El día en que echaron a Dorothy Parker de Vanity Fair

La reputación de Dorothy Parker como una de las mejores escritoras satíricas del siglo comenzó durante sus años como crítica teatral para la revista. En 1920, una columna burlona sobre una obra de teatro provocó su despido, lo que sirvió para afianzar su estatus de escritora que derriba mitos y rompe tabúes.
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Dorothy Parker perdió su trabajo como crítica de teatro el 11 de enero de 1920, en el salón de té del Hotel Plaza. Cuando se sentó frente al director de la revista, Frank Crowninshield, Parker sabía que estaba en apuros. Llevaba meses pendiendo de un hilo. Su última columna había sido especialmente hiriente. Al reseñar The son-daughter, Parker afirmó que la obra de David Belasco seguía su anterior obra, East is West (El Este es el Oeste), “casi exactamente”, algo que Belasco consideró una injuria. Un par de párrafos después, al escribir sobre la obra La mujer del César, de Somerset Maugham, Parker se burló de la actriz Billie Burke por una interpretación que “parecía una imitación de Eva Tanguay”. La comparación con un personaje atrevido de vodevil enfureció a Florenz Ziegfeld, uno de los anunciantes más fieles de Vanity Fair, que era el productor de Burke y su marido. Ziegfeld y Belasco comunicaron su irritación a Condé Nast, la empresa editora de Vanity Fair. No está muy claro qué queja tuvo más peso, pero de cualquier modo, Nast las trasladó a Crowninshield, que quedó con Parker en el Plaza y la despidió de un puesto en el que había estado dos años. Entonces Parker pidió el postre más caro de la carta y se marchó.

En los días siguientes, los colegas de Parker, que solían reunirse en la Sala Rosa del Hotel Algonquin, convirtieron el despido de Parker y sus efectos colaterales en un escándalo mediático. La propia Parker no volvería a tener un trabajo de oficina o a recibir un salario regular; encontraría el éxito como crítica freelance, autora de una obra brillante y respetada en verso, relatos, ensayos, obras de teatro y guiones cinematográficos. El incidente cambió su carrera y estatus, y la respuesta que provocó ayudó a forjar la leyenda de lo que se acabaría llamando la Mesa Redonda del Algonquin.

Parker quizá aprendió de sus padres la tendencia a no seguir las reglas. Nació con el nombre de Dorothy Rothschild (un apellido cuya mención siempre le hacía explicar que no tenía ninguna relación con la dinastía de los Rothschild) en 1893, la hija de un amor al principio prohibido entre Eliza Annie Marston, de padres burgueses británicos, y Jacob Henry Rothschild, hijo de inmigrantes judíos, que se casaron a pesar de la oposición de los padres de Marston. Dorothy creció en Nueva York, en un adosado en la calle 72, número 214. Era un barrio que empezaba a ponerse de moda; Broadway, a unos pasos, se denominaba “el Bulevar” al pasar por esta zona, en honor a los bulevares parisinos diseñados por Georges-Eugène Haussmann, en los que se inspiraba. La infancia de Dorothy no fue idílica. Su madre murió cuando ella tenía cinco años. Con dieciocho, el Titanic se hundió, y en él iba su tío favorito, Martin Rothschild; Parker posiblemente acompañó a su desconsolado padre al muelle para recibir a los supervivientes y descubrir que su tío no estaba entre ellos. Henry Rothschild, destrozado, cayó enfermo y murió menos de un año después.

Como necesitaba ingresos más allá de la herencia paterna, Parker encontró trabajo tocando el piano en varias escuelas de danza, que estaban de moda a mediados de la década de 1910. Pero quería ganar dinero escribiendo. Lo hizo de la manera antigua y difícil, enviando manuscritos de poesía hasta que la llamaron. En 1914 Vanity Fair aceptó su poema “Any Porch”, que satirizaba la cháchara de las mujeres de la alta sociedad:

No quiero el voto para mí,

sino para las mujeres con propiedades, cielo.

