El malestar de las humanidades

El desafío actual de las humanidades es corregir el retraso en la integración de sus logros con respecto a las disciplinas científicas. La clave para superar la fragmentación y la crisis está en restaurar una conciencia global.
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En un artículo todavía reciente de The New Yorker Louis Menand ha llamado la atención sobre un asunto curricular que, hasta donde yo sé, no existe en España pero que tiene recorrido en Estados Unidos. Se trata del core curriculum, algo así como currículo principal o programa básico, unos cursos sobre obras maestras de la cultura occidental –literarias y filosóficas– que son obligatorios para estudiantes de primer y segundo año en universidades americanas. Esto fue una iniciativa aparecida a raíz de la Primera Guerra Mundial que se extendió después de la Segunda. Menand pasa revista a dos libros publicados en Princeton University Press por profesores de esos cursos. Estos libros reivindican el core curriculum porque la hegemonía de los estudios culturales y sus variados métodos ha llevado a la más completa decadencia a esta iniciativa, para muchos obsoleta y conservadora. La entradilla del artículo ofrece su conclusión: “las humanidades están en peligro, pero los humanistas no pueden ponerse de acuerdo en cómo –o por qué– deben salvarse”.

El malestar en la investigación

Thomas S. Kuhn elaboró un modelo para la comprensión de la historia de la ciencia que, más de medio siglo después, puede resultar útil para comprender lo que viene sucediendo con las humanidades, aunque no fuera este el objeto de las propuestas de Kuhn. Por “malestar” Kuhn entiende la fragmentación de la comunidad científica en una serie de colectivos o comunidades científicas que se aferran a ciertos principios compartidos y que compiten entre sí por la hegemonía en los espacios académicos –la proliferación de escuelas y tendencias–. La causa de esa fragmentación es la imposibilidad de responder a los retos del momento. Y el resultado de esa realidad fragmentada es la confusión, el malestar.

En el caso de las humanidades el malestar tiene otra dimensión: el complejo de inferioridad ante la gran ciencia. Ese complejo tiene una raíz muy antigua, más bien habría que decir originaria. Hay también unos orígenes remotos. Tienen que ver con el nacimiento de las humanidades. El filósofo español Jesús Mosterín vio este asunto con una claridad meridiana. Para Mosterín, los primeros filósofos, los filósofos milesios –Tales, Anaximandro, Anaxímenes– fueron científicos. Su tarea –la de las humanidades– consistió en idear un saber que fuera una alternativa a la tradición –la religión y sus mitos–. Y buscaron los orígenes del mundo en principios elementales –el agua, el aire, el fuego–. Sin embargo, pronto aparecieron líneas de pensamiento que abandonaron el impulso científico. Esto ocurrió en el dominio filosófico –Platón combina filosofía y mitos– y, especialmente, en el de los sofistas, que se orientaron a la retórica –porque daba las mejores recompensas–. La corriente materialista fue orillada, aunque tuvo su continuidad en toda la Antigüedad. Protágoras fue uno de sus mejores representantes. En el diálogo homónimo que le dedica Platón podemos leer un discurso materialista de extraordinario talento. En ese mismo diálogo se le opone Sócrates con una argumentación que tiene un perfil retórico –es decir, falso– y Platón declara vencedor a Sócrates, aunque acepta que Protágoras es digno de respeto. Después vinieron Demócrito y, mucho más tarde, Lucrecio y Luciano, entre otros. Pero ocurre que la filosofía siempre llega tarde. Llega parcialmente. Y hace concesiones a las demandas coetáneas. Además no suele dar rendimientos económicos. Sin embargo, su gran competidora la retórica sí los da. Y los da generosamente. Este asunto, el del rendimiento monetario, no es una cuestión menor. El monetarismo es el motor de la prosperidad económica, pero tiene su precio, un precio elevado: induce a la confusión, a la conciliación con los poderes y las fuerzas vivas. La complejidad social –que es el resultado de la hegemonía monetarista, porque multiplica la división del trabajo– se traduce en confusión cultural, en desvíos de las tareas de los saberes humanísticos. Así fue en la Antigüedad, así fue en la sociedad cortesana y así es en la era moderna. De esta forma el pensamiento occidental se ha desarrollado en modo dual: la ciencia y las humanidades. Y, si la ciencia ha seguido su ruta en contacto con la naturaleza –salvo ciertos momentos, obviamente–, las humanidades han desplegado su propio camino, autonomizándose de la naturaleza. El resultado es la aparición de una gran burbuja en el dominio del pensamiento. En esa burbuja se sienten como peces en el agua una legión de charlatanes y caben sonoros disparates.

