Estudios de una cultura moribunda

Si somos rigurosos, decir que los mejores días de la cultura occidental han quedado atrás es solo constatar un hecho.
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Con disculpas a Christopher Caudwell (el crítico marxista británico, que no debe confundirse con el escritor conservador estadounidense Christopher Caldwell):

Solo el 8% de los estudiantes universitarios del Reino Unido se matricula en asignaturas de humanidades. Este es el contexto en el que se disputan las guerras culturales: como dijo Borges de la Guerra de las Malvinas/Falklands, son dos calvos que se pelean por un peine. Esto no significa que los temas en disputa no sean importantes. Ni mucho menos. La locura de lo woke y las inanidades bárbaras sobre el “antirracismo” (¡atención a las comillas!) van camino de destruir la alta cultura en la anglosfera y probablemente también en partes de América Latina y Occidente, aunque en esas regiones haya un empuje cultural que casi ha desaparecido en la anglosfera. Eso se debe a que la mayor parte de la derecha de Estados Unidos, Canadá y Australia no está más comprometida con la alta cultura que con la preservación del medio ambiente, mientras que, en Europa Occidental y América Latina, la alta cultura no es, al menos desde hace un siglo, un monopolio de la izquierda, si no una monocultura, por utilizar la expresión que el crítico Harold Rosenberg utilizó una vez para describir a los intelectuales judíos. Por el contrario, desde Borges hasta Houellebecq, sigue viva una tradición conservadora en Europa occidental y América Latina, mientras que en la anglosfera, una vez que se pasa de Chesterton, Eliot, Flannery O’Connor y Walker Percy, los restos culturales son realmente escasos.

Sin embargo, es probable que dentro de cincuenta años estas guerras culturales se parezcan más a los últimos espasmos de un pez que aletea desesperadamente en sus últimos momentos en la cubierta de un pesquero que al conflicto ideológico y ético existencial que tan a menudo parece ser hoy. Seamos sinceros por una vez: lo que se ofrece hoy en día en términos de cultura contemporánea a ambos lados de la línea de batalla woke/anti-woke es una sombra de la cultura del pasado. Eso no quiere decir que no haya gente con talento en ambos bandos. Pero si somos rigurosos, decir que los mejores días de la cultura occidental han quedado atrás es solo constatar un hecho. No hay nada inusual en ello. Las culturas y las civilizaciones son tan mortales como los seres humanos. El gran historiador y político del Renacimiento Guicciardini dice en alguna parte que un ciudadano no debe llorar la decadencia de su ciudad. Todas las ciudades declinan, escribe. Si hay que lamentar algo es que a uno le haya tocado la mala suerte de nacer cuando su ciudad está en decadencia.

Sin embargo, un amante de la alta cultura debería tener una visión clara de la calidad de lo que se produce hoy en día. En el mejor de los casos es buena, pero no grandiosa. Y un creyente en la gran revolución cultural de los woke debería ser igualmente lúcido: la fantasía de que la cultura puede ser en gran medida la representación de lo históricamente no representado o que el testimonio es arte es una ficción consoladora. En cierto modo, la fantasía woke es una especie de mezcla infernal de Blake y Mao Tse Tung: el culto a la experiencia fusionado con el culto a la revolución cultural. En su peor versión, la cultura woke no es otra cosa que fantasías occidentales sobre la autenticidad y la nobleza de lo tribal y lo premoderno, y encima en una época en la que la identidad racial nunca ha sido tan fluida y en la que el mestizaje de las razas es cada vez más la norma (véase con quién se casan los judíos estadounidenses y los japoneses-estadounidenses para ver un caso extremo). “Por mi raza/pueblo hablará mi espíritu”, escribió el gran pensador mexicano José Vasconcelos (es difícil transmitir el significado exacto en inglés de la palabra española “raza”). Pero los woke y los “antirracistas” se están atando al mástil de una comprensión esencialista de la identidad justo cuando esta se desvanece en el aire.

Si hay una nueva cultura a punto de nacer, no vendrá de los woke y del “antirracismo”, de la nostalgia neotribalista y de nociones de raza que, tipológicamente aunque por supuesto no jerárquicamente, habrían complacido al peor científico supremacista blanco del siglo XX. Pero la alta cultura occidental tampoco ascenderá nunca a las alturas que tantas veces, y tan gloriosamente, alcanzó en el periodo comprendido entre el Renacimiento y la mitad del siglo XX. Esa carrera ha terminado. Y la cuestión es que en algún lugar, en el fondo, todo el mundo lo sabe. Si tenemos esto en cuenta, ¿por qué, en nombre de Dios, querría uno estudiar una asignatura de humanidades? Por supuesto, también hay razones materiales para la muerte de las humanidades. Pero hay que ser materialista, aunque no demasiado materialista: allegro ma non troppo, por así decirlo. La vieja cultura está agonizando, y lo que pretende ser su sucesor ha nacido muerto.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Desire and Fate.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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