Creo que esa pobre chica está sin trabajo,

no para de hablar de su “carrera”

Le pagaron doce dólares por esa pieza, lo que equivaldría a trescientos dólares de hoy. Parker utilizó ese poema como una justificación para entrar en las oficinas de Vanity Fair, en West 44th Street, números 19 al 25, y exigir un trabajo fijo. El director Crowninshield, quedó impresionado con ella. En 1915 la contrató en Vogue, otra revista propiedad de Nast, para hacer trabajo editorial y escribir los pies de fotos en imágenes de ropa femenina. Pronto su vida personal se volvió dramática cuando conoció a Edwin Parker II en 1916, se casó con él en 1917, y una semana después observó con sorpresa y consternada cómo llamaban a filas a “Eddie”, que se unió al ejército estadounidense en la Primera Guerra Mundial.

Durante sus dos años en Vogue, Parker trabajó bajo las órdenes de Edna Woolman Chase, una leyenda. Chase, siguiendo un camino normalmente reservado a los hombres, fue ascendiendo desde la sala de correo hasta trabajos editoriales, y se convirtió en subdirectora en 1911 y directora en 1914; se mantuvo en ese puesto hasta 1952. La dedicación de Chase solo es equiparable a su disciplina. Insistía en que los empleadores vistieran de manera formal en la oficina, y tanto ella como su joven empleada, con apariencia recatada pero con actitud iconoclasta, se enfrentaban a menudo. Aunque le hizo ilusión comenzar en el trabajo, Parker no era capaz de seguir a un líder durante mucho tiempo, y pronto empezó a darle pies de fotos impublicables, para desafiar la sensibilidad de Vogue. Un camisón, sugería, podría vestirse como incitación al sexo: “Cuando era buena era muy muy buena, pero cuando era mala se ponía este divino vestido de noche…”. Una insinuación así era inaceptable para los lectores de Vogue en 1916. El pie de foto superó varias fases editoriales antes de que se reconociera su juego con la célebre composición “The girl with the curl”.

Crowninshield le quitó el problema a Chase en 1918, al trasladar a Parker a la redacción de Vanity Fair tras ofrecerle un puesto de crítica teatral que le cambiaría la carrera. Era una época estupenda para tener un asiento en primera fila en la escena teatral neoyorquina. Había hasta ochenta teatros activos en el distrito de Broadway, y había hasta ciento cincuenta espectáculos al año; un crítico podía escribir sobre nuevas obras cada semana. Desde el principio, en sus columnas mensuales Parker no tenía reparos en atacar a las grandes estrellas, incluso si no estaban sobre el escenario. En abril de 1918, al alabar el musical Oh, lady! Lady!!, Parker hizo una digresión en la que decía que “ni siquiera la presencia en el público del Sr William Randolph Hearst […] podía arruinar mi noche.”

A Parker le encantaba ser crítica teatral, pero le gustaban cada vez menos las actitudes de Nast y Crowninshield hacia sus empleados. En esto, como en muchas cosas, le apoyaban (y motivaban) sus dos nuevos compañeros, Robert Benchley y Robert Sherwood. Benchley fue contratado como subdirector en el invierno de 1919 y en mayo se convirtió en el aliado de Parker en la oficina. Su actitud puritana y su vida doméstica tradicional –mujer, hijos y casa en las afueras– ocultaban un sentido del humor anárquico que lo convirtió en uno de los mejores humoristas estadounidenses durante décadas. Tras la llegada de Benchley, Sherwood, que acababa de volver de la guerra, se incorporó como escritor. Tanto Sherwood como Benchley se habían formado, por así decirlo, en Harvard, escribiendo sátiras para el Harvard Lampoon; ambos, como Parker, se harían famosos como escritores después de Vanity Fair. Está claro que Crowninshield tenía ojo para el talento literario.

