Michael Ignatieff es ensayista, profesor universitario y expolítico. Biógrafo de Isaiah Berlin, estudioso del nacionalismo, es autor de libros como Fuego y cenizas y Las virtudes cotidianas. Su libro más reciente, En busca de consuelo (Debate), recorre momentos de devastación de personajes a lo largo de la historia de la cultura y el pensamiento, desde Job y Marx. Trata de entender cómo funcionan la resistencia íntima y la desesperación, y de mostrar cómo la búsqueda de sentido es algo que nos une a todos.
En cierta manera, El busca de consuelo conecta con Las virtudes cotidianas.
Las virtudes… es un proyecto de observación en el que fui a seis o siete lugares para reflexionar sobre cómo la gente corriente, a veces en circunstancias muy humildes, da sentido moral a sus vidas, algo que si lo piensas es una cosa muy rara. Medí la distancia entre las ideologías oficiales de los derechos humanos y cómo vive realmente la gente en una favela o en una chabola de Soweto.
Este proyecto es, en apariencia, muy diferente porque vuelvo a mi anterior identidad como historiador de las ideas. Pero creo que la espina dorsal común de los dos proyectos es que no puedes vivir sin una orientación moral de algún tipo hacia el mundo, porque la vida te da golpes muy duros. La vida es maravillosa, pero te da golpes inesperados, brutales, pierdes a las personas que quieres, fracasas en algo que querías hacer. Los seres humanos no se limitan a soportar sus vidas, buscan siempre encontrar un sentido a su situación, somos criaturas que dan sentido a su experiencia y eso se ve en una favela, se ve en un Soweto, y se ve en el estudio de una figura intelectual: desde ese punto de vista la experiencia humana es continua.
El libro comienza con Job.
Una cosa fascinante de Job, y de esas historias tan antiguas, es que definen a los seres humanos como seres que experimentan la injusticia, experimentan el tormento, experimentan el fracaso, experimentan el dolor, y luchan constantemente para dominarlos a través de la creación de significado, y el consuelo es esa lucha para dar sentido a la pérdida, al fracaso y al dolor. A veces encontrar el sentido es imposible, este libro no dice que siempre tenemos éxito, a menudo fracasamos. La vida es demasiado dura para nosotros, simplemente no podemos, el sufrimiento que experimentamos parece inútil, sin sentido, una locura, eso es lo que Job está diciendo. La figura de Job levantando la mano al cielo y exigiendo una explicación para el orden injusto del mundo me parece absolutamente paradigmática de la situación humana, y paradigmática de lo que exige la propia reflexión moral, ya sea en una chabola de Soweto, en una favela de Brasil, o en el campamento de un emperador romano en el Danubio, luchando en una brutal guerra contra una insurrección que teme que va a perder, así que salí de ambos proyectos con una impresión profunda de la unidad de la experiencia humana, lo común de la experiencia humana a través de grandes abismos de tiempo, y también de grandes abismos de clase y experiencia social. Todos estamos en lo mismo.
Lo busca en lugares muy distintos. De la Biblia a la historia, pero también cuadros, canciones, escritos autobiográficos, novela.