Ciertamente, la oposición entre humanidades y ciencia ha conocido distintas situaciones en las tres grandes etapas civilizatorias: la Antigüedad, el Humanismo y la Modernidad. Esas situaciones se deben al papel que el poder político-económico adopta frente al pensamiento liberal, que es la seña de identidad de las humanidades. El imperialismo romano alentó el eclecticismo. Las corrientes retóricas resultaban idóneas para el eclecticismo y permitían una vinculación directa con la política –gracias a la importancia de la oratoria–. En el mundo de la sociedad cortesana el peligro es el dogmatismo. La sociedad cortesana es una sociedad rígidamente jerarquizada y se apoya en un dogmatismo primero religioso y después laico, según su poder se fragüe en la casta militar o en la casta financiera. El pensamiento liberal sufre en esa tesitura. Y debe refugiarse en la frontera de la sociedad cortesana y el mundo popular. En esa frontera sobrevivieron Erasmo, Rabelais, Cervantes o Shakespeare, entre otros. La era moderna es un tiempo proclive al liberalismo. Se funda en el individualismo y el liberalismo es una de sus consecuencias, pero no la única. Las disciplinas humanísticas modernas conviven con restos del dogmatismo, gracias a su fragmentación y a su conservadurismo. La historia en el siglo XIX es un discurso sobre las casas reales. Sus comienzos están vinculados a la herencia de la sociedad cortesana. Y, todavía más peligroso, está promovida por impulsos nacionalistas.

En las últimas décadas la deriva del mundo de las finanzas está imponiendo su ley al mundo de las humanidades. Eso significa que solo pueden sobrevivir las disciplinas y los actores que son capaces de rentabilizar sus actividades en términos monetarios. El deslizamiento en términos intelectuales se ve complementado con la escasa rentabilidad y con el bajo rendimiento intelectual de un modelo académico basado en la especialización y la fragmentación. Los equipos de gobierno universitarios ven, casi sin excepción, los recursos destinados a las ciencias humanas como un despilfarro. En España esto es evidente, por la multiplicación de titulaciones en los grados. En universidades orientales se está procediendo a la reducción de las humanidades a su mínima expresión –la idiomática y la histórica– con el objeto de escalar posiciones en los rankings de educación superior. Estar entre las cien primeras universidades del mundo es el reto y las humanidades son una rémora y una imposición occidental.

El mundo de las humanidades no solo comparte el resquemor ante la subordinación a la gran ciencia. Comparte también su respuesta. Es consciente de que no crea beneficios y no puede competir con las ingenierías, la química o la biología, entre otras líneas de investigación. Y se limita a lloriquear por su desamparo, reclamando una equiparación a los otros ámbitos científicos. Se ignora, en cambio, que el problema no es una cuestión de cicatería o de mezquindad por parte de los gestores académicos sino que tiene su raíz en las limitaciones de la investigación humanística moderna. En otras palabras, el rechazo de las humanidades no se funda solo en la escasa rentabilidad sino que también las humanidades contribuyen a su ruina por su deriva hacia la charlatanería y a la rutina escolar. La limitación de los métodos de investigación en humanidades hace cada vez más difícil la pervivencia de una investigación iluminadora y facilita, al mismo tiempo, la innovación superficial y el estancamiento pertinaz.

