El 26 de octubre, en una conferencia de prensa que tomó a muchos por sorpresa, la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, anunció una alianza con la plataforma para alquileres turísticos Airbnb y la Unesco para promover a la urbe como “destino global para trabajadores remotos” y “capital del turismo creativo”. La noticia no pasó desapercibida entre quienes llevan tiempo midiendo el pulso de las discusiones sobre acceso a la vivienda y uso de la ciudad.
Las implicaciones del anuncio –que las autoridades capitalinas apoyarán a Airbnb para que aumente su presencia en la metrópoli– van a contracorriente de lo que ocurre en buena parte de las grandes ciudades del mundo, donde la empresa californiana es vista con creciente recelo y los intentos por regularla van en aumento. Los efectos nocivos de Airbnb en el tejido urbano de París, Barcelona, Londres o Nueva York se conocen y discuten hace más de media década. Turistificación, encarecimiento de servicios, desplazamiento de residentes, gentrificación, acaparación inmobiliaria, crisis de vivienda y un recrudecimiento de la desigualdad social son algunos de los muchos males que se exacerban con la proliferación de propiedades alquiladas mediante la plataforma y la consecuente aparición de turistas en barrios tradicionalmente residenciales.
Si nos preguntamos por qué Airbnb busca expandirse en la Ciudad de México, hay que remitirnos a 2020. Airbnb fue una de las empresas más lastimadas por el encierro generalizado que causó la covid-19 a inicios de ese año. En los meses posteriores a ese episodio, Airbnb anunció pérdidas por 697 millones de dólares. Al mismo tiempo, sin embargo, la empresa notó una tendencia: aunque los alquileres a corto plazo habían caído, las estancias de larga duración (28 días o más) mostraron un sorpresivo crecimiento. Desde entonces, Airbnb se ha recuperado económicamente y centrado buena parte de sus esfuerzos en entender y adaptarse a esta nueva tendencia; así lo reconoció el director general de la empresa en México, Ángel Terral, durante la conferencia de prensa antes mencionada.
La Ciudad de México resulta estar bien posicionada para este nuevo modelo de turismo de “larga duración”. Durante los primeros años de la pandemia, México fue uno de los pocos países del mundo que eximió de requerimientos especiales al turismo internacional que quería visitar el país. Mientras otros gobiernos exigían pruebas, certificados, permisos y pasaportes de vacunación, México dejó las puertas abiertas a los turistas, incluso en los momentos más álgidos del contagio. Ciudades como Tulum, Cancún y la Ciudad de México se llenaron de visitantes que aprovecharon la laxitud de las reglas y el tipo de cambio ventajoso.
La Ciudad de México, en particular, se convirtió en un paraíso para trabajadores remotos provenientes de Estados Unidos, hartos de las cuarentenas y deseosos de vida nocturna y otras formas de ocio vedadas en sus ciudades de origen. Muy pronto, ciertos barrios comenzaron a asemejar una sucursal de San Miguel de Allende, el pueblo en Guanajuato que desde hace décadas tiene una nutrida población estadounidense: los cafés se llenaron de extranjeros, las conversaciones en inglés se volvieron omnipresentes. A diferencia de lo que sucedía antes de la pandemia, muchos de los visitantes no venían a pasar el fin de semana, sino que se instalaban indefinidamente en la capital. Los datos al respecto son claros: en 2022, más de 30% de las reservaciones en la Ciudad de México son de estos visitantes de larga duración, según reconoció el director de Airbnb México. Las posibilidades de expandir el negocio son muy claras.
Resulta menos sencillo de entender, en cambio, por qué Claudia Sheinbaum, alcaldesa “progresista” de la Ciudad de México, decidiría participar en una alianza con dicha empresa, sobre todo después de ver lo que ha sucedido en otras ciudades del mundo. Barcelona, por ejemplo, prohibió la renta de habitaciones en la plataforma. París, por su parte, limitó a 120 el número de noches por año de alquiler por vivienda. En Berlín y Nueva York, quien desee convertirse en arrendador de la plataforma (o “anfitrión”) deberá solicitar un permiso especial. Más allá del cobro de ciertos impuestos, la Ciudad de México no ha regulado este servicio. Y eso, lejos de la “oferta cultural” o la “conectividad”, es el punto más atractivo que ofrece la capital del país para Airbnb, uno que la empresa desea preservar a toda costa: la ausencia de regulaciones. Esta falta de reglas, que permite a cualquier casero convertir su propiedad en un departamento de alquiler turístico en la plataforma, lo vuelve el sitio perfecto para la especulación turística e inmobiliaria.