Sí, sí. Tenía muchas ganas de no limitarme a un lenguaje propiamente filosófico. No es casualidad que tenga un capítulo entero sobre un cuadro, El Greco. Porque es un cuadro completo, magnífico, estupendo, una imagen de lo que él creía, y de lo que creía toda una cultura. Me parece fascinante que siga siendo tan conmovedor, aunque no tengamos ninguna de las certezas que le daban la certeza de que Dios estaba tan cerca, tan cerca como está en el cuadro, no creemos que Dios esté cerca, ni siquiera creemos que Dios esté ahí, pero quería discrepar de quienes dividen la experiencia humana en un mundo religioso o un mundo secular. No estoy convencido de que la modernidad sea tan secular como se cree. Hablaba esta mañana con un hombre que ha perdido a su padre, y todavía habla con su padre. Su padre está muerto, él sabe que está muerto, pero también sabe que su padre está cerca de él, le habla. Eso es esencialmente un anhelo religioso, y vive con nosotros, aunque ya no vayamos a la iglesia, así que, de forma similar y más positiva, la visión de El Greco es una visión religiosa, pero no puedes entrar en esa iglesia y no sentirte inspirado y preguntarte: ¿por qué no podemos producir una visión sinóptica como esta de lo que creemos? La pintura restaura un sentido, un sentido propio, de las ambiciones que deberíamos tener para dar sentido a nuestras propias vidas. Eso es lo que encuentro fantástico de El Greco. Al verlo, percibo ese profundo sentido de la continuidad y la comunicabilidad de la experiencia humana. El Greco nos habla. Tenemos que descodificarlo, tenemos que pensar, tenemos que saber, tenemos que, tenemos conocimiento sobre él, pero es muy directo. Pinta a su hijo en el cuadro, y su hijo nos devuelve la mirada, y vemos en el hijo la figura de nuestro anhelo de que nuestros hijos nos recuerden. Todo eso es muy poderoso, y yo quería escribir un libro que insistiera en la continuidad de la experiencia humana y de su comunicabiliad a través del tiempo y el espacio. Ese es casi el consuelo más importante que existe, porque simplemente dice una cosa muy sencilla una y otra vez: no estás solo. No eres la primera persona que experimenta la pérdida, el dolor, el terror y el miedo, y no serás la última. Todo el mundo ha estado aquí antes, así que hay un sentido que puedes encontrar aquí. Y ese, creo, es en cierto sentido el mensaje del libro, igual que en Las virtudes cotidianas: todos intentamos dar sentido a la exclusión, la pérdida, el dolor, el sufrimiento, la humillación, la angustia, la muerte, todas esas cosas, y de hecho lo conseguimos.
A veces toma una figura que asociamos con el lado público de la vida, como Cicerón, pero aborda un elemento privado: por ejemplo la muerte de su hija.
Bueno, un tema común a todos ellos es que están al límite de sus fuerzas, en un momento de crisis. No me interesa Cicerón, el filósofo orgulloso, confiado y estoico que nos da la retórica del autocontrol magistral y masculino. Me interesa el Cicerón que pierde a su hija y se sume en la desesperación. En otras palabras, me interesa precisamente el momento en que su propia retórica de la consolación se quiebra y cómo encuentra el camino de vuelta. No me interesa el Marco Aurelio de las Meditaciones que nos asignan en todos los institutos desde hace 2.000 años, que nos dice que nos dediquemos al autocontrol estoico. Me interesa el Marco Aurelio a altas horas de la noche, viejo, enfermo, incapaz de retener la comida, tras 15 años en el frente de la frontera del Danubio, luchando en una guerra que es absolutamente salvaje y brutal, y parece no tener fin. Me interesa Marco Aurelio al final de su vida. Si eres el hombre más poderoso del mundo, no hay nadie con quien puedas hablar. No hay nadie a quien puedas decirle lo solo, cansado y desilusionado que estás. Así que habla consigo mismo. Las Meditaciones son un hombre hablando consigo mismo a altas horas de la noche. Y eso es lo que lo hace apasionante para mí. Uno de los principios metodológicos del libro, que utilizo en todas mis clases, es volver a unir el texto y el hombre. Así ves cómo se produce una obra de arte a partir de un momento personal de estrés y dificultad, y empiezas a ver lo que la gente pagó por escribir los libros que escribió. Eso da autoridad a esos libros. Respeto a Cicerón, al Cicerón que perdió a su hija y superó la pérdida, más que al Cicerón que aparece en todos los libros de texto de secundaria sobre Cicerón. Y ese fue un principio metodológico en todo momento. El Mahler que amo es el Mahler que escribió canciones sobre la muerte de los hijos y confesó a un amigo después de que muriese su hija: “Podía escribir estas obras antes de perder a mi hija y no puedo escribirlas ahora.” En otras palabras, me interesa saber dónde se rompe el consuelo. Me interesa la consolación, básicamente, porque está en los límites del lenguaje, del significado. Este no es un libro de palabrería feliz. Este es un libro sobre cuando llegas a un momento en el que las palabras te fallan, donde todo te falla, y de alguna manera encuentras la forma de seguir adelante. Y eso es, y escribir el libro fue muy catártico como resultado porque me inspiré mucho en estas personas. Pensé que salí de allí con un sentido ampliado de lo que los seres humanos son capaces de hacer cuando están contra las cuerdas.