El siglo XIX alumbró el método histórico-crítico. Tal método consistió en trasladar a las humanidades ciertos principios de la investigación de las ciencias de la naturaleza. Era un esfuerzo por realimentar el dominio de las humanidades, alentado por la formación de los Estados modernos. Se trataba de establecer corpus de datos y contrastarlos, buscando leyes generales. Este esfuerzo encontró pronto su réplica. Con la pretensión de una mayor coherencia, la reacción condujo a la oposición entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu, alentando la autonomía de estas últimas. Wilhelm Dilthey fue su gran teórico. Las ciencias naturales se rigen por leyes causales. Las del espíritu, por leyes finales. Los continuadores de Dilthey fueron más lejos. Dieron un paso que él rechazaba: prescindir de la evolución, de la historia. Durante décadas este nuevo método se adueñó de las humanidades –estructuralismo, psicologismo, cognitivismo–. En el último cuarto del siglo XX este método sucumbió a unos virus que ya llevaban un tiempo activos: el escepticismo –posestructuralismo– y el retoricismo. En verdad, escepticismo y retoricismo son dos caras del mismo fenómeno, la autonomía del discurso humanístico. Y no son precisamente estímulos para la investigación sino más bien lo contrario, impulsos disuasorios.

Pero el siglo XIX vio surgir también un tercer movimiento: el materialismo. El pensamiento materialista –perseguido durante milenios– renacía gracias a obras como la de Darwin y, en menor medida, de Marx, Engels y Nietzsche, cada cual a su manera y con sus limitaciones. También descubrimientos como la existencia de los neandertales, la exploración del universo y la física atómica –entre otros– conllevaron la ruina del pensamiento mítico, legitimando el discurso científico y cuestionando la deriva de las humanidades.

Así llegamos a la situación actual, marcada por la baja estima de las humanidades, desde fuera y desde dentro de ellas. Los temas parecen agotados y se busca salida en asuntos marginales, periféricos e, incluso, absurdos. Simples charlatanes se convierten en líderes mundiales. Me perdonarán que no dé nombres. Solo se les exige que den nuevas apariencias a las exigencias de la agenda actual, acaso con algún matiz polémico (poscolonialismo, anticapitalismo, eclecticismo). Durante el siglo XX las humanidades se han refugiado en la formación de grandes corrientes internacionales –estructuralismo, marxismo, freudismo, generativismo…–. En las últimas décadas esas corrientes están casi desaparecidas o, al menos, difuminadas. Su lugar viene siendo ocupado por tendencias más profundas: el eclecticismo y el escepticismo –los estudios culturales, un criticismo superficial–, modos de pensamiento que se pueden equiparar a lo que en medicina son las reacciones autoinmunes. Son la forma que ha adoptado la gran crisis de las disciplinas humanísticas, aflorada a finales del siglo XX en Norteamérica y en Europa. Esa crisis general es bien visible en las disciplinas históricas y no lo es menos en las disciplinas sociales. La magnitud de la pérdida de confianza en las disciplinas humanísticas y sociales ha acarreado la aparición de numerosos profetas: falsos profetas y, los menos, auténticos precursores de otra forma de pensar las disciplinas del ser histórico y social.

En líneas muy generales puede decirse que la reacción a la crisis ha sido el triunfo del pensamiento escéptico –el eclecticismo se ve como un producto de bajo perfil–. Este pensamiento supone una reacción contra el cariz dogmático que han tomado las disciplinas históricas. Suele tomarse a Michel Foucault como el gran profeta de este pensamiento escéptico, algo que es muy discutible. La enorme mixtificación que se enseñorea hoy del pensamiento occidental hace que se tome por pensamiento crítico lo que solo es escéptico, olvidando que el escepticismo es una de las tendencias naturales del pensamiento de las sociedades imperiales (la otra y más importante por su extensión es el eclecticismo). El escepticismo representa en verdad lo contrario del pensamiento crítico, la desconfianza en las ideas. Sin embargo, el proceso de esclerotización a que se han sometido las disciplinas humanísticas, en su incapacidad para seguir creciendo con los fundamentos creados en el siglo XIX (y aun antes) y superficialmente reformados en este tiempo, sirve para legitimar las propuestas escépticas. Y esta legitimación arrastra el debate necesario sobre el estancamiento de las disciplinas a un marco falso: el debate entre antiguos y modernos, dogmáticos y escépticos.

