La semana pasada será recordada como una radiografía de estos años dolorosos. El asesinato de Juan Sicilia y su grupo de amigos ha marcado un nuevo parteaguas en nuestra indignación. Como antes con el secuestro y muerte de Fernando Martí, la sociedad entera ha manifestado un hastío tan enfático como comprensible. Las tragedias Sicilia y Martí comparten, además, el surgimiento de dos figuras en la vida pública de México. Alejandro Martí y Javier Sicilia han transformado la más profunda desdicha en un ejercicio de valor cívico. Pero la tragedia y la respuesta que han generado exigen también deliberación seria, serena y, sobre todo, libre de esa persistente neblina que es la politiquería en México.
Veamos. En las marchas del jueves, la mayoría de las voces concentraron su indignación en la labor del gobierno. Se escucharon muy pocas consignas contra los criminales. Está claro que, para muchos, la violencia y la sangre tuvo su origen no en la erosión paulatina del estado de derecho en México durante las últimas décadas, sino en la decisión de Felipe Calderón de combatir el crimen organizado. Pareciera que es el gobierno (los gobiernos, porque las autoridades estatales y municipales también cuentan) es el responsable de los secuestros en Tamaulipas, las ejecuciones en Juárez, las violaciones en restaurantes en Monterrey, las extorsiones en Michoacán (y Neza y un largo etcétera), los cuerpos colgados en Morelos, las balaceras en Nayarit y San Luis Potosí. También existe la noción de que, en lugar de enfrentar esa erosión, los gobiernos debían haber pactado o negociado con los criminales. Todo lo cual es comprensible porque se arraiga en el hartazgo y temor de los mexicanos. En efecto: no queremos más sangre.
Pero el miedo y el hastío no son licencias para faltar a la verdad. El propio Sicilia hizo la distinción correcta entre la responsabilidad del gobierno y la culpabilidad de los criminales. No fue Calderón quien inventó el horror que se ha gestado en las entrañas de la sociedad mexicana desde hace muchos años. Por los modos corruptos que nos legó el PRI (que postergó por décadas la formación profesional de una policía o un sistema judicial independiente y eficaz) y por la indolencia de la sociedad, el problema estaba aquí antes de 2006 y estará aquí después de 2012. Por eso, en vez de desviar la atención por motivos ideológicos o políticos, la sociedad civil debe exigir explicaciones y diagnósticos claros, Es preferible escuchar a Genaro García Luna diciendo que esto tardará siete años en mejorar que oír a Alejandro Poiré, en su papel de optimista en jefe, dándole vueltas al verdadero estado de nuestra tragedia. Resulta fundamental hacer conciencia sobre la complejidad del problema y la multiplicidad de sus posibles soluciones: aduanas, flujos financieros, cárceles seguras, sistemas de justicia, campañas de salud pública, policía, etcétera. Entender estas medidas concretas nos permitirá calibrar a los futuros candidatos presidenciales.
Mientras tanto, el Estado mexicano deberá cumplir solo con su deber impostergable: demostrarle a los ciudadanos que no ha perdido el control de la justicia en el país. Parte del temor y el hastío de estos tiempos aciagos tiene que ver con la percepción de desamparo e impunidad, con la sensación de que nos pueden raptar, violar, matar y nadie pagará por el crimen. Es el vacío de autoridad que aterraba a Juan Sicilia y sus amigos al ser amenazados antes de ser asesinados, y es el vacío que ha permitido que sus verdugos sigan ahí afuera, tal y como está el asesino de Marisela Escobedo y tantos otros mexicanos olvidados, cruelmente, por sus gobernantes, los supuestos garantes de su seguridad.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.