No habla de cuando se superan las dificultades, sino de cuando la gente se derrumba.
Sí, me interesa cuando la gente se derrumba y creo que la forma en que enseñamos estas cosas está mal. Sacamos a estos autores y los matamos porque no recreamos la experiencia humana que hizo posibles estos libros en primer lugar. Así que el contexto está ahí para dar dignidad y respeto a lo que escribieron. Tenemos que reapropiarnos y reaprender sin cesar de nuestros clásicos, y supongo que me limito a participar en ese proceso de reaprendizaje y reapropiación de lo que creíamos saber.
Hay muchas paradojas. Por ejemplo, cuando se habla de Hume, pensamos en él como el gran escéptico. Aquí destaca que es una persona muy social.
Siempre me interesa lo que la gente pagó para saber lo que sabe y por eso el Hume que me encanta es el Hume que tuvo sueños sobre su vida intelectual a los 18, 19 y 20 y luego tuvo un ataque de nervios porque no carecía del equipamiento mental y psicológico para hacer lo que ya veía que quería hacer, y eso es muy humano. Todos hemos sido adolescentes. Los adolescentes tienen ambiciones que les sobrepasan. Eso es ser adolescente. Pero muy pocos llegan a tropezar con una depresión tan grave como la de Hume y luego se las arreglan a los 26 y 28 años para escribir el libro más grande de la filosofía inglesa y hacerlo sintiendo constantemente que estaba en un bote que se agitaba en medio del océano, remando en un mar tormentoso, y creo que profundiza mi aprecio por lo que luego logra en su vida: entender como filósofo que realmente no hay proposiciones filosóficas, no hay significados que se puedan dar a muchas formas de sufrimiento humano, diría Hume. Ciertamente, ninguno religioso. Corta con eso despiadadamente, con una furia que todavía es sorprendente leer 300 años después. Pero descubre lo que tú dices que es la sociabilidad, es decir, puede que no haya consuelo, dice Hume, en un sentido religioso. Solo existe el consuelo de la compañía de otras personas y ese es un movimiento extremadamente importante en la historia de nuestro pensamiento. El sufrimiento, argumentaría, no tiene sentido. No tiene ninguna lógica superior. No hay nada que un filósofo pueda determinar. Lo único que puede hacer es superarlo lo mejor que pueda y luego ir a jugar a las cartas con un amigo. Es muy crudo.
Pensamos en Hume como un personaje complaciente, tremendamente exitoso, divertido, conversador. Lo asociamos a la sociabilidad de la Ilustración, todo muy bonito, bellas mujeres, pero en el fondo de donde partió, esta creencia en la sociabilidad, es una búsqueda mucho más desesperada de consuelo en un estado de desolación filosófica. Eso lo hace mucho más humano, mucho más cercano a nosotros, alguien con quien podemos identificarnos. La carta que escribió cuando tenía 24 años decía: “Necesito una cita con un médico porque no puedo seguir así.” La guardó en sus papeles hasta el final de su vida como para demostrárselo a sí mismo: lo logré. Y eso es un consuelo que un ser humano puede darse a sí mismo. Vencí a mis propios demonios. Y para muchos de nosotros, ese es el consuelo.
Es curioso cómo un personaje o un capítulo lleva al siguiente. Por ejemplo, creo que aquí está Hume y luego Condorcet.