McNeill contra el relativismo

El gran historiador William H. McNeill (1917-2016) comprendió muy bien el problema al que se enfrentan las humanidades. Dilthey no acertó en su diagnóstico y en sus propuestas para las humanidades. No comprendió el carácter especial de estas disciplinas. Según McNeill, la gran y evidente diferencia entre los científicos naturales y los historiadores es la mayor complejidad del comportamiento que los historiadores tratan de comprender. La principal fuente de complejidad histórica reside en el hecho de que los seres humanos reaccionan tanto al mundo natural como entre sí principalmente a través de la mediación de símbolos. Esto significa, entre otras cosas, que cualquier teoría sobre la vida humana, si se cree ampliamente, alterará el comportamiento real, normalmente induciendo a la gente a actuar como si la teoría fuera cierta. Las ideas y los ideales se autovalidan dentro de unos límites notablemente elásticos. El resultado es una extraordinaria motilidad del comportamiento. El recurso a los símbolos, en efecto, aflojó la conexión entre la realidad externa y las respuestas humanas, liberándonos del instinto al dejarnos a la deriva en un mar de incertidumbre. El ser humano adquirió así una nueva capacidad de equivocarse, pero también de cambiar, adaptarse y aprender nuevas formas de hacer las cosas. Los innumerables errores, corregidos por la experiencia, acabaron por convertirnos en señores de la creación como nunca antes lo había sido ninguna otra especie de la Tierra.

El precio de este logro es el carácter elástico e inexacto de la verdad, y especialmente de las verdades sobre la conducta humana. Lo que un determinado grupo de personas entiende, cree y actúa, aunque sea bastante absurdo para los de fuera, puede, sin embargo, cimentar las relaciones sociales y permitir que los miembros del grupo actúen juntos y logren hazañas que de otro modo serían imposibles. Además, la pertenencia a ese grupo y la participación en sus sufrimientos y triunfos dan sentido y valor a las vidas humanas individuales. Cualquier otro tipo de vida no merece la pena, porque somos criaturas sociales. Como tales, necesitamos compartir verdades entre nosotros, y no solo verdades sobre los átomos, las estrellas y las moléculas, sino sobre las relaciones humanas y las personas que nos rodean (McNeill 1986, 2-3).

Las humanidades, debido a la relativización de la verdad, carecen de una validación externa, algo parecido a la prueba experimental de laboratorio que se exige a toda propuesta científica. Se conforman con lo que McNeill llama autovalidación. Y esa autovalidación se limita a apelar a la cohesión de grupo: la identidad nacional o gremial, tanto en historiadores como en teóricos. Hace unos años invité a un amigo médico a un congreso de teoría literaria. No olvidaré su reacción. “Aquí –me dijo– nadie prueba nada.” No es exactamente así. La prueba de los ponentes consiste en conseguir la aprobación del grupo, esto es, en afirmar la cohesión de un colectivo, cohesión siempre débil en un sector muy fragmentado, tan fragmentado que se ve natural la formación de nichos o pseudoescuelas que facilitan la legitimación de la labor del investigador.

