Esta semana, puede que hoy mismo, se cumplen cuatro años desde que me incorporé al gabinete del Ministerio de Cultura y Deporte para trabajar como asesora. Era la legislatura que empezaba tras la moción de censura contra Mariano Rajoy y no se sabía cuánto iba a durar, cuándo iban a ser las elecciones. El ministro que entraba era José Guirao, después del paso muy fugaz de Máxim Huerta. Todo lo que cuento son cosas sabidas: el nombramiento de Guirao levantó gran entusiasmo entre los distintos sectores culturales, porque por fin llegaba al Ministerio una persona que los conocía bastante a fondo todos. Y todos las pasan canutas y necesitan una atención específica.
El de Cultura es un ministerio pequeño, por el presupuesto, pero muy llamativo y muy variado, y de él dependen muchas cosas de las que no es fácil darse cuenta. Ese entusiasmo se transformó en estupor y desafección hacia el gobierno cuando después de las primeras (segundas) elecciones el PSOE volvió a ganarlas, y precisamente cuando el ministerio dejaba de estar en funciones y se podía trabajar mejor, cesaron a Guirao, como si hubiese servido para afianzar algo en donde ya no iban a contar con él. Pero de lo que él sabía: por supuesto, de arte contemporáneo. Había sido director del Reina Sofía y después había montado La Casa Encendida, donde se explayó con la que era una de sus virtudes, que consistía en fiarse de la gente más joven o que no había hecho nunca aún el trabajo encomendado, y dejarles que trabajasen a su aire. El equipo que sacó adelante el centro era jovencísimo, aunque ahora haciendo cálculos me doy cuenta de que él lo era también.
Siendo él mucho más joven se había formado en filología y era un gran lector, especialmente de poesía. El cine le encantaba. Su padre había tenido un cine en Pulpí, el pueblo de Almería donde había nacido. Se encargó de la dirección de Bienes Culturales de la Junta de Andalucía a finales de los años ochenta y poco después de la dirección general de Bellas Artes del Ministerio, con Carmen Alborch. Todo esto quiere decir que además de conocer los trucos de la administración y sus tiempos lentísimos, de estar al tanto de las necesidades y problemas de cada sector o de con quién hablar para conocerlos, conocía las características de cada medio, de cada arte, su historia y su valor, y los disfrutaba.
En el Ministerio estuvimos un año y medio. A mí al llegar me sorprendió lo aparatoso que era todo. Como una corte china. Al cabo comprendí que el Estado se pone muchas trabas a sí mismo para protegerse por si llega un aventado que quiere arrasar con todo. Así se hace lento para las mejoras y también para los deterioros. Trabajamos mucho a pesar de pasar tanto tiempo en funciones y no saber si lo que hacíamos iba a cuajar. Él llegaba tempranísimo y se iba muy tarde, y era muy amable y cariñoso con todo el mundo.
Gran parte de mi trabajo consistía en escribir textos, a veces para cuando él iba a hablar a algún sitio, pero mientras tecleaba pensaba que no tenía mucho sentido ya que él conocía mejor de lo que se iba a hablar y las asociaciones que podía suscitar cada tema. Aun así preparábamos dossieres, notas y discursos que a él le servían de esquema a partir del cual hilaba sus ideas. Entonces recuerdo ahora que una vez, en la presentación de alguna cosa, citó unos versos de Edmond Jabès. Qué poeta más raro para citar, pensé, que ahora no está muy de moda. Me pareció chocante y bonito para un ministro y para un acto institucional. Así que ahora pienso que muchas veces los ministros se dan lustre a costa de poetas muertos a los que citan porque les suponen un prestigio, pero se me ocurre que Guirao hizo lo contrario, poner el ministerio al servicio de las cosas valiosas, de moda o no, para que se conozcan y sigan vivas. Así que ahora que se ha hecho de noche, y para recordar a José Guirao, que también confió en que yo podría hacer un trabajo que nunca había hecho y por lo que le estoy muy agradecida, me pongo un rato a traducir a Jabès. Aunque él hablaba muy bien francés.
Nomade ou marin, toujours, entre l’étranger et l’étranger, il y a – mer ou désert – un espace délinéé par le vertige auquel l’un et l’autre succombent.
Voyage dans le voyage.
Errance dans l’errance.
L’homme est, d’abord, dans l’homme, comme le noyau dans le fruit, ou le grain de sel dans
l’océan.
Et, pourtant, il est le fruit. Et, pourtant, il est la mer.
Nómada o marino, siempre, entre el extranjero y el extranjero, hay –mar o desierto– un espacio delineado por el vértigo al cual uno y el otro sucumben.
Viaje en el viaje.
Errancia en la errancia.
El hombre está, en primer lugar, en el hombre, como la semilla en el fruto, o el grano de sal en el océano.
Y, sin embargo, él es el fruto. Y, sin embargo, él es el mar.
[La imagen que ilustra este texto es un dibujo de Santiago Ramón y Cajal que se pudo ver, entre otros, en la exposición Santiago Ramón y Cajal. Ciencia y arte en La Casa Encendida.]
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).