Trato de entrelazarlos un poco. Es una historia esencialmente de secularización, es decir, el despojo de los motivos religiosos de consuelo y la sustitución por escritores seculares, donde Montaigne y Hume son las figuras clave de la sociabilidad. Somos seres sociales, dicen Montaigne y Hume, y el consuelo que podemos obtener de la vida deriva fundamentalmente de la compañía. Y es un respaldo muy poderoso de una visión no filosófica, incluso antifilosófica, de la consolación que da valor al cuerpo, a las emociones, a los placeres táctiles de estar en compañía de otros seres humanos, que es una idea extremadamente poderosa, me parece, y muy sabia. Y luego Condorcet, que forma parte de la tradición de la Ilustración, creo que es la persona -no la única, porque hay un desarrollo histórico sustancial de esto en Vico, en la Ilustración escocesa, en Gibbon, en los grandes historiadores del siglo XVIII- que ve la historia como el relato del progreso. Eso tiene un largo desarrollo en Marx y los historiadores del siglo XIX. Pero en Condorcet de repente se ven las formas en que la historia es una historia de progreso, y cómo eso es un consuelo. Es decir, creo que Condorcet es fascinante porque está escribiendo Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, confinado, esperando que en cualquier momento se lo lleven los jacobinos y lo ejecuten. Y creo que todo ese libro es una teoría de la historia cuyo propósito es una visión de la ciencia, el conocimiento y la tecnología rescatando a los seres humanos de la política. Es muy directo. Me van a asesinar los jacobinos. Estoy a punto de ser asesinado por una revolución democrática por la que luché y en la que creí y que ahora me está consumiendo. Y mi única esperanza es que en el futuro la ciencia, el conocimiento y la tecnología civilicen a los seres humanos, resuelvan algunas de las carencias y conflictos que enloquecen a la gente en política, y nos entreguen a un mundo que todavía no podemos ver, en el que algunos de los sufrimientos endémicos de la vida humana –la muerte prematura, la muerte de los niños–, todas las cosas que son una terrible fuente de dolor en la vida humana y nos vuelven inconsolables, sean resueltos por la ciencia y la tecnología. Hay algunos pasajes extraordinarios en los que prevé que la ciencia y la tecnología conquistarán nuestro miedo a la muerte, es decir, que viviremos tanto gracias a los avances de la tecnología y la ciencia que cuando muramos pensaremos: bien, estamos listos para irnos. Quiere utilizar esa historia para imaginar un mundo en el que su propio miedo a la muerte es eliminado por la ciencia y la tecnología, y luego, por implicación, donde la locura de la política revolucionaria que está a punto de destruirlo es eliminada por el crecimiento del progreso, la civilización, todas estas cosas. Y me parece muy conmovedor pensar en la historia de esa manera. Marx lo recoge y lo reescribe como una historia apocalíptica en la que las contradicciones no resueltas de un modo de producción capitalista producen una explosión tras la cual hay un futuro redimido en el que precisamente todas las cosas de la ciencia y la tecnología y el conocimiento se ponen de repente a pleno uso humano en un paraíso socialista. Es Condorcet, pero con una dialéctica marxista añadida. Así que esta idea de progreso ha sido llevada al siglo XX. Fue llevada al siglo XX por el marxismo, pero también fue llevada al siglo XX por el liberalismo. Quiero decir, el liberalismo, mi liberalismo, el liberalismo de John Stuart Mill, el liberalismo de Constant, el liberalismo de Tocqueville, todos fueron alimentados por una idea de progreso. Estamos en un momento de auténtica crisis en esta historia de progreso. La crisis ecológica es, en muchos sentidos, la razón más importante de ello. Es la narrativa que está contradiciendo más rudamente a Condorcet, Marx, Mill y Tocqueville. De repente, tenemos la sensación de que podríamos haber alcanzado los límites de la capacidad de la propia naturaleza: eso sería un fenómeno nuevo. Yo no lo creo, pero ese es el temor. Así que la historia de Condorcet, que es de 1792, llega hasta el siglo XXI. Seguimos viviendo ese sueño, y creo que mi propósito al escribir el capítulo era subrayar hasta qué punto la historia del progreso es una retórica del consuelo.
¿Cómo?