La fragmentación del espacio de las disciplinas provoca malestar, confusión, como decía Kuhn, pero, al mismo tiempo, es un factor de progreso. En el siglo XX la fragmentación se ha multiplicado. Las disciplinas humanísticas han pretendido autonomizarse creando sus métodos específicos. Eso ha ocurrido con la lingüística, la semiótica, la sociología, la psicología, la antropología, la economía… Hasta la antigua retórica ha pretendido rejuvenecer asimilando métodos de la lingüística estructural. Por supuesto, en cada disciplina se ha reproducido la querella metodológica –entre positivismo y antipositivismo, primero; y con los culturalismos, después–. Por eso no es extraño que se esté produciendo una reacción en todos los campos humanísticos. En el de la ciencia natural, gracias a nuevos avances –como el Proyecto Genoma Humano– también se ha dado un giro trascendental.

Antes de entrar en la reacción integradora nos detendremos en la dimensión positiva de la fragmentación del espacio del conocimiento. Para contemplarla precisamos una perspectiva evolutiva, histórica. Las disciplinas modernas –las que emergen en el siglo XIX– son una respuesta al pensamiento dogmático que dominó la cultura occidental durante muchos siglos, primero un dogmatismo teocrático y, después, un dogmatismo laico. El dogmatismo no toleraba la discrepancia. Toda discrepancia era considerada una desviación de la verdad y, por ello, condenada –incluso a muerte–. En nuestro tiempo, la discrepancia es un derecho irrenunciable. Es el tiempo del individualismo. Y discrepar individualiza, dota de identidad, nos hace visibles. Aun así muchos investigadores se conforman con aceptar el estado de opinión dominante y se limitan a integrarse en el espacio común del momento. Esa es la figura del investigador funcionario. No se plantea si los principios que sostiene son mejorables o criticables. Se inclina ante ellos. Y, sin embargo, nada hay más contrario al espíritu de la ciencia que la sumisión al estado de opinión de la época, que está siendo cuestionado ya y que no tardará en decaer.

En el extremo contrario podemos ver cómo la búsqueda de la originalidad, de lo nuevo y, a veces, de la provocación llevan a un ejercicio narcisista que no puede pretender sino cierto impacto en el mercado de las ideas. Para ser más preciso, se busca un impacto en el mercado cortoplacista, como ciertos autores literarios, plásticos o cineastas buscan únicamente la rentabilidad inmediata. De la tensión entre la estabilidad inmovilista y la falsa innovación surge la grieta por la que se cuelan los progresos en el mundo del saber. Como dice McNeill, “la fe liberal […] sostiene que en un mercado libre de ideas, la Verdad acaba prevaleciendo”. Y, como él, algunos no estamos dispuestos a abandonar esa fe, por más que la confusión actual sea desalentadora. La clave para superar la fragmentación y el malestar consiste en restaurar una conciencia global.

Big History y la conciencia global

El camino hacia una conciencia global demanda la superación de la resistencia de las disciplinas humanísticas a perder su autonomía, amparada en un método propio. Las disciplinas humanísticas van con retraso respecto a las científicas en la integración de sus logros. Esto es debido a la dinámica establecida por los paradigmas del siglo XIX para las humanidades. Y el desafío actual es corregir ese retraso. La humanidad se enfrenta a un reto global: el de su supervivencia. De ahí que el debate sobre su relación con la naturaleza –determinado por el reto de la supervivencia– vaya inmediatamente asociado al debate sobre los límites del conocimiento y de la ciencia. Ese reto precisa, entre otras cosas, un nuevo paradigma científico, paradigma que puede fundarse sobre una teoría de la gran evolución del cosmos, de la vida y de la imaginación. La Modernidad abrió una doble vía del conocimiento: la vía de las disciplinas autónomas –ciencias experimentales, sociales y humanas– y la vía global. Esto dio lugar a conflictos en la comunidad científica. En una primera etapa la primera vía se impuso y relegó la vía global al ensayismo. En el ámbito de las humanidades se impuso la oposición entre las ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza. La obra de Wilhelm Dilthey –y después la de Ferdinand de Saussure– fue la clave de esa vía particular y dominó el siglo XX. En este siglo una serie de estudios han denunciado ese estado de cosas y han convergido sobre la gran historia como respuesta a esta demanda.