Otro punto llamativo es la incorporación de la Unesco a la alianza con la Ciudad de México y Airbnb. Esta oficina de la ONU, centrada en derechos culturales y científicos, parece haber determinado que los nómadas digitales que vienen a México, por virtud de comer tacos y comprar algún jugo de naranja en el mercado, contribuyen de cierto modo a fomentar la “cultura” y preservar el “patrimonio”. En la conferencia de prensa donde se anunció la alianza, tanto el director de Airbnb México como la jefa de gobierno y Frédéric Vacheron, director de la oficina de la UNESCO en México, repitieron que el turismo chinampero en Xochimilco y los tours al Mercado de Jamaica eran ejemplos de un nuevo “turismo creativo” que busca valorar rincones ignorados de la ciudad. Un vistazo a Airbnb, sin embargo, muestra que la mayor densidad de oferta de apartamentos turísticos de la Ciudad de México se centra en colonias tradicionalmente céntricas como Condesa, Roma y Cuauhtémoc.
Los turistas interesados en conocer a fondo el patrimonio, la cultura, los mercados y demás son clara minoría. Basta mirar lo que ha sucedido con barrios tradicionalmente bohemios, artísticos y “creativos” en San Francisco o Lisboa para ver que, contra las promesas de un turismo “incluyente”, que genera y beneficia a la “comunidad” y se dice “aliado” de grupos como las mujeres y las personas de la tercera edad, tal y como lo pregona Airbnb, las crecientes oleadas turísticas no generan una simbiosis con los pobladores y comercios locales.
Por el contrario: a mayor crecimiento de la popularidad de un destino, mayor homogeneización y pérdida cultural, pues los turistas terminan exigiendo que la ciudad se adapte a sus necesidades, no al revés. Con la turistificación, además de la expulsión de pobladores, comienzan a proliferar negocios de corte similar, uniformados por el taylorismo global, que buscan servir las necesidades y los antojos de los nómadas digitales: laptop cafés, dark kitchens, bares de cerveza artesanal. Los comercios tradicionales y cualquier negocio que no atienda en inglés quedan en desventaja. Conforme se masifica un destino, el perfil de los visitantes también cambia: los “turistas creativos” son al poco tiempo opacados por turistas de masas, que vienen sin mayor expectativa que la de cumplir una serie de experiencias de consumo cliché o a seguir al pie de la letra las recomendaciones de influencers de Tiktok.
Si el sueño de Claudia Sheinbaum de atraer a millones de nómadas digitales por año se vuelve realidad, los ganadores no serán los habitantes de la Ciudad de México, sino los especuladores inmobiliarios, las empresas administradoras de departamentos turísticos, algunos servicios que logren conectar con los nuevos turistas y, sobre todo, Airbnb, que habrá convertido los barrios centrales de la Ciudad de México en una enorme colonia vacacional para su usufructo sin tener que construir un solo edificio. Los perdedores, en cambio, serán los habitantes de las colonias céntricas –los pobladores que llevan toda la vida en edificios de los que pronto serán echados, las clases medias profesionales que ya no podrán vivir cerca de sus trabajos–, y el tejido urbano, que se verá empobrecido por la homogeneización turística.
Más que una “alianza”, esta campaña de Airbnb –llena de promesas de “reactivación económica”, “inclusión comunitaria”, ideas de turismo cool, equitativo y sustentable– debe ser vista por lo que es: un calculadísimo ejercicio de lobbying político. Uno que, si se materializa, terminará minando los esfuerzos por hacer lo que otras ciudades han hecho ante la amenaza que Airbnb representa: regular la plataforma, ver por los ciudadanos y detener la destrucción del tejido urbano promovida por ciertos modelos de negocio.
Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.