Nacida en una familia judía ortodoxa, Tamara Tenenbaum tendría unos cinco años cuando comenzó a cuestionar las reglas que le imponía su educación religiosa y piensa que en esa etapa temprana se formó una subjetividad rebelde que la alejó de su destino previsible. Corría 1994 y la muerte de su padre marcó el comienzo de un quiebre con el pasado. Crecer entre mujeres fue un factor que influyó en su deseo profundo de entender la alteridad de los varones.
Licenciada en Filosofía, escritora y periodista argentina, destaca como referente feminista. En 2017 publicó su libro de poesía Reconocimiento de terreno, en 2018 ganó el premio Ficciones que le otorgó el Ministerio de Cultura argentino por Nadie vive tan cerca de nadie, y este 2019 publicó otro libro, esta vez de ensayo, acerca de las relaciones amorosas y el sexo en tiempo de revisionismo de hábitos patriarcales enquistados. El fin del amor, querer y coger en el siglo XXI (Ariel) sabe captar un aire de época, profundiza en los vínculos y en las dificultades contemporáneas para conectarnos, tanto desde la experiencia propia como la ajena, pero también recurre a bibliografía y funciona como una guía accesible de lectura que nos acerca al pensamiento de Michele Anapol, teórica del poliamor, o a la socióloga marxista Eva Illouz. Sin revelar nuevas verdades pero con un aporte bienvenido a la discusión, el libro de Tamara Tenenbaum tiene los condimentos necesarios para transformarse en un manifiesto feminista. El hilo de sus pensamientos ha encontrado eco, y la cantidad de ventas desde su publicación habla de un fenómeno más amplio que logra captar lectores entre las generaciones más jóvenes que se sienten representadas en el cuestionamiento de los paradigmas sobre el amor con los que crecimos.
El fin del amor: querer y coger, tiene un juego intencional de significados que tal vez no en todos los idiomas ni países se comprenda. Por un lado, habla de fin como final pero también como objetivo. Por otro, querer y coger implica un diálogo entre sentimientos y sexo. Imagino que habrán quedado varios títulos en el camino, ¿qué te llevó a elegir este?
El subtítulo lo peleé yo, el título lo eligió mi editora, Ana Ojeda. Yo tenía en mente títulos más nerds, como amores precarios, o cosas así, que hoy un poco agradezco que me hayan vetado porque a mí me gusta que el libro funcione como una especie de caballo de Troya. Tiene una portada muy alegre, en algún sentido, y un título que es apto para todo público, a todos nos impacta; después adentro tiene un montón de referencias teóricas, una cantidad ridícula de notas al pie, entonces me gusta que haya quedado un título que no es pretencioso.
Lo elegí por varias cosas. Por un lado, porque siento que cualquiera lo levanta de una mesa de novedades porque sabemos que algo se está terminando, no sabemos bien qué es lo que va a quedar de los modos en que aprendimos a querernos históricamente. A veces nos olvidamos de que los modos que tenemos de coger y de querer están ligados a estructuras políticas, sociales, económicas. Y hoy que queremos un mundo más igualitario y más honesto, ¿por qué habríamos de sostener estructuras que sostuvieron a las parejas contemporáneas, del siglo XX, que nacieron con un determinado orden que involucra la sujeción de las mujeres? Es obvio que hay mucho de esas parejas, incluso partes emocionales que no van a sobrevivir a la abolición del patriarcado. Nos vamos a tener que despedir, hacer un duelo, incluso te diría, de esas formas de amar que ya no corren más. Lo que más me gusta del título es que evoca ese duelo, esa tristeza y esa pregunta.
De un tiempo a esta parte se empezó a cuestionar el amor romántico casi como si fuera un pecado mortal. ¿Es una categoría de amor en decadencia o se mantiene firme?
