Foto: flickr.com/photos/adriansnood, CC BY 2.0, via Wikimedia Commons

Del feminismo y el humor

El humor dota al feminismo de un arma que le sirve para defenderse de las convenciones de la vida cotidiana y enfrentar los nubarrones que lo ponen en jaque.
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Qué le dijo una feminista blanca a una interseccional:
Somos iguales porque viajamos en avión.

Qué le dijo una feminista decolonial a otra:
Reza a la Pachamama para que el Ipad no resulte un opresor.

 

El feminismo es un asunto de tal seriedad que debe acompañarse con la brisa –quemante o fresca– del humor y, también, de la ironía. El patriarcado no es fácil de soportar, así no vivamos en Arabia Saudita; solamente la razón, el sentido de la historia y el humor pueden equilibrar la ira que sienten tantas mujeres al darse cuenta de los usos sociales de su cuerpo, naturalizados por el erotismo masculino convencional y los usos mercantiles de la pornografía. La cultura popular, aunque nos duela, es muy machista y sigue entronizando la figura de la madre y de la mujer objetificada como única realización de la feminidad.

Por otra parte, combatir el feminicidio, la trata y la violencia doméstica, además de lograr la aprobación del aborto legal y la igualdad salarial, requiere de razón, paciencia y determinación, lo cual justifica un ceño fruncido. No obstante, como feminista defiendo la necesidad de reír de todas las maneras, hasta la más cruel y sarcástica, pues se trata de un acto de libertad y rebeldía. El humor dota al feminismo de un arma que sirve para defendernos de las convenciones de la vida cotidiana y enfrentar los nubarrones que ponen en jaque al movimiento. Resulta muy útil ante el auge de la izquierda y de la derecha antifeministas, los movimientos religiosos integristas provenientes de distintas confesiones y la debilidad de las democracias liberales para satisfacer expectativas económicas. También lo es para lidiar con las inevitables divisiones ideológicas y políticas entre distintas corrientes de feminismo.

La izquierda antifeminista es popular en América Latina, sobre todo si manipula el tema de los pueblos indígenas o de la religión como expresión genuina de las bases. Sobra el humor involuntario. Nicolás Maduro declarándose feminista solo puede competir con el presidente del Perú, Pedro Castillo, cuya visión de la mujer y el aborto se acerca a la visión conservadora del brasileño Jair Bolsonaro. Ni hablar de Daniel Ortega y Rosario Murillo, sátrapas de Nicaragua, opuestos al aborto y a la causa LGBTQ+ como si les fuera la vida en ello. En cualquier momento fundan una Iglesia Nicaragüense Universal. Dilma Roussef, autodenominada feminista, siguió los pasos de Luiz Inácio “Lula” da Silva y se alió electoralmente con los evangélicos. Le salió el tiro por la culata, pues la sustituyó su religioso vicepresidente Michel Temer, un político de temer. Cuba es la reina de lo involuntario: una elite de varones cisgénero blancos y heterosexuales (bueno, se dicen cosas de Raúl) gobierna hace sesenta años, pero todo es culpa del bloqueo estadounidense. Por último, la palma del humor involuntario es de los talibanes, quienes indicaron que las afganas estarían muy contentas con su regreso porque ellas son fieles musulmanas. Insuperable.

La derecha gobierna media humanidad, nada más y nada menos que Rusia, India, el Medio Oriente, Pakistán y el este de Europa. En Estados Unidos, Donald Trump sigue levantando pasiones. El voto de las mujeres ha cumplido un rol clave en la entronización de gobernantes nacionalistas, religiosos y xenófobos, lo cual es un autogol digno de una caricatura del implacable semanario francés Charlie Hebdo.

