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Alejandro Valverde: el ciclista que dejó de pedir perdón

Pese a lograr seis medallas en Campeonatos del Mundo, algo que nadie en la historia ha conseguido, y acabar otras tres veces entre los diez primeros, ¿cómo explicar que Valverde nunca haya sido campeón del mundo?
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En 2004, a los veinticuatro años, Alejandro Valverde dejó el equipo Kelme para irse al Illes Balears, es decir, a la misma estructura de Eusebio Unzúe y José Miguel Echavarri que en su día se llamó Reynolds, posteriormente Banesto y que ahora recibe el nombre de Movistar. Para entonces, Valverde ya había demostrado todo de lo que era capaz: en 2003 había quedado tercero en la Vuelta a España ganando dos etapas de montaña y ese mismo año, en un sprint reducido, fue subcampeón del mundo detrás de su compatriota Igor Astarloa.

Así era el español: podía ganar en montaña y podía ganar por velocidad. Podía ganar carreras de un día, podía ganar carreras de una semana y podía aspirar a ganar grandes vueltas. El potencial era infinito, tanto que en muchas ocasiones durante su carrera pareció algo perdido, como si no supiera definirse a sí mismo ni encontrara la manera de que los aficionados le definieran. Competir, competir y competir. Más allá de los triunfos, más allá de la quinta Flecha Valona o la cuarta Lieja-Bastoña-Lieja que ha ganado este mes de abril, lo que apabulla de Valverde es su regularidad: siempre entre los diez primeros. Lo de este año roza el escándalo: acumula once victorias y un total de diecinueve “top tens”. Eso, en abril.

Hasta tal punto se ha asociado el nombre de Valverde a la victoria que siempre pareció que no era suficiente. Que podía hacer más. España es un país de sucesores, en el que cada nueva estrella se mide según la estela de la anterior. En el caso del ciclismo, es difícil sacar al aficionado medio de la obsesión veraniega: el Tour de Francia, el escenario de los Bahamontes, Ocaña, Delgado e Induráin. Parecía que para caer en gracia, Valverde tenía que dejar de mirarse en Laurent Jalabert y convertirse en un Richard Virenque, concentrado todo el año en una sola carrera.

Sin embargo, Valverde no era Jalabert y desde luego no era Virenque. Era mucho mejor. El problema es que quizá nos hemos dado cuenta demasiado tarde. Durante muchos años, estuvo en todas las quinielas para ganar Tours y Vueltas hasta que quedó claro que aquella era una gesta muy improbable. Sirva como ejemplo que en su extensísimo palmarés solo cuenta con una Vuelta a España, la de 2009, pese a tratarse de una carrera que se adapta perfectamente a sus características: puertos cortos y explosivos, pocos kilómetros contra el reloj y muchas bonificaciones en las llegadas a meta. En cuanto al Tour, tuvo que esperar a los 35 años para conseguir subirse al podio. Lo celebró como una victoria.

Esa ambigüedad de Valverde es lo que se le ha reprochado muchas veces, probablemente demasiadas: los ímprobos esfuerzos por acabar tercero en una general a cambio de sacrificar victorias puntuales. Resulta increíble que un corredor de sus características solo haya ganado cuatro etapas en el Tour de Francia. Tampoco ha destacado nunca por ser un gran estratega: siempre ha tenido problemas para colocarse en el grupo y para calcular a qué ataque había que salir y a qué ataque había que dejar marchar.

Esa es una de las razones por las que el corredor español, pese a lograr seis medallas en Campeonatos del Mundo, algo que nadie en la historia ha conseguido, y acabar otras tres veces entre los diez primeros, nunca ha sido campeón del mundo. Lo tuvo en la mano muchas veces y muchas veces se le escapó. La más recordada, la de 2013, cuando no solo no ganó sino que tampoco fue capaz de marcar al campeón final, Rui Costa, cuando este se fue a por el también español Joaquim “Purito” Rodríguez.

Curiosamente, el aluvión de críticas que le cayó por aquella actuación en Florencia pareció venirle bien. Valverde, acostumbrado a pedir perdón por no ganar el Tour, por despistarse en los abanicos, por caerse en el peor momento, por medir mal sus fuerzas, por haber sucumbido al dopaje organizado y por no ganarlo absolutamente todo, se cansó del mundo y decidió ir a lo suyo. Con 33 años cumplidos, se suponía que estaba al final de su carrera y ya nadie esperaba nada de él. Esa falta de expectativas, apuntalada con la presencia de Nairo Quintana en el equipo, un hombre que le permitía relajarse en Tour, Giro y Vuelta, nos ha traído lo mejor del español.

En los últimos tres años y medio, Valverde ha conseguido subir al podio de las tres grandes vueltas, sumando dos etapas en el camino, ha sido nombrado dos veces mejor ciclista del año, ha quedado tercero de nuevo en otro Mundial y ha ganado ocho vueltas menores, cuatro de ellas esta misma temporada: Andalucía, País Vasco, Cataluña y Murcia, aunque esta última en realidad se disputa en un solo día. Con todo, lo más impresionante es su actuación en las llamadas “clásicas”, las grandes carreras de Bélgica y Holanda que juntan a los mejores especialistas del mundo.

Destacar sistemáticamente en las clásicas y a la vez optar a la clasificación general de un Tour de Francia es cosa de superhombres. De nombres como Fasto Coppi o Eddy Merckx. Las clásicas destrozan las piernas con sus muchísimos kilómetros por caminos a menudo mal asfaltados, son un imán para las caídas y requieren de una concentración asombrosa y prolongada durante seis o siete horas. En ese sentido, lo de Valverde escapa a toda lógica: en estos mismos cuatro años en los que ha saboreado o rozado el triunfo en las tres grandes vueltas, ha arrasado en las competiciones de un día, aprovechando su punta de velocidad, que parece no decrecer nunca: ha ganado en el Muro de Huy, meta de la Flecha Valona, cuatro veces consecutivas. Ha ganado en Ans, la llegada en cuesta de la Lieja-Bastoña-Lieja otras dos y ha conseguido sumar a todo esto la clásica de San Sebastián, una de las más duras de todo el año.

Su pico de forma dura de febrero a septiembre. Desde las primeras carreras en Mallorca hasta el Mundial. En un deporte bajo continua sospecha y con un pasado vinculado a la Operación Puerto, con dos años de sanción incluidos, su capacidad constante para sacarse de la manga un último “sprint” cuando los demás ya están sin fuerzas sigue siendo motivo de suspicacia, más o menos comprensible. Desde que corre “de regalo”, es decir, desde que corre sin que nadie espere nada de él, se ha olvidado de conservadurismos y tácticas. Un demarraje brutal y para arriba. Junto a Peter Sagan es el corredor con mayor arsenal para la victoria. Aparte, los dos coinciden en algo: un hambre voraz cuando la línea de meta se acerca.

Aquel prometedor chaval de 24 años cumplirá esta semana los 37. Nadie habla de retirada, por supuesto. A los triunfos de invierno y primavera probablemente le sigan los de verano en el Tour y en la Vuelta, sus próximos objetivos, y los de otoño en Lombardía o en Noruega, donde se celebra este año el campeonato del mundo. Lo triste es que si llegan, todo el mundo lo verá como algo hasta cierto punto esperado, para algo le llamaban “El invencible”… y si no llegan, se oirá ruido de sables. Ahora bien, todo eso a él le dará igual. A su edad, sabe bien hasta dónde puede llegar y hasta dónde no tiene sentido exigirse. Si los demás son conscientes o no, es problema suyo.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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