En 1919, sin embargo, los tres escritores se indignaron con la dirección y particularmente con los dueños de la revista. No les gustaba la combinación de libertinismo vulgar y mojigatería en lo que respecta a las reglas de la oficina, y se quejaban de unos salarios poco competitivos. Los “trataban como siervos”, dijo Sherwood, “y nos pagaban como tal, también”. Escenificaron su descontento a menudo: decoraron la oficina de Nast con serpentinas para imitar una especie de fiesta de despedida y, en una ocasión, cuando Crowninshield estaba de viaje y los dejó a cargo de la redacción publicaron un artículo de moda satírico en el que Sherwood predecía que la ropa masculina incluiría pronto chalecos adornados con joyas.

La mujer del César se estrenó en noviembre de 1919 y se mantuvo en escena hasta el siguiente febrero en el Liberty Theater, en el número 236 de West 42nd Street (su fachada todavía sigue ahí, ahora parte del Museo Ripley, aunque parezca increíble). La obra cuenta la historia de un matrimonio entre un diplomático inglés y una mujer muchos años más joven. La reseña de Parker no es especialmente antipática hasta el final: “La señora Burke, en su papel de mujer joven, está deslumbrantemente joven. En los momentos serios saca lo mejor de sí misma; en su intento de parecer un personaje joven, en las escenas más ligeras, parece que está imitando a Eva Tanguay.” Esto en realidad es una revisión con un tono rebajado; en el primer borrador decía que Burke “se lanzó al escenario como si estuviera imitando a la bailarina exótica Eva Tanguay.” Después de las objeciones de Crowninshield, Parker propuso una frase menos inflamatoria. Pero la versión publicada era suficientemente insultante. La mujer del César, por el aclamado Maugham, tenía que servir para lustrar los credenciales de Burke, que volvía a los escenarios después de tres años trabajando en cine, y también los de su marido Ziegfeld, conocido por sus espectáculos anuales de variedades. La referencia de Parker a Tanguay acabó con esas aspiraciones. El nombre de Eva Tanguay era sinónimo de indecoro, erotismo y una actitud física desatada. No era, desde ningún punto de vista, especialmente talentosa como cantante, bailarina o actriz, pero se convirtió en una estrella internacional, en parte famosa por su salario, que llegó a alcanzar la sorprendente cifra de 2.500 dólares a la semana cuando era la artista principal en el Metropolitan Theater de Brooklyn en 1921. Como dijo la revista Printer’s Ink diez años antes: “No sabe ni cantar, ni bailar ni recitar. Y sin embargo, Eva atrae al dinero. El público la quiere.” Tanguay también era famosa por su actitud transgresora contra la actitud femenina tradicional sobre el escenario (y también al bajar de él), y por ser su propia mánager; contrataba a agentes masculinos pero insistía en controlar su propia carrera.

La mención de Parker a Tanguay provocaba asociaciones que iban más allá de una simple pulla sobre su actuación imperfecta. De manera sutil aludía a las dinámicas del matrimonio Burke-Ziegfeld y servía como una bofetada contra el control patriarcal. Cuando Parker habla de “mujer joven”, y reitera dos veces las cualidades “jóvenes” de su papel, estaba haciendo referencia a la historia pública de las relaciones de Ziegfeld con mujeres más jóvenes que él, y de esas mujeres siendo reemplazadas por otras aún más jóvenes. Burke, por ejemplo, diecisiete años menor que Ziegfeld, se casó con él en 1914 tras divorciarse Ziegfeld de Lillian Held, y aguantó desde entonces sus impenitentes aventuras amorosas. La reseña de Parker sugiere que Burke está sobreactuando porque ya es demasiado mayor para el papel de “joven mujer”, y que su estatus como “joven mujer” de Ziegfeld estaba también expirando. Parker pensaba que Burke era inepta (y que su opinión no era favorable a la lucha de las actrices en una industria teatral desigual) y estaba mal elegida para el papel, y su crítica se volvió personal. De manera menos visible, la referencia a Tanguay, una mujer que se resistió a que los hombres guiaran su carrera, pone en relieve el acuerdo profesional entre Burke y Ziegfeld.

