Foto: Jumpin Jiminy, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Delia Fiallo, Raffaella Carra y el feminismo

La llamada madre de las telenovelas y la cantante italiana forman parte de nuestra historia sentimental y cultural. Las feministas pueden o no quererlas, pero nunca ignorarlas.
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En mi juventud despreciaba a dos nombres claves del mundo del espectáculo, representantes de la “alienada cultura de masas capitalista” y de “los valores patriarcales que cosifican a la mujer y la esclavizan a los valores tradicionales”. La cubana Delia Fiallo (1924-2021) y la italiana Raffaella Carrá (1942-2021), fallecidas recientemente, representaban el enemigo a vencer. No les agradecí el solaz familiar de mi niñez y mi adolescencia, tampoco su gigantesco éxito ni, mucho menos, la “cursilería” de la primera y la “vulgaridad” de la segunda.

Había más pedantería que razón en esta conducta. En primer lugar, una estudiante de Letras debía entender la cultura popular masiva no solo a partir del pensamiento de Theodor Adorno, filósofo de la Escuela de Frankfurt; estudiar a Walter Benjamin y a Umberto Eco sin duda hubiese ayudado mucho más que perder el tiempo en Para leer al pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, libro que estoy segura va a ponerse de moda de nuevo, después de medio siglo, por simplificador y represivo. Además, había un punto de hipocresía y presunta superioridad intelectual, puesto que disfrutaba de la música de mis antepasados, el bolero y la ranchera, de la salsa brava de los años setenta que bailaron mis primos y hermanas mayores, amén de la más refinada de los ochenta, con Rubén Blades de figura cimera. Me gustaba, lo confieso, la balada en inglés, por no hablar del rock y el grupo Queen. “Under pressure” sigue siendo mi grito de guerra. ¿Acaso gustar del pasado popular más que del presente nos salva de la “alienación” de nuestra tribu urbana?

En 1990 se publicó Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, de Néstor García Canclini. A diferencia de la visión marxista de la sociedad que nos proclamó víctimas de la ideología –la cual se ha impuesto de nuevo en este siglo, especialmente en las universidades anglosajonas– García Canclini ponderó la creatividad inherente a la apropiación de los códigos culturales disponibles, asunto que a su vez tocó Jesús Martín-Barbero, también fallecido este año. Es decir, los poderes culturales en juego no nos encuentran en la indefensión, a menos que se trate de situaciones de guerra, de autoritarismo extremo o de genocidio. La parodia, la ironía, el humor, la mezcla, la resistencia, la mirada a las tradiciones locales y su libre inserción en el trabajo artístico, abrían paso a una rica mirada sobre los fenómenos culturales que los sacaba del guión de conspiración propio del mencionado Para leer al Pato Donald. Habría que sumar también a pensadoras como Beatriz Sarlo y Linda Hutcheon en su intento de comprender la cultura y la literatura no como simple hegemonía de los sectores sociales dominantes.

Delia Fiallo tenía un éxito masivo no solo por su inserción en determinados circuitos que dominaban el entretenimiento, sino también por su conocimiento de los valores estéticos y sociales de su época, además de su hábil uso de un tejido dramático alimentado con la herencia del folletín y los melodramas. Dudo de que se creyera sus propias ficciones en un medio como el televisivo, integrado por divos y divas que hacían lo que les daba la gana mientras actuaban en la pequeña pantalla como santos y santas del panteón heteropatriarcal. Fiallo poseía una técnica probada en milenios de práctica: explotaba hasta el hartazgo la intriga y despertaba la empatía con las víctimas, siempre triunfadoras, retratando a varones rematadamente tontos, galanes mujeriegos dominados por sus madres y por el culto a las apariencias. Si en este momento una sucesora de Delia Fiallo quisiera escribir telenovelas como Una muchacha llamada Milagros y Leonela, basadas en el triunfo del amor entre violadores y violadas –en la senda de La fuerza de la sangre (1613), de Miguel de Cervantes–, ningún productor de televisión daría un centavo por el intento. El olfato de la Fiallo es comparable al exhibido en la escritura y adaptación de Juego de tronos, la serie televisiva inspirada en los libros de George R. R. Martin: la maldad y el poder han tenido una exitosa amalgama con el drama y la narración, por lo que apelar a estos recursos con inteligencia asegura el éxito. La Delia Fiallo de ahora escribiría sobre mujeres trans y hombres gays, sobre ingenieras y nuevas masculinidades. Simplemente, el mundo cambió. Fiallo ha sido llamada “la madre” de las telenovelas, un género que ha tenido grandes momentos y no solo desafortunadas servidumbres ideológicas. Esto significa haber dado forma a un género absolutamente latinoamericano, cuya prolongación es visible en la forma de las series vistas en plataformas de streaming.

En cuanto a Raffaella Carra, es muy fácil pensar en la cosificación de la mujer. No obstante, cierto ethos liberador la ha convertido en un ícono de la población LGBTIQ de diversas generaciones. La simple alegría de su pegajosa música pop, así como su performance, que exaltaba al público desde una feminidad cuidadosamente construida para exhibirse, causaban furor en los bares de lesbianas, gays, trans femeninas y trans masculinos de finales del siglo pasado, en los que la cursilería y la vulgaridad –los pecados que mi pedantería asignaba, respectivamente, a la libretista y a la diva– se trocaban en diversión y parodia. El humor surgía, juguetón y único, en aquellos shows “trans”; circulaba entre gays y lesbianas cambiándose el género al hablar; se manifestaba en la picardía y autoparodia que guiñaba el ojo desde la plena consciencia del equívoco. Mi incomprensión respecto a figuras como la Carra mutó en ironía y tolerancia e, incluso, aquel ambiente diverso me ayudó a comprender cuánto de masculino había en mí, a pesar del largo cabello rizado, el escote pronunciado y las faldas largas.

Fiallo, una mujer con un éxito rotundo en un mundo de hombres, pertenece al extenso número de casos de poderosas antifeministas cuya actuación rompía todos los esquemas del rol tradicional asignado a la mujer pero, al mismo tiempo, los perpetuaba en su trabajo. Ahora bien, los televidentes disfrutaban de sus telenovelas sin creerse las historias: crecí rodeada de mujeres y hombres adultos que veían telenovelas y se burlaban de ellas sin el menor empacho, no siendo precisamente universitarios ni mucho menos. La ideología es mucho más complicada de lo que actualmente se pregona y se pregonaba durante la hegemonía académica del marxismo en el siglo XX. En este tiempo de sospecha y nuevo puritanismo, la sexualidad femenina descarada de la Carra y su apuesta por la alegría en la Italia vaticana merecen nuestra memoria risueña. Y el papel de la doctora Fiallo, egresada de Filosofía y Letras, en la creación de la telenovela, un género narrativo latinoamericano más proteico de lo que hemos creído sus detractores, también es digno de ser recordado. Forman parte de nuestra historia sentimental y cultural con todas las complejidades y contradicciones del caso. Las feministas podemos quererlas o no, pero no podemos ignorarlas.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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