Esta demanda se ha sentido desde diversas disciplinas. Algunos utores han dado recientes respuestas globales: David Christian, Fred Spier –ambos desde la Big History–, Jeremy Rifkin y Jesús Mosterín –sin adscripción–. También ha habido precursores. Ya en 1730 Christian Wolf publicó su Philosophia prima sive ontologia methodo scientifica pertractata, qua omnis cognitionis humanae principia continentur, conocida como Ontología, que planteaba la necesidad de una ciencia unificada. Kant apuntó en esa dirección con sus lecciones de filosofía de la historia. Marx abordó el asunto de la relación entre lo que llama “el hombre genérico” y la naturaleza en sus Manuscritos de 1844. Esa relación consiste en el trabajo. Pero afirma que el hombre genérico es naturaleza. La aparición de la teoría de Darwin reforzó ese principio. Engels llevaría esta idea a su Dialéctica de la naturaleza, que cosechó duras críticas de los epígonos del marxismo. Un Nietzsche darwiniano sitúa su propuesta en el tránsito de una especie, la del hombre superfluo, al Übermensch en su Así habló Zaratustra. Antes, en El nacimiento de la tragedia, había explicado que el hombre tonto y el sátiro sabio son lo mismo y que son un símbolo de la naturaleza. En el siglo XXlas obras de Norbert Elias, Cornelius Castoriadis, Mijaíl Bajtín y Edgar Morin son hitos imprescindibles en este camino. Morin ha desarrollado una propuesta de paradigma científico –en el sentido que da a ese término Thomas Kuhn– en la serie La méthode (6 volúmenes, 1977-2004). Es el “paradigma perdido”. Conceptos como orden-caos, epistemología compleja o paradigmalogía aparecen en pensadores de la Big History como fundamentos de la nueva disciplina. La obra de Morin es el estadio preliminar de un paradigma de la complejidad, previo a la constitución de una paradigmalogía imprescindible para responder al reto de la conciencia global. Norbert Elias y Cornelius Castoriadis fueron más allá de sus propias disciplinas –la sociología para el primero, y la filosofía política y el psicoanálisis para el segundo– con el objetivo de alcanzar una perspectiva global. Elias (1897-1990) es conocido por sus obras sobre el proceso de la civilización, la cultura cortesana y la sociedad de los individuos. Son tres referencias esenciales para una comprensión de la evolución cultural y social de los últimos seis siglos. Pero no se detiene ahí. Obras como Compromiso y distanciamiento (1983), Humana conditio. Reflexiones sobre el desarrollo de la humanidad (1985) y Sobre el tiempo (1984) permiten ir más allá de una teoría de la cultura. Castoriadis (1922-1997) intervino en varias disciplinas, desde la filosofía a la antropología, pasando por la política, el psicoanálisis, la sociología y la teoría del alma. Pero, sobre todo, es un pensador de la ontología, una ontología original que se opone a las ontologías unitarias y al determinismo.

Otros han contribuido con ensayos divulgativos o parciales (Bill Bryson, Yuval Noah Harari, Jacques Attali). Los tres han conseguido un gran impacto con sus libros. Son obras de notable dimensión didáctica y han llegado a muchos lectores. Los libros de Jacques Attali Ruidos (1977) y Breve historia del futuro (2006) dan útiles perspectivas sobre la música y la economía política.

