Las horas previas a la semifinal entre Real Madrid y Atlético de Madrid se llenaron de una sensibilidad exagerada entre las dos aficiones. Si en el partido de ida los seguidores del Real Madrid habían preguntado a los del Atlético “¿Qué se siente?” en una pancarta gigante ubicada en uno de los fondos y que mostraba la Copa de Europa que los rojiblancos nunca han logrado, el de vuelta quedó marcado por cierta revancha infantil, un agravio absurdo cristalizado en la frase “no sabéis qué se siente” que inundó las redes sociales.
De apología de los sentimientos está la historia llena y todos sabemos que nunca ha llevado a nada bueno. Yo, los míos y lo nuestro. Peligrosa deriva. Los miembros de las dos aficiones que entraron al trapo –no fueron todos, por supuesto- se embarcaron en el típico debate de parvulario de quién tiene el papá más guapo o con el trabajo más interesante. “El mío es arquitecto”… “Pues el mío es astronauta” y así sucesivamente.
Uno de los misterios que sorprenden al espectador ajeno es la capacidad de algunos aficionados para vivir su pasión como algo único e intransferible. En principio no parece tan complicado: si alguien quisiera ser del Real Madrid, le bastaría con serlo; si, por el contrario, quisiera ser del Atlético de Madrid o del Barcelona o del Cruz Azul, proponérselo sería suficiente. Pensar que hay un gen diferencial que marca a cada niño o niña en su nacimiento con el “privilegio” de alegrarse cuando tal equipo gana y entristecerse cuando dicho equipo pierde parece algo banal. No deja de ser peligroso que, además, desde los medios de comunicación se jaleen dichos sentimentalismos. Más que nada porque cuando el enemigo en el campo pasa a ser algo así como un “enemigo natural” las consecuencias pueden ser muy peligrosas.
Y, sin embargo, toda esta movilización casi revolucionaria estuvo a punto de funcionarle al Atlético de Madrid. Al menos lo pareció en los primeros veinte minutos, cuando se colocó 2-0 por delante y a un solo gol de igualar la eliminatoria. Lo hizo como se preveía, como sabe: con garra, con balones directos y presionando muy arriba para ahogar la salida del balón de los blancos. El problema es que a Kroos, a Modric y a Isco los puedes ahogar diez minutos, quizá veinte, pero a los treinta ya han movido el balón de lado a lado del campo y donde antes llegabas sin problema a la pelota, ahora te llevas por delante la pierna de un rival y el árbitro te saca tarjeta amarilla.
Con motivo del partido de ida, se afirmaba en estas páginas que algo tendría Zidane para llegar a dos finales de Champions League seguidas y estar a punto de ganar la primera liga para su equipo en cinco años. La mayoría de las respuestas se resumieron en una frase: “Tiene la mejor plantilla del mundo”. Es cierto e indiscutible. Tiene al mejor lateral izquierdo del mundo –Marcelo-, un centro del campo impresionante y un grupo de delanteros que podría vender a cien millones de dólares por cabeza sin ningún problema. Además, si la cosa no funciona o alguien necesita descansar, el banquillo ofrece sustitutos de garantías.
Aun así, esa es la misma plantilla de diciembre de 2015, cuando Rafa Benítez fue destituido por no sacarle ningún provecho. La pequeña revolución de Zidane ha sido precisamente hacer crecer al equipo no a partir de la épica y el “arriba y abajo” –características que ha asumido como propias el Barcelona- sino a través del dominio en el medio del campo. Después de meses y meses diciendo que jugar partidos importantes con Kroos, Modric e Isco juntos era imposible, ahora resulta que son imprescindibles. Entre los tres supieron calmar el partido y llevarlo al campo contrario.
Una vez dado ese paso todo fue más fácil porque en el campo contrario siempre hay un jugador decisivo que puede incluso ser un central que remate córners. En este caso, le tocó a Benzema, autor de una jugada maravillosa, imposible, que acabó en remate de Kroos, paradón de Oblak y rechazo para Isco que marcó el 2-1 y mató la eliminatoria. A partir de ahí, la nada. Resuelto el marcador, volvió el debate de quién es la mejor afición, quién tiene sentimientos más puros y quién, de verdad, ama a su equipo y odia más al rival. Todo en medio de una tormenta descomunal que le daba al asunto un punto aún más romántico, más sturm und drang.
En la otra semifinal, el Mónaco ni siquiera intentó la opción heroica y desesperada. Es verdad que aunque lo hubiera intentado habría dado igual: la Juventus es una máquina, una roca, no se deja alterar por nada. En 2015 se colaron en la final por sorpresa y en 2017 llegan a Cardiff en igualdad de condiciones, tan favoritos como los chicos de Zidane. Tienen motivos para el entusiasmo: los equipos rocosos y competitivos suelen ganar finales. Incluso el Atlético, con una plantilla ligeramente inferior, forzó dos prórrogas en sus dos derrotas, así que no hay que esperar de la Juventus que regale nada ni permita un partido fácil para el Madrid.
No estará el encuentro exento de morbo: Higuaín, el hombre que fue devastado por afición, presidente y prensa cuando estuvo en el Bernabéu, está ante la gran oportunidad de desterrar su condición de gafe. Autor de los fallos más increíbles, especialmente en la selección argentina, el delantero dejó Nápoles para tener una oportunidad así. Junto a él, en la banda derecha, estará Dani Alves, el hombre de los seis títulos europeos –cuatro Champions y dos Copas de la UEFA- que también salió de la liga española por la puerta de atrás.
El historial entre ambos equipos es ligeramente favorable a los italianos: ganaron las tres últimas eliminatorias, en 1996, 2003 y 2015 pero perdieron la final de 1998 con un polémico gol de Pedja Mijatovic. Aquella victoria del Madrid supuso el fin de un bloqueo de treinta y dos años sin levantar el trofeo más preciado de Europa. Desde entonces, han caído cinco títulos más, para un total de once. En aquella final, la Juve partía como favorita. Había conseguido desbancar al todopoderoso Milan del escalafón italiano y se presentaba con un nutrido grupo de estrellas, encabezado por Zinedine Zidane. Hoy, las estrellas –y el francés- están del otro bando. En tres semanas, veremos cómo se resuelve la historia.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.