Jean-Luc, CC BY-SA 2.0 , via Wikimedia Commons

Dylan, por siempre joven

Al cumplir 80 años, Bob Dylan es un cosmos, una biblioteca abierta, y su discografía ostenta algunas de las producciones más logradas en la historia del rock.
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May your song always be sung
And may you stay forever young

“Forever Young”, Bob Dylan.

 

Asumo que no estoy solo: lo que más me asombra de Robert Allen Zimmerman es que a los 80 años de edad, que cumple este lunes, siga siendo capaz de componer canciones significativas y articular álbumes redondos, contundentes. Eso fue el Rough and rowdy ways, que lanzó en el pandémico 2020: otro capítulo deslumbrante de una carrera con elevadas crestas y algunos abismos.

Tratándose del longevo trovador, puede intentarse la maña de salir con que todo ya está dicho, pero siempre puede intentarse refrasear lo que se ha dicho una y otra vez desde hace seis décadas. Lo que hoy más me apura es exponer a las nuevas generaciones por qué estoy convencido de que Bob Dylan es el gran parteaguas en la música popular anglosajona del siglo XX, y de paso persuadirlas de que es la figura medular de la cultura juvenil de al menos el último medio siglo, acaso más telúrica e influyente que el mismo Elvis Aaron Presley y los cuatro Beatles, a los que, ya se sabe, roló un toquecito.

Mucho antes de que, en 2016, le concedieran el Nobel de Literatura –que algunos letrados siguen rebatiendo–, Dylan ya era objeto de estudio en instituciones de educación superior. La academia y el ámbito cultural están poblados de dylanólogos. Desde sus inicios, el artista fue una autocreación ambiciosa, alguien que asimiló el folclor estadounidense hasta el grado de ir en busca del compositor y cantante Woody Guthrie, el santo patrono del folk gringo, al hospital en el que convalecía. Dylan se inventó unos orígenes de trovador errante. Arribó en el momento preciso a la escena del Greenwich Village neoyorquino, a principios de los 60. Se vinculó con Allen Ginsberg y los poetas de la Generación Beat. Participó activamente en las multitudinarias concentraciones del movimiento por los derechos civiles. Muy a su pesar, se le adhirió a sus canciones la etiqueta “de protesta”. Algo era irrefutable: Dylan había abrevado de la rica tradición del folk, el blues y el gospel. Al paso de los años se demostraría también que había atesorado un gusto genuino por las composiciones de Tin Pan Alley. La exuberante tradición musical estadounidense pululaba en sus oídos.

Dylan establece un antes y un después en la escena cultural del imperio porque si bien en su corazón laten Buddy Holly, Jerry Lee Lewis, Richie Valens y Little Richard, recupera también a figuras del blues (Robert Johnson, Charlie Patton, Blind Willie McTell) y del country (Hank Williams y Johnny Cash) para referirse a los asuntos cívicos, laborales, imaginativos y amorosos del hombre común, y siempre que puede lo hace de modo alegórico, casi en clave, con encanto, resonancia y misterio. Dylan traslada al mundo pop la cosmovisión beatnik, con su marcado escepticismo frente a la comodidad y el bienestar de la posguerra –que sería el germen del hippismo y la contracultura–, y lo hace frente a amplias multitudes juveniles que sentían cómo los tiempos estaban cambiando en los usos, costumbres y formas de vida.

El instante, si acaso fueron segundos epifánicos, o los días y semanas que llevaron a Dylan a aventurarse a la exploración eléctrica, son decisivos en la historia del rock. No que la guitarra acústica fuera un arma ineficaz para matar fascistas o para llevar las vibraciones sonoras hasta la última célula de los escuchas, pero la electricidad suponía la expedición a un mundo ignoto, la apertura a una nueva sensibilidad, y más si se hacía acompañar de sustancias para estimular estados alternos de conciencia. Por eso son efemérides importantes la participación de Dylan en el Festival de Newport, el 25 de julio de 1965, con músicos de la Banda de Blues de Paul Butterfield, y la presentación del juglar en el Free Trade Hall de Manchester, el 17 de mayo de 1966, en donde recibió la acusación de “Judas” por su flagrante traición a lo acústico.