Frente a quienes afirman que el futuro es oscuro, frente al autoritarismo que renace, la crisis ecológica, el conflicto social, la violencia política, la historia del progreso te dice: Espera, la historia tiene una lógica y un sentido y una dirección que quizá no seamos capaces de ver, pero que se reivindicará con el tiempo. Y esta ha sido la fuente de consuelo más poderosa desde el declive de la religión. No cabe duda. Y por eso tengo un capítulo sobre Condorcet y Marx, porque son los portadores de esa idea. Y el siglo XX hizo saltar todo esto por los aires de una manera que todavía estamos intentando comprender, por eso hay capítulos sobre Ajmátova y Primo Levi, porque tuvieron que enfrentarse a dónde les llevó el progreso, es decir, a la masacre industrial masiva en dos grandes regímenes autoritarios que casi destruyeron el mundo y utilizaron toda la ciencia y la tecnología que Condorcet pensó que nos liberaría y nos llevó al borde del abismo. Son historias corrientes, pero que nos dejan en el siglo XXI en un lugar nuevo. Ya no tenemos los consuelos de la historia. Se han ido, es el mensaje. Eso es básicamente algo bueno. No me parece una tragedia. Eran mitos, fantasías, historias consoladoras que nos contábamos a nosotros mismos para alejar nuestros miedos. Pero al mismo tiempo, hubo un progreso tecnológico y científico. Ha habido un progreso científico inmenso. Estaba pensando el otro día que me levanto cada mañana y mi mujer me hace tomar una pastillita, que no existía hace 30 años, cuando murió mi padre. Mi padre murió de una enfermedad cardíaca. Si a mi padre le hubieran recetado esas pastillas cuando tenía 60 años, como a mí, habría vivido 10 años más. Así que sí, el progreso es innegable. No digo que el progreso no esté ocurriendo y no esté ocurriendo constantemente. Y no quiero decir que no debamos confiar en el progreso. ¿Qué otra cosa va a solucionar la crisis medioambiental sino más conocimiento, más ciencia, más tecnología, sacarnos de la dependencia de los combustibles fósiles tan rápido como podamos? No hay otra respuesta. La idea de que detengamos el crecimiento es absurda.
Estoy mirando por la ventana ahora mismo y hay coches circulando por la calle que están usando combustibles fósiles. A un par de horas de vuelo, hay un país llamado Noruega donde en dos o tres años, ningún coche en las calles de Oslo será otra cosa que eléctrico. Bueno, si Noruega puede hacerlo, España también. Esa es la historia. Esa es la historia del progreso. Lo que no me creo es la narrativa del progreso. No creo que debamos dejarnos consolar por ella porque cada desarrollo científico y tecnológico crea un nuevo problema que no habíamos previsto. La usaremos para resolver la crisis medioambiental y luego descubriremos algo nuevo. Acabamos de desarrollar una nueva tecnología asombrosa llamada CHAT-GPT-4 y estamos aterrorizados por ella y tenemos razón para estarlo. Pero no debemos olvidar que también tiene la capacidad de resolver un número increíble de problemas médicos, científicos y de otro tipo que necesitamos resolver desesperadamente utilizando esa tecnología. Así que esa es la cuestión. No es que no se produzcan avances. No es que no debamos utilizar el progreso para resolver nuestros problemas. Lo que no deberíamos hacer es utilizarlo para contarnos a nosotros mismos pequeñas nanas y cuentos de hadas, como hemos estado haciendo durante 200 años. Isaiah Berlin solía decir, citando a Alexander Herzen, que la historia no tiene libreto. Esa es la cuestión. La historia no canta una canción de libertad. El mensaje es reforzar la importancia de nuestra agencia, de nuestras decisiones. Si la Historia no canta una canción de libertad y no hay un orden en el futuro que podamos conocer o predecir, entonces todo lo que sabemos con certeza es que los resultados históricos dependen de la acción humana. Depende crucialmente de las decisiones que tomemos. Nos ayuda a hacernos más responsables de las acciones que tomamos por las acciones que tomamos ahora. Eso es lo que importa. Todo lo demás es consuelo en el falso sentido. Incluso las narrativas pesimistas, las que dicen que el planeta se va a acabar, vamos a morir, los seres humanos no merecen sobrevivir, todas las tonterías transhumanistas que se oyen, son también una retórica del consuelo en el sentido irónico de que dice que la historia es notable, es conocible, la historia va a alguna parte. Yo digo que la verdad es que no lo sabemos. Lo que importa es lo que hacemos ahora. Y es esto, las formas en que las narrativas de la historia nos desresponsabilizan, nos quitan la responsabilidad de nuestras acciones ahora, lo que los capítulos de Condorcet y Marx, creo, tratan en última instancia.