Es loco lo del amor romántico, porque siento que se habla contra el amor romántico y a veces no entiendo si estamos usándolo todos de la misma manera. Yo lo que entiendo es que el amor romántico es un sistema de sujeción en el cual a la mujer se le enseña a tener como principal, quizás único, objetivo de vida, encontrar una pareja varón y subordinar todos sus deseos y aspiraciones a ese varón y a esa búsqueda. Creo que esa idea se acabó. O se está acabando, desde los años 60, pero es un proceso lento. Yo pienso en las mujeres incluso de la generación de mi madre, las que tienen cincuenta y pico de años, que se divorciaron masivamente en los 80 en la Argentina, con la idea de que su mundo se rompía para siempre, que había algo de su subjetividad y de su universo que se estaba quebrando, y que ya no eran mujeres completas ni realizadas. Eso se acabó y está bien que se acabe porque nos va a servir para amarnos mejor. El amor más bello es el amor libre, y no hablo solamente del poliamor, sino del amor que se puede ejercer con cierta libertad, del que se podría salir. Todos pueden o deberían poder organizar una vida en soledad. Eso no va en detrimento del amor, sino todo lo contrario, hace que nuestros amores sean más heroicos.
¿Cómo hace entonces el amor romántico para sobrevivir en pleno siglo XXI y fuera de la pantalla del cine? ¿Cómo serán las películas de boy meets girl con todas las variables incluidas, que reflejen nuestras maneras de vincularnos?
Para mí, la libertad hace más difícil al amor, pero también más fuerte. En realidad el único obstáculo para el amor es la neurosis. Hay algo que puede seguir apareciendo en las películas, porque el deseo del otro siempre es una cosa muy compleja. Me interesa decir que el fin del amor romántico no es el fin del dolor por amor y el sufrir por amor. Va a seguir doliendo, no tiene que ser violento pero también duele, sobre todo cuando hay deseos que no van para el mismo lado, que es casi siempre.
Entonces yo creo que cada vez más películas van a ser “non-binary meets non-binary” y pueden seguir ocupándose de ese infierno que es el deseo del otro. Especialmente en una época cada vez más individualista en la cual estamos obsesionados con nuestro propio deseo, el deseo del otro es el gran problema siempre, es la parte que no podemos controlar en un siglo en donde queremos controlarlo todo.
Se habla mucho del lenguaje inclusivo ¿Consideras importante esa discusión?
Yo tomé la decisión de no usar lenguaje inclusivo en mi libro. Muchas veces, cuando hablo de varones y mujeres hablo de os/as, o de personas, y cuando hablo de mujeres hablo en femenino. En mi vida cotidiana suelo usar la “e” para hablar en plural, como en “todes”; no suelo usar el universal masculino. Si no me animo uso el o/a, pero en general el universal masculino me hace ruido. A mí no me obsesiona el uso de la “e”, pero la uso quizás para ver qué pasa, la incomodidad que genera, el desafío a la autoridad y a la academia.
En mi libro no tenía sentido porque es profundamente heterosexual, es un libro que habla de los vínculos entre mujeres y varones. Y no hubiera sido justo ni correcto pretender que habla de otra cosa. Yo creo que el vínculo heterosexual tiene particularidades que tienen que ver, entre otras con que la historia está ligada a la historia de la norma, y no a la disidencia de los vínculos por fuera de la heterosexualidad. Si pongo en todos los pronombres tu chico/chica o chique, pareciera que para hablar de otros vínculos alcanza con cambiar los pronombres y no, si yo quisiera hablar de vínculos que no son heterosexuales tendría que haber escrito otro libro, porque los vínculos no heterosexuales no se organizan de la misma manera.
¿Piensas que arribaremos al tan mentado concepto de “deconstrucción” de Jacques Derrida?
Estamos deconstruyéndonos, pero la deconstrucción no es un lugar al que se llega. Para Derrida nunca fue eso, no es ni siquiera algo que va hacia delante. Es algo que apareció como el uso más popular del término, pero la deconstrucción es una especie de virtud o voluntad en la cual estamos todo el tiempo cuestionando los cimientos de nuestras propias resistencias. Pero no termina, siempre es algo que está sucediendo, que no llega a ninguna parte. Ni siquiera queda claro hacia dónde va, así que no nos vamos a quedar en ninguna parte.
