Imagen: Youtube / Nick Cave & The Bad Seeds

Nostalgia de los conciertos (Quiero volver, volver, volver)

En la pandemia, los melómanos han contado con el livestream para seguir escuchando música en el momento en el que se está haciendo. Pese a sus ventajas sobre los conciertos, esta experiencia deja algo esencial sin satisfacer.
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Mi nombre es Ernesto y era, soy, ya no sé, adicto a los conciertos. En aquel paraíso perdido que ahora llamamos “vieja normalidad” hacía malabares con mi sueldo y compraba muchos boletos para escuchar música en vivo, lo mismo en Bellas Artes, la Neza y el Cantoral, que en el Auditorio Nacional, el Metropólitan, el Teatro de la Ciudad, el Plaza Condesa, el Pepsi Center, el BlackBerry, el Lunario, el Zinco, El Péndulo, el Indie Rocks! y el Alicia, entre otros foros. Vaya que contribuía al bienestar de la industria.

Y es que crecí con la convicción de que no hay mejor música que la que se escucha en el momento en el que se está haciendo. Cuando el artista –no solo el público– tose, carraspea, tararea, bufa, como un Glenn Gould o un Keith Jarrett. O cuando yerra, desentona, desafina, acierta o resplandece. La música palpita, inhala y exhala en el momento en el que se hace; es única, irrepetible. Acrisola un instante mágico en el que todo confluye, no solo el estado de ánimo del artista, también la actitud y respuesta del público. El acto de la música como sistema de relación, decía alguna vez Robert Fripp, artífice de King Crimson, contiene tres términos: la música, que es la nota en sí misma; el músico, que hace sonar la nota; y la audiencia, que la acepta. Y se preguntaba: ¿qué demanda es hecha por la audiencia al músico? ¿Qué demanda es hecha por el músico a la audiencia? De eso va, acoto, una actuación en vivo.

A los melómanos de concierto, la pandemia y el confinamiento nos orillaron a aprovechar al máximo todo lo que nos dieron gratis la Ópera del Met, el Lincoln Center, la Filarmónica de Berlín o el Blue Note, por mencionar algunos recintos. YouTube se convirtió en la farmacia a la que muchos recurrimos para aliviar nuestros agudos síndromes de abstinencia de música en directo. Festivales como Lollapalooza o el Fuji de Japón dosificaron actuaciones del pasado, y artistas como Depeche Mode, Elton John, Genesis, Led Zeppelin y Pink Floyd liberaron sus filmes y conciertos históricos en las redes sociales.

Desde todas las metrópolis se encendieron focos rojos: grandes conglomerados de espectáculos, foros de todos los géneros y tamaños, promotores y artistas, avizoraron una crisis profunda. No había conciertos, ni público, ni ingresos, ni derrama económica. Las megagiras de los Rolling Stones, Elton John y los Eagles pararon en seco. Con cifras de Polllstar, Variety estimó que la industria del espectáculo en vivo perderá $9 billones de dólares en 2020. Por el drástico cambio de panorama, Live Nation se echó para atrás en la compra del 11% de las acciones de OCESA a CIE y Televisa. La National Independent Venue Association (NIVA) de Estados Unidos señaló que, sin apoyos federales, el 90% de los foros de música indie en el vecino país quedarán borrados del mapa. Aquí en México, Ticketmaster canceló o pospuso conciertos, algunos hasta el 2021. No pasó mucho para que empezaran a promoverse presentaciones en línea, o livestreams, y autoconciertos.

Extraño las tocadas en vivo, pero no todo de ellas. Será que el tiempo pasa, me voy haciendo viejo y no reflejo el amor como ayer. O simplemente que soy un chavorruco y ya no aguanto vara. No albergo ni un poquito de nostalgia por la lamentable logística de acceso y salida de sitios como el Foro Sol, ni por el asalto en despoblado que significa la venta de bebidas alcohólicas y comida chatarra a precios de restaurant de Enrique Olvera, sin limón, sin chiles toreados y sin su calidad gastronómica. No añoro el impacto en mi cabeza, nuca o espalda de líquidos misteriosos arrojados por fanáticos patanes; tampoco el tabaquismo contumaz de jóvenes rockeros con amplias probabilidades de padecer EPOC en el futuro. No echo de menos la incapacidad de los equipos de seguridad de muchos inmuebles para impedir que éstos sean espacios libres de humo, tal como lo marca la ley.