Mientras esta desgracia global ocurre, las feministas de las denostadas democracias liberales nos peleamos por temas como la ontología de la mujer trans (¿será o no será?). Ni hablar del ataque a las “feministas blancas”, al estilo de la poderosa Hillary Clinton o de cualquiera que no coincida con las mutables opiniones de algunas feministas interseccionales, muy leves con las dictaduras de izquierda –al estilo de las parlamentarias estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez e Ilham Omar– pero muy duras con las aliadas demócratas liberales. El reciente triunfo de los talibanes ha encendido la batalla entre feministas. La feminista universalista Rachel Khan, francesa de origen africano, reclama el silencio de las feministas descoloniales e interseccionales frente a la llegada de los talibanes; Rafia Zakaria, en cambio, señala al “feminismo blanco” como cómplice del colonialismo en Afganistán. No deja de ser un chiste cruel que el feminismo esté dividido ante los integristas, pero así es. Para colmo, Estados Unidos discute su hegemonía con China, país declarado libre del patriarcado desde los tiempos de Mao Zedong, afirmación muy digna del sentido del humor usual en las grandes potencias.

Yendo a terreno menos escabroso, ¿qué hacer (diría Vladimir Ilich Lenin) cuando convivimos con varones cisgénero heterosexuales u homosexuales –conocidos popularmente como hombres–, machistas pero queridos en su calidad de padres, parientes, parejas o hijos? A menos que se plantee en términos de un campo de batalla doméstico, el humor salva la vida hogareña. Las burlas sobre las mujeres maduras o mayores pueden devolverse recordando las dificultades que los años suelen traer a los caballeros, señalados por la irresistible fuerza de la gravedad. Cuando la contundencia de las cifras y la razón no son suficientes ni la risa es posible, la ironía desmonta las incongruencias del conservadurismo respecto al aborto:

— Está bien, tío: ¿vas a adoptar un niño o niña proveniente de orfanatos?

Ir de visita es todo un compromiso. Imaginen al papá de una amiga feminista, en plena fiesta del día de la Independencia, burlándose del cantante mexicano Alejandro Fernández por considerarlo indigno de su padre, Vicente, un macho “de verdad”. Se puede armar un escándalo ante tal manifestación de homofobia, pero sería descortés y dejaría muy mal a nuestra amiga, sobre todo si el alcohol está de por medio. Otra opción es quedarse callada, una salida muy conservadora. Lo más acertado es proponer que, en lugar de a Alejandro Fernández, se escuche la música de Juan Gabriel cantada por el mítico don Vicente. Solidaridad feminista con los compañeros gays y bisexuales.

Igualmente, qué vamos a hacer con nuestros compañeros(as) de lucha del movimiento LGBTIQ+ cuando la crianza patriarcal se impone y empiezan las peleas con el feminismo o se exhiben prejuicios acerca de las mujeres en general. Hace años, viviendo todavía en Venezuela, fui testigo de la risa de un activista varón cisgénero homosexual –hombres gay o maricones, en otro tiempo– cuando se le indicó finamente que si las mujeres (cisgénero y heterosexuales o no) teníamos “la culpa” del machismo, los varones gays tenían “la culpa” de la propagación de enfermedades venéreas y del sistema inmunológico por andar de saltimbanquis de sangre ardorosa. Usuario frecuente de saunas, baños públicos y de “cuartos oscuros”, en los que nadie sabe con quién se ayunta, el activista cayó en cuenta de que el asunto de “la culpa” es mucho más complicado de lo que parece y se interesó por el feminismo.

Recuerdo también a una mujer trans que anunció, en otra reunión de activistas, que ella era más mujer que las cisgénero lesbianas, incapaces de maquillarse y arreglarse adecuadamente; otra trans le contestó:

— Mija, qué te pasa, yo te he visto a ti más fea que una puñalada, con el maquillaje corrido, borracha perdida. Ayyy, pero qué vergüenza con las lesbianas, las Power Rangers.

La primera en reír fue “la mujer más mujer”. Las poderosas nos levantamos a aplaudir en medio de las carcajadas generalizadas y la conversación tomó caminos más provechosos, entre ellos la planificación de una charla sobre feminismo y activismo LGBTQ+.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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