Nueve años antes, Ziegfeld había empleado a Tanguay en su musical Follies of 1911 y conocía bien lo que Tanguay representaba: el exceso, la vulgaridad, el espectáculo, todas las asociaciones que estaba intentando evitar. Ziegfeld ya se había quejado antes a su amigo Nast de los artículos de Parker, pero esta vez o fue más persuasivo o podía añadir las amenazas de Belasco. Nast no podía perder una fuente importante de ingresos publicitarios y a la vez lidiar con las acusaciones de injurias de Belasco, así que llamó a Crowninshield, el director de Vanity Fair desde 1912, con quien tenía confianza.

Crowninshield estuvo a la altura de la ocasión. El Hotel Plaza era, en 1920, ya un símbolo de lujo, exceso y pretensión. (Desde entonces ha sido propiedad de, entre otros, Conrad Hilton y Donald Trump). En este escenario, Crowninshield, después de pedir que trajeran a la mesa un gran ramo de flores, le explicó a Parker que su predecesor, P. G. Wodehouse, quería volver a su trabajo de crítico teatral. Elogió la escritura de Parker y le ofreció trabajar para la revista como freelance. Ella decidió marcharse.

Al volver a su apartamento en la calle West 71st, a Parker quizá le esperaba su marido. Eddie había vuelto a Nueva York el verano anterior, y estaba luchando contra su adicción a la droga como les pasaba a muchos soldados al volver de la Primera Guerra Mundial. Buscando compasión, Parker llamó a su amigo y aliado Benchley, que inmediatamente cogió el tren de las siete a Manhattan desde su casa en Crestwood, fue al apartamento de Parker y le ofreció su apoyo. A la mañana siguiente fue a la oficina de Crowninshield y, en protesta por el despido de Parker, ofreció una carta de dimisión. Esa tarde, Parker y Benchley fueron al Algonquin a contar sus historias, y se quedaron varias horas cotilleando y bebiendo. Después de contar la historia varias veces, los ingenios de la Mesa Redonda, que habían oído bastantes quejas sobre Nast y Crowninshield, se pusieron manos a la obra. Alexander Woollcott persuadió a sus editores del New York Times para que publicaran la historia. Su artículo “Despedidos los editores de Vanity Fair: Robert Benchley se marcha tras Dorothy Parker, críticos bajo las balas” apareció al día siguiente; era buena publicidad para el trío, equiparable a un anuncio ofreciendo sus trabajos. Unos días después, otro escritor de la mesa, Frank Adams, criticó públicamente a Vanity Fair: describió el escándalo en su columna “The conning tower” en el New York Tribune. El incidente ayudó a popularizar la Mesa Redonda del Algonquin. Este grupo de colegas de profesión, amigos, adversarios y participantes varios había empezado a tomar forma el verano anterior; comenzó con un homenaje burlesco al columnista teatral y personalidad de Broadway, Woollcott, que acababa de volver a Nueva York del ejército. El grupo se reunió en el número 59 de West 44th Street, en el comedor de un hotel que había abierto en 1902 bajo el nombre de El Puritano. Fue Frank Case, que regentaba el lugar desde hacía dos décadas y lo compró en 1927, quien, quizá esperando atraer a una clientela menos puritana, lo rebautizó como el Algonquin, un nombre de una tribu indígena. Uno puede asumir que Case no pretendía ser irónico al usar un nombre de una gente que se había visto obligada a exiliarse tres siglos atrás.