Tras este cúmulo de quejas, creerán que prefiero calzarme las pantuflas, balancearme en la mecedora y conectarme una noche entre semana (la del pasado 23 de julio, por ejemplo) a disfrutar Idiot Prayer, el “global live streaming” de Nick Cave, y ver al oscuro crooner aporrear con intensidad su piano de cola en un desolado Alexandra Palace londinense. Es la tercera vez que escucho a Cave en concierto y jamás lo había visto tan cerca y sufriendo yo menos pisotones. La crítica de diversas latitudes se desvivió en elogios. Mentiría si dijera que no me conmovió, aunque solo se tratara de una impecable filmación con audio irreprochable. Tenía un pequeño gran “pero”: era “global”, pero no “live”; no ocurría en el momento en el que todo el mundo miraba sus pantallas. Era un meticuloso y bien producido alimento recalentado, recién extraído del microondas. Cave anunció después que Idiot Prayer será una película con pietaje adicional y se estrenará en salas de todo el mundo el 5 de noviembre, mientras que el álbum alusivo saldrá a la venta el 20 del mismo mes.

Hablemos ahora de autoconciertos. Dependerá mucho del artista para que yo me anime a subirme a un coche, recoja a un alma gemela (o a varias, para prorratear el costo de la entrada) y asista a un autoconcierto en el Parque Bicentenario o en el Foro Pegaso. No objetaré que me tomen la temperatura al llegar o me obliguen a usar cubrebocas si decido bajarme del coche; las caminatas por el lado salvaje en el súper me han habituado a ello. Aún así, ir a un concierto como quien tiene un flashback a su infancia o adolescencia y regresa al autocinema Satélite de los años 70 del siglo XX no es algo que me excite en demasía. Con el Festival de Woodstock se cimentó la leyenda de que podías formar una nación si te congregabas con miles a escuchar música eléctrica en vivo. Tal vez ningún acontecimiento hizo más por apuntalar la creencia del concierto de rock como ritual dionisiaco en el que todos pueden ser uno y uno todos. Lo anota George Steiner en Necesidad de música y pienso que aplica para cualquier género: veneramos “la nostalgia por lo trascendente, por el éxtasis, el ideal de empatía participativa, la respuesta compartida”. La bronca, digo yo, es cuando debes sacrificar horas para llegar a un foro y luego otras tantas para salir de un estacionamiento que, además, te costó 200 pesos.

La noche del domingo 30 de agosto escuché en livestream a Los Lobos, esa pequeña gran banda del Este de Los Angeles. El antro de la tocada, el Belly Up, en Solana Beach, California, solo tenía por público presencial al compacto personal de filmación. Todos los demás estábamos desparramados por el mundo entero. Aprecié la espontaneidad de César Rosas y David Hidalgo entre rola y rola. Siempre he admirado la versatilidad del grupo, del country rock al rockabilly, la cumbia, el norteño y las rancheras. Una canción me pegó más que las otras: su versión de “Volver, volver”, de Fernando Z. Maldonado, que hiciera popular Vicente Fernández. Me imaginé en un concierto en vivo, con más personas alrededor, si quieren a sana distancia, pero abrazando a un alma gemela, chocando con ella vasos de plástico con chorritos de mezcal a sobreprecio. Quizás, después de todo, soy más hijo de la mala vida y animal melómano y gregario. Tal vez, a pesar de los pesares, poco iguale el rush del disfrute público, no solitario, de la música. “Este amor apasionado, anda todo alborotado, por volver…” Así ando yo.

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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