anterior, no es de sorprender que la primera reacción al “resultado anormal” del control antidopaje de Chris Froome durante la pasada Vuelta a España haya sido reivindicar su condición de asmático y apelar al uso de salbutamol con fines terapéuticos. Anteriormente, grandes campeones como Jan Ullrich, Alex Zúlle o el propio Miguel Induráin en 1994 ya habían tenido problemas semejantes: resultados anormales que tuvieron que ser justificados médicamente y ante los cuales la UCI siempre tendió a mirar con cierta condescendencia a la hora de sancionar a los afectados.
El problema de Froome en esta ocasión es que, tras la avalancha de positivos por salbutamol de los años noventa y principios del siglo XXI, la UCI decidió alterar las cantidades permitidas. El salbutamol, de por sí, no es una sustancia prohibida como lo puede ser, por ejemplo, el clembuterol. Ante una muestra que presente restos de salbutamol en la orina, el laboratorio debe consultar previamente el historial del ciclista, atender a su condición médica declarada y evaluar si la cantidad encontrada supera el umbral de lo médicamente razonable para su enfermedad. Froome no parece cumplir con esos requisitos: si, como él asegura, tuvo una crisis especialmente dura de asma justo en la séptima etapa de la pasada Vuelta a España y tuvo que inhalar más Ventolín de la cuenta –el salbutamol solo se permite inhalado, nunca por vía oral- debió haber informado de ello a sus médicos y estos, a su vez, al jurado técnico de la organización.
En otras palabras, la duda con Froome no es si es asmático o no sino si la cantidad de salbutamol que se metió en el cuerpo es compatible con un uso terapéutico o es un claro ejemplo de abuso de una sustancia para incrementar el rendimiento deportivo. En eso está el corredor y en eso está el todopoderoso equipo Sky, gran dominador del ciclismo mundial en los últimos seis años y con fuertes vínculos incluso personales con la cúpula de la UCI. Lo curioso del caso es que mientras el corredor asegura que fue el doctor del equipo quien le recomendó que aumentara la dosis, el equipo ha preferido desmarcarse y confiar, públicamente, “en que Froome no se haya saltado ningún protocolo médico”.
En otras palabras, que si al final la UCI da por bueno el resultado y cree en la buena fe de Froome, el equipo quedará como el gran salvador y si, por el contrario, se estima que es un positivo en toda regla, al corredor le caerán todas las culpas, que es lo habitual.
Todo esto nos lleva a otro punto de análisis: desde los tiempos locos de la EPO a principios de los años noventa y la aparición de numerosos médicos-milagro con nuevos y sofisticados métodos de dopaje, el ciclismo ha estado bajo sospecha. La llegada del equipo Sky a la primera línea de la competición coincidió más o menos con el estallido del caso Armstrong y por ello se autoerigió en el estandarte del “ciclismo nuevo”. Según sus pomposas declaraciones, el Sky no ganaba por hacer trampas, como había hecho el US Postal durante casi una década, sino que ganaba por su método científico, su atención a todos los pequeños detalles, las “ganancias marginales”, como ellos las llamaban. El control absoluto y personalizado de todos y cada uno de sus corredores y sus necesidades.
¿Cuadra esta imagen del equipo Sky con la de un doctor que le dice a su corredor estrella, el ganador de cuatro Tours de Francia, que abuse del Ventolín aun sabiendo que puede incurrir en un positivo? ¿Cuadra esta imagen del equipo Sky con la posibilidad de que haya sido la propia estrella la que haya decidido prescindir del consejo médico y haya preferido inhalar Ventolín por su cuenta hasta dieciséis veces –ese es el equivalente a la cantidad de salbutamol encontrada- sin temor alguno a las consecuencias? La verdad es que no. La verdad es que, pase lo que pase con la posible sanción a Froome, la imagen del equipo y su cacareado método científico quedará para siempre dañada. Cada nueva victoria irá acompañada de aún más sospechas… y nadie podrá culpar a los desconfiados.
Lo que nos lleva al último punto: ¿habrá sanción o no habrá sanción? A lo largo del pasado miércoles se insistió mucho en el caso de Diego Ulissi, el prometedor corredor italiano que tuvo que afrontar una sanción de dos años, reducida después a nueve meses, por dar un resultado de salbutamol muy parecido en un control antidopaje. El asunto aquí es que Froome no es Ulissi. De ser alguien, Froome sería Induráin, a quien no se sancionó en absoluto. De hecho, el que todo esto se haya sabido a través de una filtración a The Guardian y Le Monde ya habla de la opacidad de la UCI al respecto. Según las informaciones del propio equipo Sky, el resultado anormal se comunicó hace ya tres meses al corredor, lo que no ha impedido la planificación al detalle del calendario del año que viene, dando por hecho que todo acabaría bajo las alfombras.
Aun dejando claro que la UCI no tiene por qué hacer públicas sus investigaciones cuando los resultados no le parecen concluyentes, es chocante que en tres meses no hayan podido determinar si el uso del Ventolín se ajustó a las reglas o no. Tres meses dan para mucho y estamos hablando de un caso muy habitual en el presente y en el pasado, como ya hemos visto, con mucha bibliografía médica al respecto. ¿Estaban intentando taparlo todo? No necesariamente, pero desde luego se estaban pensando muy seriamente declarar ese resultado positivo y proceder a la correspondiente sanción de dos años o de nueve meses, según las circunstancias.
¿Qué pasará ahora que la prensa ha hecho público el caso como hizo en su momento con el positivo de Alberto Contador, también tapado por la UCI? Imposible saberlo. El Sky tiene mucho poder y sancionar a Froome supondría atentar de nuevo contra la imagen del negocio. Del positivo de Induráin nadie se acuerda y todo el mundo dio por buena la explicación del navarro y el equipo Banesto. Con el tiempo, esta marejada quedará en nada y pocos recordarán que un día de diciembre se hizo público un posible positivo de un gran campeón.
Con todo, si de verdad se quiere salvaguardar la honestidad del ciclismo, es complicado que la UCI, salvo que el equipo médico de Sky aparezca con un informe que justifique sin género de dudas la absolución, no recurra al menos a un punto medio: quitarle la Vuelta a España ganada y ponerle una sanción simbólica, de unos seis meses a contar desde su última carrera, el campeonato del mundo de finales de septiembre. Eso permitiría al británico acudir al Giro y al Tour y a los organizadores de ambas carreras respirar tranquilos. Es el resultado más probable aunque no necesariamente el más esperanzador para el aficionado. Ahora bien, a estas alturas, el aficionado debería saber perfectamente lo que hay y no rasgarse las vestiduras cada vez que uno de sus ídolos demuestra tener los pies de barro. El dopaje ha sido cosustancial al ciclismo desde los tiempos de los hermanos Pélissier. No va a dejar de serlo nunca. Querámoslo como es o no lo queramos en absoluto.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.