Hace unos años tradujimos un artículo suyo, “El nuevo desorden mundial”, y entonces trataba sobre todo de la situación política, y creo que ahora tenemos más o menos la situación política, incluso peor en algunos sentidos, más las nuevas, o las más visibles amenazas de los peligros y angustias medioambientales, y también la inteligencia artificial.
Todo parece peor, pero de alguna manera soy menos pesimista que antes. No sé muy bien por qué. Odio la moda del pesimismo. Odio su cualidad convencional. Se supone que todos lo somos, se supone que es un signo de seriedad moral que estés absolutamente obligado a decir que la crisis climática es desastrosa y que nos dirigimos al abismo. Se toma como una señal de seriedad moral decir ese tipo de cosas, y creo que es una moda convencional. No es hablar en serio.
Hablar en serio es saber en qué punto estamos en la generación de hidrógeno como combustible, en qué punto estamos en la generación de soluciones al problema tan real que tienen los olivareros españoles para mantener el riego de sus campos. Hay soluciones, pero es muy urgente que las encontremos. ¿En qué punto estamos en la generación de vehículos eléctricos? Soy un apasionado del liberalismo de los pequeños pasos. Cada pequeño paso, cuando se escala, suma un gran cambio, y tenemos que llegar a él. En lugar de perder el tiempo con un montón de pesimismo convencional de salón.
El pesimismo da sensación de seriedad. Acaba de mencionar a Berlin, que conoció muy bien y cuya biografía escribió.
Hace poco escribí una introducción para una nueva edición de la biografía. No me di cuenta cuando escribí el libro, de que él es el pensador liberal en la tradición de Constant, Mill y Tocqueville que despojó al liberalismo de su asociación con una retórica del progreso. Fue el liberal que escribió después de Auschwitz, después del gulag, que simplemente dijo que no es posible creer que la historia tiene un libreto de libertad. Fue un anti-Fukuyama, en el sentido de que nunca pensó, con el fin de la Unión Soviética, que la democracia liberal era el único modelo, que la democracia liberal era la respuesta de la historia al problema de cómo nos gobernamos a nosotros mismos. No hay nada de eso en Isaiah, y eso me parece una enorme fortaleza, separar el liberalismo del progreso, porque hace al liberalismo menos arrogante, lo hace más modesto, lo hace más realista. La segunda cosa que hizo en contraste con Rawls es que Rawls saca la elección liberal de la historia por completo, imagina un mundo puro de teoría en el que se toman decisiones sociales en un velo de ignorancia. El liberalismo de Isaiah está completamente sumergido en la historia: elegimos, no en un velo de ignorancia –elegimos, ciertamente en un velo de ignorancia sobre el futuro–, pero elegimos habitados por prejuicios, miedos, ambiciones, legados, elegimos en una situación histórica que no podemos cambiar. Rawls quiere sacarnos de eso, pero Berlin nos sumerge de nuevo. Y la tercera cosa que hace es separar el liberalismo del progreso. Entiende que la elección liberal es difícil, entiende que el tema de la política es la elección, y la elección es difícil porque estamos divididos. Hay un sentido más profundo de división humana interna. No se trata simplemente de que la elección pública sea una elección entre libertad e igualdad y el equilibrio entre ambas, sino que dentro de nosotros, en nuestro interior, hay una parte que quiere libertad, hay una parte que quiere seguridad, hay una parte que quiere igualdad. Su idea de la división interna aporta un sentido mucho más realista de lo que es ser un actor político en el siglo XXI que casi cualquier otro autor Y esas son las cosas que creo que podemos aprender, que hacen que Isaiah, aunque lleve muerto 20 años, siga siendo relevante en el presente. Habla al presente de manera más directa que Rawls o Mills. Es el filósofo de esta época, y lo es de una manera que yo ni siquiera había comprendido cuando escribí la biografía en el 97.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).