A partir de 1920, el Algonquin se convirtió en el lugar de reunión de un grupo que acabaría incluyendo a una gran cantidad de personalidades literarias y culturales, incluido el fundador del New Yorker Harold Ross, la escritora de ficción Edna Ferber, el periodista deportivo Heywood Broun y Harpo Marx. Fue Case, de nuevo, quien tomó la decisión de organizar una mesa redonda para este grupo tan charlatán, colocada en mitad de la “Sala Rosa” del Algonquin, como expuestos ante los demás clientes, especialmente turistas. En la tertulia del “Gonk”, como la llamaban quienes acudían, Parker conoció a Will Rogers, F. Scott Fitzgerald, Zelda Sayre, Ernest Hemingway y a la artista Neysa McMein, que se convertiría en su amiga.

Pero Parker tenía otras cosas que hacer antes. El 13 de enero –la mañana en la que apareció el artículo de Woollcott en el New York Times– Benchley, Parker y Sherwood fueron a las oficinas de Vanity Fair, aparentemente porque era una obligación contractual. Liberados de cualquier necesidad de mantener el decoro, se pusieron unos pines, como insignias militares, y se pasearon con una caja de donaciones pidiendo contribuciones “para Billie Burke”. Parker mantuvo estas bromas resentidas incluso después del 25 de enero, cuando se llevó definitivamente sus cosas del escritorio. Ese septiembre, Parker envió a Benchley una serie de postales firmadas como “Flo y Billie” y “Conde y Clarisse” (la mujer de Nast, ya por entonces exmujer).

En febrero, Benchley y Parker alquilaron una oficina juntos en los Metropolitan Opera House Studios, a un paso de la casa de Parker si coges el metro o el tranvía elevado de la Novena Avenida. El sitio era tan enano, diría más adelante, “que si hubiera sido dos centímetros más pequeño habría sido adulterio”. El primer trabajo de la nueva vida de Parker consistía en escribir títulos para la película muda Remodeling her husband, que estaba dirigiendo Lillian Gish, producida por D. W. Griffith. No le gustaba, y pronto retomó su trabajo como crítica teatral, esta vez para la revista Ainslee’s, que tenía una mayor circulación que Vanity Fair; el puesto le permitía organizar sus horas de trabajo y colaborar en otras publicaciones. Ese invierno fue productivo. Colaboraba en Ladies Home Journal y The Saturday Evening Post. Sus finanzas sobrevivieron, y la siguiente primavera tenía suficiente como para prestarle a Benchley doscientos dólares. Estaba realmente a gusto liberada de las responsabilidades editoriales diarias, y especialmente de Nast. De hecho, no volvería a tener un trabajo de nueve a cinco, y conservó casi todo el control que pudo sobre el desarrollo de su carrera como escritora.

Ziegfeld y sus mujeres siguieron en su radar. En una columna de 1920 en Ainslee’s, Parker habló bien de la obra Frolics de Ziegfeld, una serie de espectáculos de variedades distinto a Follies. Alabó las interpretaciones cómicas de W. C. Fields, Mary Hay y Fanny Brice, pero se cargó la interpretación musical de Lillian Lorraine –la amante de Ziegfeld durante mucho tiempo, que tuvo que ver en el divorcio entre Ziegfeld y Held–. En un comentario sardónico sobre la corista del espectáculo, Parker escribió: “De dónde provienen las chicas de Ziegfeld va a ser siempre uno de los grandes misterios del mundo.” En su siguiente columna reseñó los Follies; no le gustó ni siquiera la música de Irving Berlin y Eddie Cantor, y señaló que “la atracción de la producción, como ocurre siempre con los Follies, son las chicas.”

Cuando Parker comparó a Billie Burke con Eva Tanguay, estaba haciendo un gesto que superaba a la actriz y atacaba las estructuras patriarcales, personales y profesionales que representaban Ziegfeld y Nast. Estaba claro que sabía que con ello ponía en riesgo su puesto, pero también sabía que ceder ante esas estructuras sería peor que asumir las consecuencias de enfrentarse a ellas. ~

 

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en Public Domain Review.

 

 

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Jonathan Goldman es profesor en el New York Institute of Technology y autor de Modernism is the literature of celebrity (2011).


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