Para ese entonces ya estaba claro que Dylan haría con su carrera lo que le viniera en gana, y en todos los ámbitos posibles. Se dejaría filmar (por D.A. Pennebaker), haría películas experimentales (Renaldo y Clara), escribiría largos poemas en prosa oscuros y crípticos (Tarántula), se refugiaría en el country, andaría nuevos derroteros religiosos y espirituales (del judaísmo al fundamentalismo cristiano y de regreso), armaría y desarmaría grupos de acompañamiento con músicos notables (Robbie Robertson, Mick Ronson, Mick Taylor, Mark Knopfler y Charlie Sexton, entre otros) y se alejaría de los reflectores, renuente a ser el faro, el gurú, el portavoz de una generación, como lo dice en la primera parte de su autobiografía, Crónicas 1.

Dylanescos son Serrat y Sabina, Silvio y Pablo, Jaime López, Lou Reed, Bowie y Springsteen, Neil Young, George Harrison, Mark Knopfler y Tom Petty, Beck, Jack White, Jeff Tweedy (Wilco), Adam Granduciel (The War on Drugs) y muchos que ni siquiera lo admiten. Dylan es un cosmos, una biblioteca abierta, y su discografía, para decirlo directo, ostenta algunas de las producciones más logradas en la historia del rock. Guardo la esperanza de que muchos jóvenes que disfrutan el libre y corrosivo flujo de la palabra, el apunte y el comentario social y generacional en las piezas de hip hop que escuchan, se atrevan a bucear en Highway 61 revisited, Blonde on blonde y Blood on the tracks, por solo citar tres de sus obras cumbre. Descubrirán que a pesar de una voz y estilo peculiares, el fraseo y el flow de Dylan son premonitorios de una estética prevaleciente en la actualidad. El poeta hace el relato de su entorno con todos los recursos verbales y literarios a su disposición, incluida la tradición poética anglosajona y el libro de libros, la Biblia.

El bardo de Duluth, Minnesota, generó controversia y cierto rechazo cuando abrazó el fundamentalismo cristiano a fines de los años 70. Yo rescato los tres álbumes de ese periodo, más que por su prédica y fervor, por la entusiasta recuperación que emprende de elementos como los coros femeninos, los arreglos tipo estudios Muscle Shoals, y la cadencia del gospel y los spirituals, esta última una fuerza que, como lo han aventurado muchos, convierte hasta a los más incrédulos.

Hay un rostro de Dylan que ahora, en ocasión de su 80 aniversario, me animo a promover de dos maneras. Es uno en el que intervienen el oído y las manos sabias de un notable arquitecto sonoro, el productor canadiense Daniel Lanois, que tanto hiciera por el sonido de U2. Oh mercy es un álbum que data de 1989 y que con toda justicia se considera un gran retorno de Bob Dylan. No se había ido, pero cada una de sus grabaciones de los 80 era ninguneada en las listas de ventas o vapuleadas por la crítica más exigente. Ese volumen de atmósferas, ecos y cadencias intimistas fue una brillante primicia de lo que volverían a hacer Lanois y Dylan, lustros más tarde, con Time out of mind y Love and theft, magistrales obras de senectud de un diablo que sabe mucho más por viejo. Oscuras. A ratos pesimistas. Desencantadas. Acerbas. Despiadadas. Difícil promover entre los jóvenes melómanos esta clase de monumentos que muestran cómo en el ocaso de la vida no siempre hay claridad, ni dulzura, ni comprensión, pero sí maneras de sobrevivir y dar la batalla vital con música y palabras.

En un 2020 de tanta pérdida y desazón, “Murder most foul” y el álbum del que forma parte, el mencionado Rough and rowdy ways, fueron un obsequio inesperado. La canción es un tour de force y a la vez un recuento de la vida estadounidense en tiempos de Bob Dylan, a partir del asesinato de John F. Kennedy (“El día que lo mataron, alguien me dijo: “Hijo, / la era del Anticristo apenas ha comenzado”). Una clepsidra de hechos, canciones y personajes. El cronista afila el lápiz, carraspea, desgrana sus recuerdos, como un Joe Brainard, un Georges Perec o una Margo Glantz. Expande su visión oceánica y contiene décadas en una canción de 16 minutos con 57 segundos. Apuesto a que no será la última gran composición que nos regale Bob Dylan. Si pierdo, pagaré sin chistar, agradecido por un robusto catálogo del que nos van a sobrevivir montones de piezas.

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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