David Christian es el fundador y presidente de la International Big History Association. A él se deben el concepto Big History y otros conceptos básicos de esta disciplina. Fred Spier es un bioquímico con intereses muy amplios que alcanzan la antropología y la teoría de la cultura. Su primera referencia es Alexander von Humboltd. Ha definido un método coherente y eficaz. Su libro El lugar del hombre en el cosmos (2011) es una monografía académica muy bien documentada. Parte de la oposición necesidad-azar. La primera pauta sería que el incremento de la complejidad a lo largo del tiempo habría tenido como consecuencia una disminución paralela de los acontecimientos debidos al azar. Un segundo paso consiste en identificar conceptos que están presentes en todos los niveles de la naturaleza: materia, energía, entropía (desorden) y complejidad. Spier somete estos términos a una exigente crítica. El tercer paso implica la elaboración del concepto de régimen, que comprende todos y cada uno de los procesos que integran la Gran Historia. Abarca todas las formas de complejidad que se han dado en el marco de la gran evolución. Régimen no es sistema, porque son muchas las formas de complejidad que no presentan estabilidad. Régimen incluye a la vez la idea de estructura y transformación de los procesos. Cierra su método el principio Goldilocks. Este principio no es original de Spier, pero lo ha teorizado. Goldilocks es el “ancho de banda” (o condiciones de frontera) en el que determinadas circunstancias propician la aparición de nuevos fenómenos complejos.

Jeremy Rifkin es un economista y sociólogo. Su propuesta va dirigida a influir en gobiernos y grandes empresas. Es un activista contra el cambio climático, propagandista de la economía del hidrógeno como fuente de energía y consultor político. Su objetivo es más político que académico. Ha publicado La civilización empática (2009), La tercera revolución industrial (2011) y La sociedad de coste marginal cero: el internet de las cosas, el procomún colaborativo y el eclipse del capitalismo (2014). Rifkin combina su interés en las ciencias biológicas y cognitivas, por un lado, y su dedicación a la economía y a la sociología, por otro. Y trata de explicar la paradoja de que hayamos llegado al máximo nivel de empatía y de entropía de todos los tiempos. Rifkin no ha tenido en cuenta la aparición de la Big History. No hay referencias en sus obras a las publicaciones de Christian o Spier.

Junto a estos autores cabe mencionar al español Jesús Mosterín (1941-2017), autor de La naturaleza humana (2006) entre otros muchos libros. Mosterín fue filósofo, antropólogo y matemático. Y sin conocer las propuestas de la Big History cultivó esa misma disciplina. Sus libros no han sido traducidos, pero no son menos valiosos que algunos de los mencionados. Ofrece los fundamentos y el estadio previo a una teoría de la gran evolución de la imaginación. Su punto de partida es que la filosofía se reduce a la pregunta formulada por Kant “¿Qué es el hombre?” y que, por eso, la filosofía debe mantener una relación permanente y recíproca con la ciencia. Este es su acierto y también su punto débil, porque establece una oposición directa entre ciencia y tradición sin detenerse en que entre la tradición primitiva y el avance científico hay un mundo en el que se desenvuelve el proyecto de la humanidad. Para Mosterín, a pesar de las contribuciones más recientes a la teoría darwiniana de la evolución, todavía carecemos de una categorización satisfactoria.

Volviendo a Louis Menand, es ciertamente difícil –por no decir imposible– conseguir un consenso entre los humanistas. Parecemos condenados al malestar. Sin embargo, nuevos caminos se han abierto y nuevas posibilidades están al alcance de la investigación más exigente. Menand ha puesto el acento en la necesidad de la transversalidad –en su libro The marketplace of ideas– y en la contradicción existente entre que el mundo académico forme en la especialización y que el reto de nuestro tiempo sea alcanzar una conciencia global. ~

Referencias bibliográficas

– McNeill, William H., “Mythistory, or truth, myth, history, and historians (Presidential address delivered december 27, 1985, at the aha meeting in New York City)”, en American Historical Review 91, núm. 1 (febrero de 1986), pp. 1-10. Disponible en: https://www.historians.org/about-aha-and-membership/aha-history-and-archives/presidential-addresses/william-h-mcneill.

– Menand, Louis, “What’s so great about great-books courses?”, The New Yorker, 13 de diciembre de 2021.

– Mosterín, Jesús, La naturaleza humana, Barcelona, Espasa, 2006.

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Luis Beltrán Almería es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. En 2021 publicó 'Estética de la novela' (Cátedra).


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