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Hace casi un año, el proyecto La gente anda diciendo —un espacio en las redes sociales que comparte frases curiosas escuchadas en la vía pública— compartió la de esta niña de 6 años:
Dan ganas de ir a buscar a esa niña para estrujarla en un abrazo, incluso con la esperanza de que nos contagie un poco de su candor. Lo cierto es que las máquinas de escribir, lo mismo que los medios de comunicación, internet y muchos otros, no hacen historias: solo las transmiten, las hacen circular. Pero, sin sospecharlo, ese niño expresó uno de los tantos sueños del ser humano que hasta hace poco parecía materia exclusiva de los relatos de fantasía o de ciencia ficción y que, hoy por hoy, se nos ofrece casi como una realidad.
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En la novela La ciudad ausente, Ricardo Piglia imaginaba que allá por la década de 1920 Macedonio Fernández había inventado una máquina de contar historias. “El sistema era bastante sencillo, parecía un fonógrafo metido en una caja de vidrio, lleno de cables y de magnetos”. En su aspecto, quizá no fuera muy distinto de la máquina que el niño vio en el puesto de feria. Había sido desarrollado como una máquina de traducir, es decir, eso que hoy internet pone al alcance de la mano de cualquiera.
“Una tarde le incorporaron William Wilson de Poe para que lo tradujera. A las tres horas empezaron a salir las cintas de teletipo con la versión final. El relato se expandió y se modificó hasta ser irreconocible. Se llamaba Stephen Stevensen. […] Queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver transformado en otra cosa. Así es la vida”.
Un poco más adelante, el narrador brinda algunos detalles más.
“La máquina había captado la forma de la narración de Poe y le había cambiado la anécdota, por lo tanto era cuestión de programarla con un conjunto variable de núcleos narrativos y dejarla trabajar. La clave, dijo Macedonio, es que aprende a medida que narra. Aprender quiere decir que recuerda lo que ya ha hecho y tiene cada vez más experiencia. No hará necesariamente historias cada vez más lindas, pero sabrá las historias que ha hecho y quizá termine por construirles una trama común”.
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La novela de Piglia se publicó en 1992. Un cuarto de siglo después, en cierto modo, esa máquina ya es realidad. El guion del cortometraje Sunspring —presentado en el último Sci-Fi London, un festival de cine de ciencia ficción que se realiza en abril de cada año en la capital británica— fue escrito completamente por una computadora.
Los creadores de la película son Oscar Sharp, cineasta, y Ross Goodwin, investigador en temas de inteligencia artificial. La idea se les ocurrió a partir de la tecnología de predicción de textos incluida en los teléfonos móviles. Ese sistema, igual que la máquina de Macedonio, aprende a medida que trabaja, de la experiencia de lo ya realizado. Sharp y Goodwin se preguntaron qué pasaría si, además de SMS o mensajes de WhatsApp, se introdujera más información. Guiones de películas de ciencia ficción, por ejemplo. Decidieron hacer la prueba. Introdujeron unos 160 guiones que consiguieron en internet en una red neuronal recurrente, y así obtuvieron un guion original (¿original?). Lo filmaron en dos días. Este es el resultado (se pueden activar los subtítulos, solo en inglés al menos por ahora):
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Está claro que el producto final del experimento es, en algunos sentidos, delirante. El guion carece de una trama lógica e incluye muchas indicaciones sin sentido, como por ejemplo: “Él está parado en las estrellas y sentado en el suelo”. Pero, por otro lado, acaba por constituir —como señala el artículo de la revista Ars Technica que difundió la película en la web— “un espejo de nuestra cultura”. La computadora, de hecho, no inventó nada: todo lo que dice fue escrito previamente por seres humanos. Algunas frases se repiten de modo casi permanente: I don’t know what you are talking about (“No sé de qué estás hablando”), What do you mean? (“¿Qué quieres decir?”), I’m not sure (“No estoy seguro”), What the hell is going on? (“¿Qué diablos está pasando?”). La máquina las repite porque en las películas aparecen una y otra vez.
Más aún: cuando Sharp y Goodwin convocaron a tres actores y un equipo de producción para rodar la película, todos dieron por hecho que la trama se articulaba sobre una especie de triángulo amoroso entre los personajes. Sin embargo, nada en el guion daba a entender que se tratara de eso. Estamos tan habituados a esa clase de historias que se imponen casi sin que nos demos cuenta.
Hacia el final del citado artículo, su autor señala que Sharp y Goodwin, a quienes entrevistó, a veces se refieren a Benjamin (el nombre que la computadora eligió para sí misma) con el pronombre personal he y en otros casos, como it. Es decir, en unas ocasiones como si hablaran de una persona (“él”) y en otras, como de una cosa (“eso”). Surgió la duda entonces de cómo debían considerar a Benjamin: si como el “autor” de la obra o solo como una herramienta. Un autor, según Sharp y Goodwin, “tiene que poder crear algo con algún aporte original, con su propia voz, incluso aunque se trate de un cliché. Pero Benjamin solo crea guiones basados en lo que otra gente ha escrito, de modo que, por definición, no tiene una voz realmente auténtica. Es solo un puro reflejo de lo que han dicho otras personas”. Como conclusión, deciden que la máquina se encuentra en un lugar intermedio entre el autor y la herramienta, “entre el escritor y el regurgitador”, y que por ello hace falta “una palabra nueva” para nombrarla.
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Y sin embargo, lo que hace Benjamin es lo mismo que hacemos las personas: crear cosas nuevas a partir de los materiales que otros han desarrollado antes. Pero en lugar de procesar 160 guiones con un puñado de algoritmos, trabajamos con una cantidad inconmensurable de información —todas nuestras experiencias, todo eso que llamamos cultura— y con las redes neuronales más extraordinarias que se conocen: las del cerebro humano. La diferencia es solo de grado. Eso que creemos una voz propia o un aporte original no es más que el resultado de un proceso tan complejo que nos hace perder la pista de cómo hemos reelaborado la materia prima.
Si no nos extinguimos antes —objetivo para el cual parecemos empeñarnos día a día— es probable que los seres humanos acabemos por desarrollar una inteligencia artificial capaz de pensar como nosotros. En ese momento, el sueño de crear una máquina que invente historias se habrá, en toda regla, hecho realidad. Hasta es posible que el niño aquel que se admiraba ante las máquinas de escribir de un puesto de feria viva para experimentarlo.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.