Es interesante tu propuesta acerca de la cultura del consentimiento frente a la cultura de la violación, que nos obliga a las mujeres a comportarnos como señoritas, a no provocar de ninguna manera a los hombres y tener miedo de salir solas, pero no los educa a ellos para no abusar de su poder. ¿Podrías desarrollar esa idea?
Yo creo que los varones están cambiando mucho, también, y por eso yo trato de fomentar un feminismo que los incluya, que les permita participar del debate, incluso cuando se equivocan. Nosotras también somos hijas del patriarcado y nos equivocamos, y si nosotras podemos entendernos entre nosotras, también lo podemos hacer con los varones, que son nuestros pares: el privilegio masculino no les quita lo par, igual que a mí no me lo quita ser una chica de clase media universitaria cuando converso con alguien que no tiene privilegios. Podemos hablar y es importante que lo hagamos porque es la única manera en la que vamos a romper la cultura de la violación, que es en la cultura en la que crecimos varones y mujeres y que nos enseñó un rol para los varones y otro para las mujeres, donde el varón tiene que conquistar a toda costa. La cultura de la violación es algo que nos socializó a todos a tener un sexo que no queríamos tener. Charlo mucho con los varones acerca del imperativo de que siempre tienen que tener ganas. Salir de eso a la cultura del consentimiento es salir a la cultura de solamente tener sexo cuando queremos y con gente que quiere tenerlo con nosotros, así de sencillo. Y educarnos a nosotras para decir “no” cuando queremos decir “no” y a ellos a estar atentos a la incomodidad del otro. Todos tenemos que estar atentos al otro.
Eres parte de una generación millennial que también le habla a los centennials, a los adolescentes de hoy. ¿Crees que de la mano de ellos vendrá una revolución frente a los vínculos entre pares, o lo revolucionario será mantener relaciones conservadoras frente a la “precariedad de la vida”?
Soy optimista y rescato cosas de lo nuevo, pero no tengo el fetichismo de la juventud. No creo que los centennials vengan a enseñarnos nada nuevo, como los millennials no vinimos a enseñarles nada a nuestras madres. Creo que la libertad es algo que se viene construyendo desde hace varias generaciones; de hecho, yo no estaría acá hablando con vos si mi abuela no hubiera sido una mujer económicamente independiente, incluso en un matrimonio anticuado. Era profesora de literatura y hace poco me contaron que les recomendaba a sus alumnas cuando se casaban que no dejaran de trabajar. Mi mamá fue a la universidad, se bancó mantenernos a nosotras solas. Su generación se divorció y usó métodos anticonceptivos. La libertad se monta sobre un montón de otras cosas; todos estamos aprendiendo.
Dicho eso, creo que los millennials y centennials estamos a veces en un lugar muy solitario y me parece que vamos a tener que reforzar la apertura hacia los demás, frente a esta posibilidad de apertura mentirosa que nos da la tecnología, de sentir que estamos compartiendo cuando en realidad estamos mostrando, que no es lo mismo.
Para mí lo revolucionario es abrazar la precariedad de la vida, de los vínculos. No la precarización económica y de los vínculos, como dice una filósofa que cito, que es Isabell Lorey. La precariedad metafísica que tiene que ver con que las cosas en el mundo se rompen, por suerte, porque significa que están vivas. Y que tenemos que tratar de construir vínculos que acepten esa precariedad, y no vínculos que traten de fijar lo que no se puede fijar, la idea de casarse para no separarse o cerrar la pareja para no tentarse. La sabiduría que espero que aprendamos las nuevas generaciones es aceptar esa precariedad.
(Buenos Aires) es periodista y locutora. Se especializa en temas de ambiente y sustentabilidad y colabora en diversos medios argentinos.